esto de la resurrección
mayo 13, 2013 § Deja un comentario
Hay muchos que aún entienden la resurrección de los muertos como si se tratase de la inmortalidad del alma. Ciertamente, este malentendido tiene que ver con la integración del cristianismo en la cultura greco-romana. Pero el hombre, para la tradición bíblica, no es un alma encerrada en un cuerpo. Para dicha tradición no somos «espíritus» que purgan vete a saber qué karma en los recovecos de la materia. El hombre es carne. La carne —un concepto clave de la antropología judeocristiana— se opone al Espíritu de Dios. En cuanto carne, existimos de espaldas a Dios. En cuanto carne, somos incapaces de obedecer el mandato de Dios (Rom 8,3). En cuanto carne, somos hijos de la ira (Ef 2,3). Para la tradición bíblica, el hombre es, por sus solas fuerzas, impotente cara a Dios. No hay, pues, ritos o ascesis que puedan acercarnos a Dios. No hay ley que pueda liberarnos del poder de la carne, del poder de la muerte. Las técnicas de la ascesis solo tiene sentido donde entendemos que somos en verdad espíritu y nuestro cuerpo, el corsé —el lastre— que impide la elevación a la que estamos destinados por naturaleza. Por medio de la ascesis podemos, sin duda, llegar a embellecer, purificar nuestra alma, pero no hay ascesis que garantice que seremos capaces de responder a Dios. Ya lo dijo el mismo Jesús: las putas, los publicanos, los «alejados de Dios»… entrarán antes en el Reino que los que hacen lo debido para justificarse a sí mismos ante Dios. Dios no se encuentra en las cimas del cosmos esperando a aquellos que han sido capaces de desprenderse del material sobrante. Lo que decimos cristianamente es que Dios va en busca del hombre. Pues solo por obra de Dios el hombre puede ser capaz de Dios. La fe en la resurrección no debería comprenderse, por consiguiente, como si se tratara de la típica creencia en la inmortalidad del alma. Se trata de otro asunto. Y este asunto tiene que ver con el Juicio de Dios. Como es sabido, la fe judía en la resurreccion de los muertos surge tardíamente como consecuencia necesaria de la fe en la justicia de Dios. El paso de la monolatría al monoteísmo —el paso de la fe de los que huyeron de Egipto a la de Isaías—conlleva la transición de un Dios que interviene en la historia al modo de una divinidad al uso al Dios que pondrá fin a la historia haciendo justicia, pues no parece que Dios retribuya al justo en los tiempos del hombre. Para el creyente, para quien se encuntra por entero sometido a Dios, los tormentos de los justos no cuestionan la realidad de Dios, sino la autosuficiencia de la historia. La fe es la fe en un Dios justo. Ahora bien, el sufrimiento del pueblo de Israel es tan extremo, sobre todo tras la experiencia del exilio, que difícilmente puede comprenderse como resultante de una falta religiosa. La lección del libro de Job es que el sufrimiento indecente de los hombres no puede comprenderse como una penalización por no hacer los deberes. Hay en el Mal un exceso que no puede ser integrado en una cosmovisión religiosa que dé por hecho que la divinidad premia a los devotos y castiga a los infieles. La interrogación de Job no se resuelve en los términos de un saber, sino en los de una actitud: el creyente es el que permanece a la espera de una última palabra. En nombre de una vida que se experimenta como don de Dios, la innegable realidad del Mal impide el cierre inmanente de la totalidad. El todo se abre a un final de los tiempos que, desde la confianza del hombre en sus posibilidades, es literalmente increíble. El hombre desde sí mismo no puede creer en que finalmente los muertos resucitarán para que Dios pueda hacer justicia. Sin embargo, quien se halla por entero sometido a Dios —quien se encuentra en sus manos— no puede creer en otra cosa que en la imposibilidad de Dios. Pues esta fe no es una expectativa que repose en la necesidad, tan humana por otro lado, de negar la muerte. La esperanza creyente no puede comprenderse como una imagen de lo que ocurre en el más allá, sino como ese imposible que, con todo, debe acontecer en nombre de una vida que se experimenta como don de Dios. No es casual que judíamente la presencia de Dios no pueda comprenderse en los términos de una descripción del presente, sino en los del imperativo. Dios se declina como mandato. Mejor dicho: la promesa de Dios queda vinculada, en nombre de Dios mismo, a la obediencia del hombre. De Dios solo tenemos lo que debe hacerse, lo que debe tener lugar. La confianza creyente en Dios tiene, así, su más pura manifestación donde el hombre solo puede creer en que lo increíble debe acontecer. Como hemos dicho tantas veces, la fe —la esperanza creyente— no es un supuesto de la conciencia imaginativa, sino el síntoma de la existencia que no es más que ese encontrarse en manos de un Dios que, como promesa de sí mismo, brilla por su ausencia.