esperar lo imposible

junio 17, 2023 § Deja un comentario

Un cristiano espera lo imposible, esto es, la resurrección de los muertos. Y ello en nombre de un bondad que tuvo lugar donde no cabía ninguna bondad. Ahora bien, esto es lo mismo que decir, siguiendo a Pablo, que la fe es un absurdo donde no apunta a lo imposible… o absurdo. Pues ¿puede suceder lo imposible? No, no puede suceder. Pues lo imposible es lo que ningún mundo —ni siquiera el sobrenatural— puede admitir como su posibilidad. Sin embargo, poner todos los huevos de la redención en una cesta sin fondo ¿acaso no está cerca de decir que no hay salvación para las víctimas de la historia? Y aquí no vale traducir el lenguaje de la resurrección a categorías actualmente aceptables. Pues lo aceptable únicamente tiene que ver con nosotros. Traduttore, traditore. Los testigos de la resurrección no quisieron decir con el símil de la resurrección que Jesús seguía vivo en sus corazones, pongamos por caso. Más bien, si dijeron que Jesús seguía vivo en sus corazones es porque estaban convencidos de que había resucitado. Dejando a un lado la ambivalencia de las apariciones, la resurrección no fue un como si. Otro asunto es que nosotros, como modernos, solo podamos entenderlo de este modo.

En cualquier caso, lo imposible va con el fin del mundo. Pues solo suceden cosas en el mundo. Lo imposible no es un hecho imposible, sino un punto y final. Al menos, por definición. En última instancia, lo imposible —la imposible posibilidad de un puro haber, de un haber sin mundo— es la eterna amenaza que sostiene la totalidad. Y es que el puro haber es no siendo nada en concreto. Hay mundo porque lo imposible de un puro haber retrocedió in illo tempore hacia lo otro de sí —hacia el haber de las cosas. Que nada permanezca —en definitiva, que haya tiempo— es el reverso de una nada que permanece como el fondo inescrutable que soporta cuanto es. Y lo soporta porque la nada es en la negación de sí. Si hay algo en vez de nada es porque lo que hay es, al fin y la cabo, la concreción de un doble no. Es en este sentido que podríamos hablar de una medida de gracia.

No obstante, el cristianismo no entiende el fin del mundo como aniquilación, sino como un nuevo comienzo en la que ya no habrá oscuridad. Evidentemente, hablamos de lo opuesto al eterno retorno de lo mismo. Así, la alternativa cristiana al nihilismo sería un reset de dimensiones cósmicas, una recreación. Para los griegos nada humano sobrevive a la catástrofe. Para el cristianismo, en cambio, solo sobrevive lo salvado. Tertium non datur. Por tanto ¿qué hay de verdadero, si lo hubiera, en la convicción creyente? ¿Acaso no hay algo de inconsistente en el imaginario apocalíptico? ¿Puede haber luz donde no hay ninguna oscuridad? Los resucitados ¿acaso no seguirán siendo alguien? Y si lo fueran —esto es, si siguieran siendo un yo— ¿cómo podrían soportar una dicha eterna? ¿Puede haber alguien que carezca de inquietud, —que exista al margen de un encontrarse más allá del presente?

Ciertamente, estas preguntas son pertinentes. Pero quizá lo sean porque pretendemos hacernos una idea de lo que tiene que acontecer contra toda expectativa en nombre de. Esto es, porque olvidamos que la esperanza creyente, antes que una suposición, es un clamor. Puede que no sea casual que, en el NT, la palabra märan’ athä se utilice en un doble sentido: de entrada, como anuncio (1Co 16, 22) —el Señor viene— y, finalmente, como petición (Ap 22, 20) —¡ven señor Jesús! Y no lo es porque el asunto más serio al que tuvo que hacer frente el cristianismo con el paso de los años es, precisamente, el del retraso de la parusía. De hecho, sigue siendo nuestro asunto. Aunque nuestra respuesta más habitual, a diferencia de la de los primeros cristianos, sea la de dejarlo correr. Pero dejarlo correr significa que las preguntas más hirientes —aquellas en las que nos va la vida— han dejado de herirnos. Y aquí podríamos recordar la reflexión de Alexander Kojéve, la cual apuntaba a la posibilidad de que quienes sobrevivieran a la muerte de Dios —los übermensch— fuesen, antes que fascinantes, unos perfectos idiotas, en el sentido más literal de la palabra.

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