nietzscheanas 62
mayo 13, 2023 § Deja un comentario
Estrictamente, no hay yo en el übermensch —en el que es capaz de bailar tanto sobre un campo de amapolas como sobre una pira de gaseados. Por defecto, un yo —la conciencia de sí— difiere de sí mismo, es decir, nunca termina de reconocerse en el cuerpo con el que, por otro lado, se identifica. Y el übermensch es su danza, al fin y al cabo, un estado de embriaguez. Quizá podríamos decir, siendo más honestos con Nietzsche, que el übermensch difiere de la nada que abraza y que, como tal, soporta el brillo de cuanto sucede —y difiere precisamente al ponerse a bailar. Porque no hay nada más allá, no hay nada que esperar que no sea el estribillo de la ilusión. Queda el reggaeton.
En cualquier caso, la inquietud socrática pertenece al culpable. Y no hay culpable que no tenga un Padre. De ello, se dio perfecta cuenta Nietzsche: somos quienes nos buscamos sin encontrarnos. Y aquí podríamos añadir que no nos encontramos porque nadie puede obedecer hasta el final al fantasma de su Padre. Hamlet sería la figura moderna de esta irreparable indecisión. Sin embargo, a Nietzsche probablemente se le pasó por alto que el Hijo solo llega a ocupar el lugar del Padre —y por eso mismo, a serle fiel— levantándolo de la muerte (y de ahí que acaso no comprendamos la resurrección mientras la sigamos viendo como el resultado de la intervención de un deus ex machina, y que, por eso mismo, tan solo afectó a un crucificado). Por no decir que a Nietzsche acaso también se le pasara por alto aquello que decían los griegos de los dioses: que envidiaban la mortalidad de los mortales. Y quien dice mortalidad, dice indigencia.
nietzscheanas 61
abril 22, 2023 § 2 comentarios
Estar por encima del Bien y el Mal significa estar por encima del juicio del Padre: nadie te dice quién eres… y no te importa. Pues no estás sujeto a la necesidad de saberlo —de responder a la pregunta sobre tu cotización. Eres un inocente —una bestia. No tienes vergüenza. Por tanto, tampoco envidia, rencor u odio hacia el superior.
Para el resto, el espectro de Dios. O en su defecto, el espejo. Pues el espejo es, para quien se imagina no depender de nadie, lo que sustituye a la figura paterna. Dime quién es la más bella. Sin embargo, el espejo nunca miente: la más bella siempre será otra. Este fallo es, precisamente, lo que, como mujeres y hombres, no podemos aceptar: queremos decidir por nosotros mismos lo que valemos. Ahora bien, esto no es posible donde la conciencia de sí arraiga en la vergüenza de sí. Una vez Adán le dio la espalda a Dios —una vez se convirtió en un sujeto— quedó sometido al juicio del Padre, sujeto a su dictamen. Ciertamente, el creyó que lo había dejado atrás. Pero solo tenía que haberse preguntado qué ídolo puso en su lugar —sobre qué reposaba su esperanza— para caer en la cuenta de su ilusión.
Según Nietzsche, el único modo de liberarse del Padre —de admitir su muerte hasta el final— es bailando: que nada te importe porque nada importa. Dioniso en vez del Crucificado. O mejor dicho: Dioniso porque Dios acabó colgando de una cruz. Pero ningún hombre o mujer puede decidir por sí mismo ponerse a bailar. La superación no es un nuevo horizonte moral. O naces del lado de Dioniso o sigues dependiendo del dictamen de un fantasma.
