hermanos

junio 17, 2018 Comentarios desactivados en hermanos

Cristianamente decimos que todos somos iguales ante Dios. Esto es, bajo el derrumbre de los cielos, ahí donde nos hallamos en los tiempos de Dios, no hay estatus que valga. Todos somos uno y el mismo huérfano. Hermanos. Ahora bien, ¿podamos darlo por sentado? ¿Hasta qué punto la convicción cristiana no será una variante sofisticada del todo el mundo es bueno? ¿Acaso no estamos más cerca de la verdad, si entendemos que siempre habrá quienes, incluso en los tiempos apocalípticos, crean que el más débil no merece vivir? ¿Acaso el psicópata no fue, en la Antigüedad, la encarnación de Satán? De hecho, el cristianismo primitivo no hubiera dicho tan fácilmente que nuestra condición fraterna emerge como dato donde ceden los muros protectores de la ciudad. En realidad, no se trata de un dato, sino de una fe. Ciertamente, Dios quiere que todos se salven (1 Ti 2,4). Y, ciertamente, podemos creer que en verdad somos hijos de un mismo Padre y, por tanto, llamados a la fraternidad. De ahí que la predicación del Jesús de Nazareth se dirigiera, principalmente, a los pecadores, a aquellos que no tenían piedad de sus víctimas. Como si no hubiera Dios. Pero los primeros cristianos eran muy conscientes de que el hombre puede rechazar la oferta de la redención. El hombre puede convertirse en el heraldo de Satán. La chispa divina puede, por consiguiente, morir. Donde el tsunami arrasa, no vemos siempre solidaridad. Y no solo porque, quienes se aprovechan de los más débiles, no sepan que están ahogando a su hermano. Algunos quizá no lo sepan, pero otros, sencillamente, no quieren saberlo. Son los irredimibles, aquellos que, siendo el rostro humano de Satán, por decirlo así, pertenecen definitivamente al mundo. Si damos por sentado que en el fondo todo el mundo es bueno, difícilmente tiene sentido la Historia como teodramática. Ni, por consiguiente, la vida cristiana como combate contra las fuerzas del Mal, con mayúscula. Así, espontáneamente, entendemos hoy en día que el Mal es un error debido, en último término, a nuestra ignorancia. Ahora bien, no tengo tan claro que las víctimas de nuestra impiedad o indiferencia puedan decir que el Mal es, simplemente, debido a nuestro desconocimiento del Bien. Para las víctimas, el Mal es un poder, y un poder que se presenta como una última palabra. Aun cuando sea el poder de lo negativo, el poder del que siempre niega. La visión de las víctimas no es un error de perspectiva. Ahora bien, donde no cabe concebir la Historia como una batalla contra las fuerzas demoníacas, no hay cristianismo que pueda sobrevivir como fe o, mejor dicho, como vigor. Y de ahí a la anomia moderna —a creer que el cristianismo es un asunto personal y solo personal como pueda serlo el sexo tántrico— hay un paso. Quizá hayamos dejado de creer en Dios porque Satán se ha convertido en una figura arquetípica de las películas de terror. Como decía Baudelaire, el triunfo del maligno quizá consista en habernos convencido de su inexistencia. Pero, sin duda, aunque no exista, como las meigas gallegas, haberlo, haylo, aunque no esté en nuestras manos reconocer al irredento. De ahí que tan solo Dios pueda saber a quien alcanza la redención. En cualquier caso, no es casual que actualmente veamos al psicópata como un enfermo que podríamos salvar con el fármaco adecuado. Sin embargo, un mundo en donde la bondad se lograra farmacológicamente o por medio de la manipulación genética no sería un mundo de hombres buenos, sino una distopía de cuerpos buenos. Pues no puede haber bien para el hombre donde el mal dejó de ser una posibilidad. En cualquier caso, el Mal seguiría siendo una posibilidad tan solo para quienes tuvieran en sus manos la técnica de la bondad.

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