el pueblo de la Alianza
febrero 17, 2024 § Deja un comentario
La Alianza no fue un pacto político. De hecho, los pactos políticos con la divinidad se daban por descontado… una vez se ocupaba un territorio. Cada territorio —cada pueblo— tenía su dios, el amo del lugar. Se sobreentendía que la protección implicaba una serie de contraprestaciones. Un pacto político supone un toma y daca. Ahora bien, no da la impresión de que el pacto que Dios establece con Abraham sea de este tipo. El “estaré siempre con vosotros” es más bien un pacto de amor —y aquí deberíamos prescindir de las connotaciones románticas—… lo cual no deja de resultar sorprendente tratándose de la divinidad. Suena a jamás te abandonaré.
Sin embargo ¿quién es el que estará siempre ahí? ¿Qué tipo de Dios? ¿Acaso Dios no se le reveló a Abraham como el Dios de la promesa de Dios, en el doble sentido del genitivo; en definitiva, como un Dios por venir —y por eso mismo, como el porvenir de Dios? Ciertamente, ¿De qué se trata entonces?
Si unimos los cabos, fácilmente llegaremos a la conclusión de que la Alianza significa que Israel permanecerá, como pueblo de Dios, a la espera de Dios. Como si el porvenir de Dios fuese una especie de mosca cojonera para los hijos de Abraham. En esto consiste la fidelidad de Dios. Y por esto Dios es Dios. Dios en verdad nunca fue el dios de un lugar. Para Israel, el exilio será una constante histórica. Dios no es de este mundo. Ni tampoco de uno paranormal. En cualquier caso, el Dios del final de los tiempos —de una nueva humanidad.
No hablamos, por tanto, del compromiso de un deus ex machina. El envés de la fidelidad de Dios es, precisamente, la fidelidad del creyente, su fe. No obstante, y porque se trata de un envés, lo que se desprende de ello es que no habrá otro presente para Dios que el del hombre de Dios. SI tú crees en mí, Yo soy —si no crees, no soy, reza una sentencia talmúdica. Pues eso.
No es casual que el cristianismo no quisiera prescindir, a pesar de Marción, de su vínculo con Israel. De haber triunfado Marción, difícilmente seguiríamos confesando, si es que aún somos capaces, que el crucificado no fue un enviado de Dios, entre otros, sino el cuerpo de Dios. Y esto ante el crucificado.
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