Sin embargo, cabe otra liberación: la que llevó a cabo Israel —aquella que consiste en posponer el juicio de Dios sine die. Y esto equivale a decir permaneciendo fiel a una vocación (y quien dice vocación dice invocación). Tú no importas: importa alcanzar lo que, sin embargo, jamás alcanzarás. Importa la obra. El centro está fuera de ti. Aquí el Padre no es quien te dice lo que vales —a lo sumo, lo que valdrás—, sino quien te arroja fuera de ti mismo en la dirección de la obra. Del juicio ya hablaremos, dice Yavhé. En nombre de un Dios que anda rozando la nada —un Dios sin presente, que no aparece como dios— esto es lo que hay que hacer: dar de beber al sediento o penetrar en el secreto de las Escrituras. En ambos casos, una tarea imposible (y es por ello que toda obra permanecerá inconclusa). Hay, ciertamente, variantes seculares: escribir el verso que nos obligue a callar —que no admita ninguna glosa—; o lograr la interpretación definitiva de las suites de Bach. Pero, sea como sea, lo cierto es que nadie sabe lo que quiere mientras no sepa cuál es la misión que le ha encomendado su Padre. De ahí que lo decisivo sea saber quién es nuestro verdadero Padre. Pues, de equivocarnos, probablemente vivamos en vano. Como reos de lo impersonal.
nietzscheanas 60
abril 16, 2023 § 1 comentario
¿Qué significa nihilismo? Sencillamente, que de la vida no cabe esperer nada nuevo —nada extraordinario, ninguna aparición. En cualquier caso, su farsa: la novedad, la noticia, el oropel. Ahora bien, donde no cabe nada extraordinario —nada que no pueda terminar encajado en el suceder de los días— la existencia deja de hallarse sub iudice. Ya no es posible distinguir, salvo espuriamente, entre lo condenado y lo salvado —entre lo que vale y lo que no. Pero esto equivale a decir que la vida se queda sin lenguaje. En su lugar, la retórica. Tras la muerte de Dios, ya no habrá más voces, sino trazos que remiten a otros trazos. En vez de Agustín, Derrida.
No es casual que Nietzsche escribiera aquello de que no nos libraremos de Dios hasta que no nos libremos de la gramática (y acaso esta sea una de sus sentencias más profundas). Y quien dice Dios, dice el Bien. Juicio y lenguaje van a la par. Decir es juzgar. Al menos, porque necesitamos decirnos que el abrazo de una madre, pongamos por caso, traduce el amor hacia el hijo, lo que, en principio, debería ser. Y necesitamos decírnoslo —tenemos que opinar— porque no podemos soportar la indecisión del mundo. La opinión proporciona una falsa claridad en tanto que no le da ninguna oportunidad a lo que también podría ser dicho. Ciertamente, al opinar sopesamos… dando por sentado que acertamos con la medida. Pero la balanza nunca permanece en equilibrio: lo que en un momento se nos muestra como amor, en otro se nos mostrará como su contrario. En el mundo, todo es indecisión, ambivalencia, oscilación. En el abrazo de una madre también hay amor hacia el vínculo con el hijo, unas dosis de egoísmo que no debieran estar ahí. En cuanto que nos traemos entre manos, no hay plata sin ganga.
Así, nos vemos obligados a juzgar, a picar como mineros. No obstante, la plata que obtendremos es solo brillo —únicamente doxa. Y no es lo mismo el brillo que la luz. En este mundo, el no es siempre el envés del sí, el polvo que es barrido bajo la alfombra cuando nos decimos que en el abrazo de una madre hay tan solo amor. Pero al igual que cuando creemos estar convencidos que dicho abrazo no es más que amor hacia el vínculo con el hijo (y aquí el polvo sería el más que). Todo decir es un hágase —un así sea, un amén. Sin embargo, nada de lo que decimos que es acaba de ser —nada termina de hacerse. Ciertamente, el lenguaje apunta por defecto a lo absoluto o sin tara. De hecho, este es su prejuicio fundamental. Pero, porque tan solo apunta, el lenguaje se convierte en un fraude cuando nos tomamos demasiado en serio el presente, la cópula, el es del esto es así—cuando nos apropiamos del hágase por el que hubo creación (y aquí conviene tener presente que la nada es el fondo, siempre latente, de lo creado). En definitiva, el lenguaje deviene una estafa cuando juzgamos antes de tiempo.
