Hume y Platón —y de paso, unas dosis de Descartes (2)

marzo 9, 2024 § Deja un comentario

No hace falta decir que los términos en los que se plantea la cuestión a resolver avanzan la respuesta. Y más si se trata de argumentar. Pues, como sabe cualquier estudiante de lógica, la deducción racional no hace más que explicitar lo que ya quedaba afirmado implícitamente con las premisas (y de estas lluvias, los lodos de la necesidad lógica). De ahí que el resultado del ejercicio metódico de la duda, al partir de la pregunta por la certeza de la representación mental —y, por tanto, al asumir la representación mental como aquello que no se pone en cuestión en tanto que se tiene en mente—, no pueda ser otro que el cogito, mientras que el de la reflexión conducida por la perplejidad frente al hecho de que hay mundo no podrá evitar enfrentarse a la realidad de una nada que es no siendo. Y quizá sea por el carácter sacacorchos de la deducción racional que la filosofía, más allá de la confesión socrática, nunca termine de quitarse de encima la acusación de no ser mucho más que un espléndido ejercicio de retórica.

Sin embargo, me atrevería a decir que la retórica retrocede a un segundo plano una vez irrumpe la realidad de la nada. O por decirlo en clave existencial, donde nos sepulta una oscuridad y silencio impenetrables —en definitiva, donde el sesgo anónimo de un puro haber convierte el mundo en ficción. La Modernidad solo en apariencia coloca al hombre en el centro. De hecho, lo desplaza a la periferia del mundo. Pues en el momento que el sujeto del conocimiento contempla el mundo desde la grada del espectador —o si se prefiere sub specie aeternitatis— la existencia, el estar en medio del mundo como arrancados, deja de ser relevante a la hora de responder a la pregunta por lo que hay en verdad —por lo que en verdad tienen lugar o acontece y no simplemente sucede. Para un juez imparcial —el sujeto del saber— tan solo valen los hechos —o mejor dicho, los hechos probados. Por consiguiente, no cabe diferenciar entre lo que acontece y lo que pasa. Para el sujeto moderno del saber, no hay más que relaciones entre hechos que se suceden, unos tras otros.

Sin embargo, en el caso de Platón —y en general, del pensamiento de la Antigüedad— la diferencia entre el acontecimiento y lo que simplemente sucede es lo que debe ser pensado… si se trata de responder a la pregunta por lo que hay en verdad —por lo real en cuanto tal. Esta distinción, obviamente, permanece oculta donde nos interrogamos por el criterio que pueda asegurar, si es que lo hubiera, la correspondencia entre los contenidos de la representación mental y los hechos. Sin embargo, una vez partimos de que hay cosas —que hay exterioridad—, tarde o temprano, llegaremos a comprender que hay cosas porque el haber como tal retrocede en su hacerse presente como el haber del mundo —y por eso mismo el puro haber trasciende, aunque en clave temporal, cuanto es. Sin embargo, lo trasciende no como otro mundo —resulta elemental—, sino como el silencio y la oscuridad que amenazan eternamente el mundo. En el principio siempre estuvo el final. O también, hay donación porque el horizonte del don es la extinción. Nunca nada del todo. Y por eso, siempre el no-todo. Hay mundo y no nada… porque el mundo es el envés de la no-nada. La nada es no siendo. De ahí que lo que acontece en medio de lo que pasa sea la negación de sí de lo absolutamente otro o ahí. Llámale Yavhé.

De ahí que la Modernidad que inaugura Descartes no sea tanto la época de la muerte de Dios, como la época en donde la paradójica realidad de Dios permanece como lo impensado —y en definitiva, como lo que no puede ser pensado. Ahora bien, esto equivale a decir que la Modernidad, dejando a un lado a sus poetas, es incapaz de pensar la existencia —el vivir como alejados— hasta el final. Y no porque Dios, precisamente, exista como puedan existir los extraterrestres, sino porque un Dios que existe, como dijera Bonhoeffer, no existe.

(Con todo, Descartes, acaso fuese más profundo que muchos de quienes le sucedieron, incluyendo aquí a los empiristas. Pues como el mismo demostró, aun cuando el cogito sea primero en el orden del saber, no puede evitar admitir, a causa de su finitud, que es segundo en el orden del haber. Al menos, porque si hay limite —y el cogito encuentra su límite, precisamente, en la actividad del pensar— hay un afuera. Y un afuera ilimitado… al que concibió, por este motivo, como Dios.)

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