esto de la experiencia de Dios
septiembre 13, 2023 § 4 comentarios
Mientras sigamos confiando en las posibilidades del mundo —mientras sigamos creyendo que somos alguien, que tenemos derecho a la admiración— no hay experiencia de Dios que valga. En cualquier caso, suposiciones acerca del significado de tot plegat o la sensación de hallarnos bajo un sí de fondo (y poco más). Difícilmente, puede haber hoy en día quienes experimenten a flor de piel el sentimiento de depender por entero de un poder que nos sobrepasa sin capacidad de negociación. Dios en verdad es intratable. Y no porque sea terrible como pudo serlo un Moloch, sino porque para experimentar la realidad de Dios —tal es la convicción de la tradición bíblica— hay que haber tocado fondo, como suele decirse, encontrarse en la situación del expulsado: no cuentas para nada ni para nadie (y ciertamente, cuando has sido reducido a un despojo de ti mismo no estás para tratos). Esta fue, como sabemos, la situación de Job, una situación desde la cual la bendición y la maldición se revelaron como los dones que se desprenden de la extrema trascendencia de Dios —de su retroceso hasta un pasado anterior a los tiempos (y por eso mismo, hacia un porvenir absoluto). Es en este sentido —y solo en este— que podemos decir que Dios es terrible. El vértigo va de la mano de la lucidez de quien se enfrenta a la verdad de Dios.
Tan solo aquel que topa con la realidad de un Dios que, en sí mismo, anda rozando la nada de un puro haber —la que se manifiesta como el silencio que abraza por igual los hornos crematorios que la sonrisa de un niño — puede decir que ha comenzado a experimentar a Dios. Tan solo la imposible posibilidad de la nada nos puede en verdad. Y digo imposible porque Dios en sí no es una posibilidad del mundo. No puede serlo, en tanto que su irrupción supondría, precisamente, la aniquilación del mundo. Luego algunos modernos dirán que esto del temor y el temblor tiene que ver con una visión demasiado negativa de Dios. Quizá. Pero ¿es posible que hayan sustituido a Dios, una vez más, por una imagen a medida de Dios? La convicción de que vivimos bajo la gracia de Dios es inseparable del temor y el temblor. Ya Bonhoeffer nos advirtió sobre el riesgo de abaratar la gracia, el cual coincide con el de tomar el nombre de Dios en vano. En cualquier caso —o por eso mismo—, la bondad lo es todo. O mejor, más que todo. Pues en tanto que, al ofrecerse como acto imposible en medio del horror, revela el todo como aún-no-todo. Y es que en el todo impera el No.
Ahora bien, ¿por qué decimos que ha comenzado a experimentar a Dios y no simplemente que lo ha experimentado? Es sabido que el budismo se detiene en la nada. No hay más allá. En cambio para Israel —y por extensión para el cristianismo— la nada no es nada sin albergar en su seno la voluntad de tener un cuerpo. Y es que nada es si no es en relación con aquello que lo niega. Porque hay mundo, la nada persiste como aquello que tuvo que dar un paso atrás para que hubiese mundo —y tiene que darlo continuamente para que siga habiendo mundo. Hay un puro haber —un haber sin mundo. Pero, en cuanto tal, se muestra al pensamiento —y a quien sufre la extinción del mundo— como el fondo inescrutable, en tanto que inevitablemente obviado, del haber del mundo.
El problema del nihilismo —y acaso del budismo— es no haber reflexionado lo suficiente sobre el poder de la nada. Pues la nada es en su retroceso en favor de cuanto existe. Adán tuvo que negar a Dios en nombre de Dios para que Dios pudiera llegar a ser alguien amb cara i ulls en el centro de lo histórico. Hay un más allá de la nada. La creación es el más allá de Dios, su donación. Pues Dios, como aún nadie, es su donación de sí en lo otro de sí —su kénosis. De ahí que la experiencia de Dios sea incompleta donde tan solo topamos con su silencio. En lo relativo a la fe, todo comienza con ese silencio. Pero no termina ahí. Pues lo cierto es que la experiencia de Dios por parte de Israel va con el experimentar la Ley —el deber de la fraternidad— como sagrada, es decir, como intocable. Al menos, porque la voz que clama por el pan de cada día es aquella que se desprende de un Dios que, en sí mismo, no es aún nadie —la voz que ocupa el lugar del dios que imaginamos una vez somos sepultados por el silencio de Dios. De ahí que, tanto judía como cristianamente, la experiencia de Dios culmine con el reconocimiento del mesías —el primero en dar un paso incondicional hacia los abandonados de Dios en nombre del Dios que guarda (el) silencio— como Palabra de Dios, la única que supera su silencio. En consecuencia, cristianamente no parece que podamos decir que creemos en Dios mientras no nos adhiramos a la fe del mesías de Dios, en definitiva, a su absurda esperanza.
Ahora bien, si la fe pende de un hilo es porque el reconocimiento del verdadero mesías, de darse, solo es posible tras su muerte. El mesías tuvo que morir —y morir bajo el peso de la impiedad— para que, a través de su fe, Dios pudiera darse en el presente como cuerpo de Dios. Al rechazar, modernamente, esta necesidad, dando por sentado que presupone un Dios-sediento-de-sangre como si fuese una versión de Moloch aunque con un punto de misericordia, lo que damos a entender es, más bien, que seguimos lejos de haber comprendido la revelación que tuvo lugar en el Gólgota. Y seguimos lejos porque aún permanecemos anclados en la concepción religiosa de Dios, aquella según la cual Dios posee la entidad de cuanto existe al margen de su encarnación.
Con todo, nadie dijo que la fe fuese algo que pudiéramos tener como quien posee una ilusión —o mejor dicho, es poseído por ella. De hecho, la ilusión, en el doble sentido de la palabra, acaso sea lo único que, espiritualmente, podemos tener desde nuestro lado. Y la esperanza creyente, en tanto que apunta a lo imposible en nombre de Dios, nunca fue una ilusión.
¿es el cristianismo en realidad una transfiguración del judaísmo o algo completamente nuevo?
Diría, más bien, que es una radicalización del judaísmo —y una radicalización consecuente—… que ningún judío, tras la destrucción del segundo Templo, puede admitir como tal.
sobre tu acertado comentario he buscado, y en tu línea está Paula Fredriksen y comenta: que el cristianismo se benefició del fracaso político y económico de los judíos, y de la tragedia de la destrucción del Templo, que empujó a algunos judíos a buscar una respuesta; una respuesta en la promesa de salvación cristiana, una respuesta que proponía una transformación del individuo y de las comunidades a través de la fe.
Gracias @ajodemaria. Por la sugerencia. Efectivamente, no habría habido cristianismo sin la destrucción del segundo Templo. Otro libro muy interesante al respecto es el de Daniel Boyarin: Espacios fronterizos.