Puede que no sea secundario que en la Biblia la palabra arraigue en la promesa de Dios. La sospecha sobre el presente fue antes bíblica que nietzscheana. Para Israel, no hay propiamente lo que es. La realidad no subyace a las apariencias. En vez de lo profundo, un porvenir —en vez del es, un será. Una confianza insensata ocupa el lugar del saber: Dios dirá. Mientras tanto, el aún no es. El juicio —la palabra— solo pertenece a Dios. Sin embargo, Dios en-sí es el Dios que guarda (el) silencio. Aun cuando se trate de un silencio elocuente, el que se expresa, precisamente, en el puro haber o ab-soluto. El silencio de Dios abraza el mundo. Babel —la confusión de lenguas, la cháchara— fue el resultado de una apropiación indebida.
De ahí que Nietzsche quizá errara en las fechas. La des-aparición de Dios —en bíblico, su retroceso o paso atrás hacia un futuro imposible— sucedió, no en nuestros tiempos, sino una vez Adán quiso darle la espalda, en definitiva, dejar de ser un animal para ocupar el lugar de Dios. A partir de ese instante, el ídolo, la imagen, la representación sustituirán al otro en cuanto tal —el haber del mundo al puro haber. No hay mundo para el animal. A lo sumo, un estar en el haber. Las bestias no existen: son. La culpa —la enajenación— es el dorso de la existencia. La des-aparición de Dios —su muerte— van con el existir. Pues existir es vivir como arrancados. De algún modo, con el advenimiento de nuestros tiempos lo que perdimos de vista fue el asunto Dios. Sencillamente, ya no interesa. Sin embargo, este pasar del asunto no salió gratis. ¿El precio? Que la cópula deviniese una ficción (y el hablante que carece de ironía, un prestigitador que ignora su truco).
Nihilismo significa, por tanto, que gana lo ordinario, la eterna repetición del gris, de los medios tonos, de la ambivalencia. Si no lo vemos es porque la ilusión —el espejismo, el señuelo— nos impide verlo. Pero, como sabemos, la desilusión es el destino de la ilusión. El único modo de superar el nihilismo —de no quedar sepultado por la nada— es, según Nietzsche, bailando, sea sobre un campo de amapolas o sobre las fosas comunes de la historia. Nihilismo significa, por tanto, que no habrá reparación para las víctimas del pasado. La bendición no triunfará sobre la maldición. El ángel de la historia no vuelve su vista atrás con espanto. A lo sumo, se encoge de hombros.
A Nietzsche no puede negársele la lucidez. Por eso, difícilmente terminaremos de percibir el alcance de la fe bíblica de no tener en cuenta que bebe de esa misma perspicacia. Pues no hubo profeta que no fuese consciente de que una existencia alejada de Dios se asienta sobre la falsedad —ningún profeta que no temiese a Dios y, en consecuencia, la posibilidad de la aniquilación. Es verdad que en el profetismo hay mucha acusación. Así, hay desgracia porque no hacemos lo debido —porque no vivimos como hermanos. Pero, en el fondo, un profeta no podía ignorar que somos incapaces por nuestra cuenta y riesgo de cumplir con la voluntad de Dios. En realidad, lo extraordinario —la aparición que suprime la ambivalencia— bíblicamente siempre se ofrece como un increíble porvenir. Y ello en nombre de una vida dada, precisamente, como excepción —como gracia. Tertium non datur: o bien, nos ponemos a bailar; o bien, esperamos lo que en modo alguno puede reducirse a un ideal en el que quepa creer desde nuestro lado. El resto es trampantojo.
Nietzsche y Moisés
marzo 29, 2023 § 1 comentario
Desde la óptica de la eternidad, nada importa (o cuando menos, nada parece importar). Somos polvo y, por eso, nuestro narcisismo es una estúpida ilusión. Al fin y al cabo, desde dicha óptica, todos morimos a la vez. De ahí que quienes entraron en las cámaras de gas murieran al mismo tiempo que sus verdugos. Aun cuando no se lo pareciese, ni se lo pudiera parecer. Sin embargo, porque en el horizonte no hay nada —porque la nada prevalece—, la vida es una excepción o, si se prefiere, un milagro.
