esto de la experiencia de Dios
agosto 16, 2023 § Deja un comentario
¿Puede haber una experiencia de Dios al margen de su encarnación? Hoy en día, esta pregunta, por sí sola, resulta casi una provocación. Pues la mayoría de quienes todavía creen que es posible algo así como una experiencia de Dios presupone, en nombre de la tolerancia, que esta admite diferentes sensibilidades u ópticas. Ahora bien, la revelación cristiana no se entiende a sí misma como un modo entre otros de experimentar a Dios. Si el cuerpo de Dios no es un cuerpo de quita y pon —si no es un revestimiento de Dios—, entonces la experiencia de Dios no puede separarse de la confesión que tiene lugar al pie de la cruz. Pues que Dios sea un Dios encarnado implica que Dios, en sí mismo, aún no es nadie sin la fe de su criatura. Cristianamente, no decimos que el Jesús que anduvo por Galilea y terminó colgando de una cruz como un apestado de Dios representase el modo de ser de Dios, sino que es el modo de ser de Dios.
Ciertamente, el cristianismo no niega que el Espíritu de Dios sopla por donde le da la gana. Ahora bien, esto no significa, cristianamente hablando, que el Espíritu vaya por su cuenta y riesgo desde el principio, sino que su independencia se desprende de la relación entre el Padre y el Hijo. Traducción: porque no hay Padre sin Hijo —y viceversa—, en definitiva porque el Padre aún no es nadie sin la fe del Hijo del Hombre, el Espíritu de Dios penetra en cuanto es… con independencia de cuanto podamos suponer sobre Dios desde nuestro lado. De ahí que la independencia del Espíritu tenga que ver antes con Mt 25 —al fin y al cabo, con el hecho de que aquellos que llevan a cabo la voluntad de Dios, la lleven a cabo etsi deus non daretur o, lo que viene a ser lo mismo, bajo el duro silencio de Dios… incluso donde parten de una comunidad cristiana— que con la confesión del crucificado como el cuerpo de Dios. No hay que ser cristianos para responder a la demanda de Dios, aquella que escuchamos en el lamento de los excluidos. Pues la respuesta no depende de que hayamos reconocido ese lamento como el lamento de Dios. Pero sí que hay que serlo —aunque esta posibilidad solo se decida desde la absolución… como vemos, una vez más, en Mt 25— si de lo que se trata es de responder a la pregunta acerca de quién es Dios. Y responderla ante el crucificado: ¿y tú quien dice que soy yo?
Así, cristianamente, una experiencia de Dios que haga abstracción del quién de Dios —un quién que colgó de una madero, precisamente, en nombre de Dios— no es todavía una experiencia de Dios, sino en cualquier caso del Padre. Y el Padre, en sí mismo, aún no es Dios. Ahora bien, no lo es porque desde el principio no quiso serlo sin la respuesta del Hijo del Hombre a su invocación. De ahí que la experiencia del Padre —y esta fue la convicción de Israel— sea la de un Dios-por-venir, en el fondo, la de un Dios que se revela como promesa de Dios porque, en sí mismo, tiene pendiente, precisamente, ser alguien amb cara i ulls. La vivencia del Padre que experimenta el profeta de Israel —incluyendo la que sufrió Jesús de Nazaret— debe comprenderse, por tanto, como la de quien permanece a la espera de Dios. Esta esperanza, no obstante, va de la mano de la experiencia de la vida como don de Dios (y por consiguiente, con la un tener que preservarla frente al príncipe del mundo). Ahora bien, va de la mano porque la experiencia del don es el envés, precisamente, del retroceso de Dios hacia el futuro del hombre como el futuro mismo de Dios.
No parece que todo esto haga buenas migas con la hipótesis de trabajo de quienes buscan un denominador común entre las diferentes religiones. En cualquier caso, ese denominador común sería el Padre. Pero cristianamente de topar solo con el Padre no habríamos aún topado con Dios, sino con la nada —el aún nadie, la voluntad— que abraza cuanto es.
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