aún no hemos leído a Job

agosto 28, 2023 § Deja un comentario

No sé hasta qué punto podemos decir que hemos leído textos como el libro de Job o el Fedón —la novelas comen aparte— sin hacernos una composición de lugar. Quiero decir que para captar su profundidad no basta con leerlos: tenemos que imaginar que nos hallamos en medio de la escena, recrear el texto en nuestra imaginación. De limitarnos a una lectura convencional acaso entenderemos lo que dice, pero no lo comprenderemos —no abrazaremos lo que se nos dice. Así, en el caso del Fedón, deberíamos poder ver a Sócrates diciéndonos a nosotros , los que leemos el texto, lo que Platón pone en su boca horas antes de beber la cicuta, a saber, que al buscar la verdad a lo largo de su vida no ha hecho otra cosa que aprender a morir. Y que esto es lo mejor que pudo haber hecho. Extraño, ¿no? Pues basta con suponer cuál sería nuestra reacción si, como alumnos de secundaria, el profesor de Filosofía nos dijera, al preguntarle en qué consistirá la nueva asignatura, nos respondiera a la Sócrates. La respuesta, por sí sola, ¿acaso no nos empuja fuera del ámbito de lo habitual o impersonal —de lo que se dice o se hace?

Algo parecido podríamos decir con respecto al libro de Job. Quienes lo hayan leído recordarán que, en su respuesta, Dios lo enfrenta, en un primer momento, a la maravillas de la creación, para finalmente pasearlo por las profundidades abisales del horror. Y probablemente también recordarán la puntilla : todo esto es debido a mí. Ciertamente, podemos leer este fragmento como quien lee el Marca. Pero no deberíamos leerlo así… si lo que pretendemos es caer en la cuenta de lo que el autor quiso transmitirnos, a saber, la experiencia de quien se halla ante el exceso de Dios —ante su verdadera trascendencia. Ahora bien, esta experiencia no parece que coincida con la de quien cree que hay Dios porque lo siente en lo más íntimo… como el niño vive la presencia de un ángel de la guarda o la compañía de un amigo invisible. Como si el autor del libro de Job hubiese querido decirnos que no hay experiencia de Dios que no implique la crisis de la experiencia religiosa de Dios.

Pues bien, para hacernos al menos una idea del alcance de este fragmento deberíamos ponernos en la piel no de quien contempla un amanecer o ve un documental sobre Auschwitz, sino en la del astronauta que, habiendo perdido contacto con la nave, topa con los pilares de la creaciónhttps://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/espectaculares-pilares-creacion-capturados-por-telescopio-espacial-james-webb_18943—, antes de terminar, en el poco tiempo que le queda de vida, vagando por el vacío de un universo sin medida; o en la del prisionero que acaba de introducir a sus hijos en los hornos crematorios. Y luego decirse a uno mismo que esto es debido a Dios. Aquí es inevitable que el asombro y el terror vayan a la par. De hecho, Dios no suelta la mano de Job cuando pasa del cielo al infierno. ¿Es que cabe otra posición que la de quien cae de rodillas, no ya ante un Dios cruel, al que le da igual la belleza de un amanecer que el espanto de los hombres, sino ante el Dios cuyo retroceso, a un paso de caer en la nada, deja como dados tanto la bendición como la maldición?

Diría que la moraleja es inmediata: hay bien porque hay Dios; pero al igual que hay mal porque hay Dios. Ahora bien, para comprender esto último hay que tener presente a qué nos referimos cuando hablamos del haber de Dios. Pues el haber de Dios no es el de un ente supremo —a pesar de que el relato, como tal, tenga que sugerirlo—, sino el de un puro haber que, en su negación de sí, hizo posible la totalidad, esto es, tanto la luz como la tiniebla (Is 45, 7).

Otro asunto es lo que Dios quiere. Y a pesar de que el libro de Job dé por descontado que la voluntad de Dios es que el hombre viva bajo su bendición, lo cierto es que no es fácil comprender el estrecho vínculo que media entre el haber de Dios, el cual anda rozando la nada, y su voluntad. Para esta labor están los rabinos —o los teólogos.

PS: Y lo que de un modo u otro dirán, al menos los más consecuentes con las demandas de la reflexión, es que no hay nada más allá de cuanto es; y que, precisamente porque no hay nada —y aquí hay que tener presente que estamos ante una doble negación—, la nada se revela como el rechazo de sí hacia lo otro de sí, esto es, como voluntad de ser cuerpo. No hay nada sin esta voluntad de no ser nada. Sin embargo, la nada se conserva en el cuerpo que la supera —y se conserva como su horizonte, la aniquilación. Y porque se conserva hay tiempo. De ahí que la maldición sea el envés de la bendición. Quizá no sea casual que, en el libro de Job, el que siempre niega estuviera junto a Dios petant la xerrada, como quien dice. No obstante, y siendo un poco más sofisticados, podríamos añadir, siguiendo la misma lógica, que Dios no puede dejar completamente atrás su propia nada —esto es, llevar a cabo su voluntad de ser alguien— sin el fiat de la carne y el hueso. Y si esto es así, entonces no debería sorprendernos que, por la misma razón, dicho fiat suponga algo así como un final de los tiempos. Pero este es otro tema.

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