Nietzsche de algún modo lo vio. Y su solución fue, como sabemos, la del bailarín. Según su visión —pues Nietzsche no dejó de considerarse a sí mismo como un visionario— , superar el nihilismo pasaría por ser capaz de bailar incluso sobre la pira de cadáveres que deján atrás los genocidios de la historia. Celebrar la vida, en este sentido, consistiría en prescindir del juicio. No hay padre. Y por tanto, ni bien ni mal. Tan solo reacciones —lecturas morales de hechos en sí mismos indiferentes o neutros. Las hormigas rojas no son malas porque devoren a las negras. De hecho, la vida es esto: vida que se fagocita a sí misma. Que nos creamos mejores que las hormigas rojas será porque la creencia se limita a ocultar el rastro del depredador.
Israel, en cambio, lo entendió de otro modo. Pues si la vida es un milagro, entonces no es lo mismo dejarse llevar por la voluntad de poder que convertirse en rehén de los que, estando vivos, no cuentan para nadie (por no hablar de convertirse en rehén de los que murieron injustamente antes de tiempo). De ahí que, para Israel, don y juicio —bendición y Ley— vayan de la mano. Que hoy en día creamos que es posible agradecer la vida sin hallarnos sub iudice es un síntoma de lo lejos que estamos de comprender, en definitiva, un síntoma de nuestro infantilismo.
La pregunta por tanto es quién tiene razón, si Nietzsche o Moisés. Y aquí la respuesta dependerá de a qué razón apelemos. O mejor dicho, desde qué situación se ejerza la disciplina del pensar. Nietzsche se sitúa en la grada —y de ahí que su filosofía sea, en definitiva, un positivismo retóricamente eficaz. Esto es, nada del otro mundo. Desde las alturas, los hombres son, ciertamente, indistinguibles de las hormigas, sean rojas o negras. Es lo que tiene haber ocupado el lugar de un dios. Moisés, sin embargo, permanece en la escena de la larga travesía por el desierto. No es exactamente lo mismo que posicionarse en las gradas. Y no lo es porque lo que hay —el acontecimiento de cuanto es sobre el fondo de un silencio impenetrable— solo se revela en el escenario. Nietzsche, por así decirlo, huye de la nada —de hecho, la sobrevuela. Moisés, en cambio, se enfrenta a ella. Y quizá no sea casual que Israel tuviera la profunda convicción de que la experiencia de Dios implica un enfrentarse a Dios, a su nada —o, mejor dicho, a su aún-nadie. Aunque, como en el caso de Jacob, la contienda termine en tablas (y deba terminar así… para que Dios tenga, al menos, una oportunidad de llegar a ser el que es).
Kant, por un lado (y Dios, por otro)
marzo 18, 2023 § 1 comentario
Como sabemos, según Kant, Dios es el postulado de la razón práctica, esto es, de la voluntad que, en definitiva, nos caracteriza. En este sentido, Dios se encargaría de asegurar, finalmente, la conjunción de integridad moral y felicidad. Y es que no parece que, de hecho, vayan de la mano. De hecho, una fidelidad a ultranza tarde o temprano deviene oficio. Y todo oficio es gris. Tampoco es que los infieles —y esto significa en último término infieles a sí mismos— sean estrictamente felices. Pero pueden, cuando menos, suponerlo. Al menos, hasta cierto punto (y por lo común, con eso basta).
¿Qué nos dice, por tanto, Kant? Pues que nadie quiere nada en verdad si al mismo tiempo no cree que es posible llegar a la meta (y aquí conviene tener presente que no es lo mismo querer que desear). O por decirlo con otras palabras, que el ejercicio de la voluntad encontrará al final su satisfacción (y este final es inevitablemente transmundano; pues, como decíamos, de hecho, integridad y dicha no van a la par). En tanto que sujetos a la razón —en tanto que somos quienes se hallan sujetos al mandato de la voluntad—, el asunto de la felicidad no puede quedar únicamente en manos del sujeto empírico. Hablamos, por tanto, de una creencia necesaria y, por eso mismo, racional. Ahora bien, no es necesaria porque psicológicamente tengamos que decirnos que la fiesta terminará bien donde seguimos dependiendo de nuestros temores o ilusiones, sino porque va con el imperativo de la voluntad, al fin y al cabo, con el desempeño de la libertad. Así, que Kant apele a Dios no tiene tanto que ver con su piedad —que también—, sino con la convicción de que no está en nuestras manos el cumplimiento de nuestra esperanza. Al menos, porque, con respecto a esto del querer, cuanto más cerca, más lejos. Y esta convicción vale incluso para quienes no pueden admitir que haya un Dios que coincida con nuestras imágenes de Dios.
