una de Kant (2)
marzo 16, 2024 § Deja un comentario
Como decía al principio del post anterior, no entenderemos la pregunta por la razón práctica si la leemos como si Kant se interrogara sobre qué deberes morales se desprenden de la física matemática, por así decirlo —y en último término, del principio de identidad. Pues resulta evidente que de la física matemática no podemos derivar ningún precepto moral. La razón posee, así, dos dimensiones, la teórica y la práctica. Conforme a la primera se da la intelección del mundo, en definitiva, la actividad científica. La segunda, en cambio, constituye nuestro sentido del deber moral. Estas dos dimensiones permanecen separadas, una separación que, dicho sea de paso, corre paralelamente a la escisión del sujeto. Así, y empleando el rotulador grueso, tendríamos por un lado al sujeto que entiende cómo funciona el mundo y, por otro, al que se encuentra sujeto al mandato moral. En consecuencia, aquello a lo que apunta la palabra razón cuando Kant distingue entre razón teórica y razón práctica, no puede ser exactamente lo mismo.
No obstante, si Kant emplea la misma palabra es porque Kant quiere destacar lo común en ambos casos, a saber, el carácter coercitivo de la razón. La razón manda —y manda incondicionalmente, es decir, categóricamente— tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Como seres sujetos a la razón, no tenemos más remedio que asentir a los resultados de su ejercicio. Pues somos aquellos que se encuentran sujetos al imperativo racional —y de ahí que seamos, precisamente, sujetos. La razón no exige lo que nos exige desde fuera —en palabras de Kant, heterónomamente. Ahora bien, este encontrarnos sujetos a nosotros mismos implica comprendernos desde la escisión entre lo empírico y lo trascendental, por emplear la terminología de Kant. De hecho, se trata de una escisión que recuerda —y digo recuerda porque las coordenadas en las que se inscribe no sean las mismas— a la división platónica entre cuerpo y alma.
En cualquier caso, la separación entre ambas razones implica que de cómo sea el mundo —y la razón, en su determinación físico-matemática, da cuenta de la estructura del mundo— no se desprende que debamos, por ejemplo, respetar la vida de nuestro semejante. No es posible pasar del ser al deber moral. Del que nos resulte satisfactorio ceder a tal o cual inclinación no se deduce que tengamos que seguirla. Que no me guste que me escupan no implica, lógicamente hablando, que no deba escupir a nadie. Algo parecido decía Hume al sostener que en la naturaleza de las cosas no hay ni bien ni mal —o también Nietzsche un siglo más tarde, a saber, que no hay hechos morales, sino en cualquier caso una lectura moral de los hechos. Y digo algo parecido, que no igual, porque Kant, a pesar de separar el ámbito del conocimiento teórico del de la obligación práctica, no entenderá el bien moral como una interpretación moral de los hechos. Ni de lejos. Pues el imperativo moral, como veremos, se muestra como el faktum —el hecho— de la razón práctica. En este sentido, el hecho es no poder evitar, como veremos, hallarnos bajo el imperativo de hacer lo debido por hacer lo debido. Y ello porque, como decía, somos los que nos encontramos, precisamente, sujetos al imperativo de la razón.
Pues bien, desde su lado práctico, la razón es sinónimo de voluntad. Y quien dice voluntad dice querer. La voluntad es, en el fondo, un mandarse a uno mismo —estricta autonomía. Sin embargo, aquí no vale cualquier mandato —cualquier propósito o intención. No vale, por ejemplo, obligarnos a nosotros mismos a hacer un buen curso… con el fin de agradar a nuestros padres. Pues, se entiende que, en ese caso, no haríamos lo debido si nuestra intención no fuese la de agradar a nuestros padres. Tan solo vale aquel mandarse que se concreta como buena voluntad. Y no hay buena voluntad —nada queremos en verdad— donde cumplimos con nuestro deber por motivos ajenos al cumplimiento mismo del deber.
En tanto que sujetos racionales, somos quienes necesariamente —Kant dirá a priori— se obligan a sí mismos a querer. Nuestra libertad consiste, precisamente, en el obligarse a uno mismo a querer , un obligarse que es, sin embargo, anterior a su concreción como actos de voluntad. Al fin y al cabo, la verdadera libertad es un querer-querer.
Con todo, para comprender cuanto acabo de decir, habrá que ir con un poco más de calma.
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