meditaciones cartesianas 21
diciembre 21, 2022 § Deja un comentario
Platón no se planteó la cuestión de la certeza —cómo cabe asegurar la verdad de nuestras representaciones de lo real— porque no pudo plantearla. Y no pudo porque daba por descontado que, de entrada, estamos en contacto con la manifestación de lo real —y no con contenidos mentales. Para el pensamiento de la Antigüedad la cuestión era qué realidad hay tras las apariencias, esto es, en qué consiste lo real al margen su hacerse presente a una sensibilidad (y por eso mismo, relativamente). Y ello porque en las apariencias, como decíamos, siempre aparece, precisamente, lo real. Así, la diferencia de la que parte el pensamiento pre-moderno es la que distingue entre lo real y su aparecer en lo sensible. No se discute que haya lo real. Al contrario: que hay lo real —que hay un ahí— es el punto de partida. Las sombras, por emplear una imagen platónica, son siempre sombras de. Ciertamente, en principio tendemos a tomarlas como lo real (y no como sombras de lo real). De este modo decimos, aunque equivocadamente, que las cosas son tal y como nos parece que son. Sin embargo, las apariencias son relativas a una sensibilidad o punto de vista. Y de ahí que podamos preguntarnois por lo real en su carácter otro o absoluto, es decir, con independencia de la sensibilidad. La convicción del filósofo de la Antigüedad —y de algún modo, también la del científico— es que el ver y el tocar apunta a una realidad que, en su carácter absoluto o en sí, solo es accesible a la razón. El presupuesto del pensamiento de la Antigüedad es, por consiguiente, el hecho de encontrarnos expuestos a la desmesura de lo real. De ahí la pregunta por lo real más allá de lo que nos parece real.
La cuestión que plantea Descartes es muy distinta, a pesar del aire de familia. Y lo es porque su presupuesto ya no es el de Platón. Así, que nos interroguemos sobre la posibilidad del saber —o dicho de otro modo, por la posibilidad de una afirmación sobre lo real de la que no quepa en absoluto dudar— da por supuesto que, de entrada, no estamos en contacto con el ahí, sino con representaciones mentales del ahí. Por tanto, cabe la posibilidad, aun cuando insensata para el sentido común, de que nuestras representaciones solo estén en nuestra mente, esto es, que solo sean secreciones de una mente solitaria, por así decirlo. De entrada, lo que hay no es el haber, sino la idea de un haber. Es posible, por consiguiente, que no haya ningún ahí —ninguna exterioridad—, sino únicamente el contenido mental acerca de un ahí. Es cierto que Descartes llegará a la conclusión de que la certeza de sí, en tanto que limitada por el mientras de la actividad mental, exige que haya un ahí, un afuera. Pues no hay límite que no limite con lo que queda, precisamente, más allá del límite. Ahora bien, lo que implica que Descartes entienda la cuestión de la certeza como la cuestión principal —y esto es lo que caracteriza un pensamiento como moderno— es que la realidad del ahí ha dejado de ser un punto de partida y, por extensión, el principio y fundamento del saber. A partir de Descartes, el punto de partida —el principio y fundamento— será la certeza de sí que se frevela como el envés de la actividad mental. Pues pensar es pensarse y pensarse como soporte del flujo de las representaciones. De hecho, la certeza del afuera —la certeza sobre la realidad de Dios como la realidad de lo ilimitado— es segunda en el orden del saber, aunque el cogito reconozca que, en el orden de lo real, antes tiene que haber el haber —el haber de Dios, según Descartes, como realidad infinita o ilimitada— para que el cogito pueda estar seguro de sí mismo mientras piensa. En cualquier caso, el cogito deviene la sustancia que soporta el ahí. Pues nada es real que no haya sido previamente asegurado como tal por la conciencia de sí.
tercera pregunta
noviembre 27, 2022 § Deja un comentario
Como sabemos, Platón distingue entre dos mundos: el de las cosas —el mundo que habitamos— y el de las ideas. El primero es aparente, mientras que solo el segundo es real, en el sentido estricto de la palabra. ¿A qué obedece esta distinción? ¿Por qué dice que la realidad de las cosas es aparente? ¿Por qué, en definitiva, Platón sostiene que tan solo la idea es real? En última instancia, la pregunta es a qué nos referimos cuando hablamos de lo real. De entrada, la respuesta es obvia: lo real es lo que podemos ver y tocar, cuanto se hace presente a una sensibilidad bajo un aspecto u otro. Que haya cosas no es algo que se ponga en duda.
Ahora bien, que no se ponga en duda el haber de las cosas —el que haya cosas— significa que lo que no se discute es, precisamente, lo que las diferentes cosas tienen en común, es decir, su haber, al fin y al cabo, el hecho de que estén-ahí. O por decirlo de otro modo, que las cosas tengan en común el hecho de que son o están-ahí significa que lo que hay más allá de las las cosas es el haber en cuanto tal. Sin embargo, ¿en qué consiste el haber en cuanto tal, esto es, al margen de su concretarse como el haber de las cosas? ¿En qué sentido el haber en cuanto tal se sitúa más allá de lo sensible? Esta es la pregunta que nos obligará a distinguir entre los dos mundos. Y es aquí donde el camino se pone cuesta arriba —como se nos dice en el texto que comentamos. Y que se ponga cuesta arriba no significa únicamente que cueste llegar a una respuesta, sino también que, una vez obtenida, difícilmente podremos habitar en su territorio. Pues, a pesar de que hay el haber, por decirlo así, no vemos el haber en cuanto tal —el puro haber o el haber absoluto—, sino que siempre lo damos por descontado en el haber de las cosas. De ahí que Platón diga que el haber como tal —el ser de Parménides— trascienda el horizonte de lo sensible. El haber como tal —el puro haber— es uno, eterno, etc.
El problema es, como acabamos de apuntar, que el puro haber no es nada en concreto —ni puede serlo. Por esta razón solo puede ser pensado —y es en este sentido, aunque no solo en este, que Platón dice que lo real en su carácter absoluto es idea: hay lo absoluto; hay lo abstracto o invisible. Y lo hay porque la invisibilidad del puro haber sostiene, por decirlo así, el haber de las cosas —el haber de lo visible. Y quien dice invisibilidad, dice imposible. Pues el haber absoluto solo puede hacerse presente en relación con una sensibilidad y, por eso mismo, relativamente… lo cual equivale a decir perdiendo durante el trayecto su carácter absoluto. El haber en sí mismo no es nada en concreto (y por eso mismo, es nada, una impenetrable oscuridad o silencio: la luz del Sol nos cegaría… si pretendiéramos verla directamente). El puro haber desaparece, por tanto, en su aparecer en lo concreto. Y por eso mismo es obviado o dado por descontado. Dicho de otro modo, el aparecer de lo real va con su desaparecer como puro haber (y aquí Platón conecta con Heráclito). Así, pongamos por caso, la belleza es lo que se hace presente en un cuerpo bello, lo real de ese cuerpo en tanto que bello (pues lo real es, por defecto, lo que se hace presente). Pero la belleza que se hace presente en un cuerpo bello en modo alguno le es inherente: no hay cuerpo bello que lo sea por entero, esto es, desde cualquier punto de vista o para siempre. La belleza es en su ocultarse al encarnarse en los cuerpos bellos. En términos de Platón, podríamos decir que los cuerpos bellos participan de una belleza que, en sí misma, trasciende lo sensible a la manera de un ideal o paradigma. De ahí que si decimos que los cuerpos bellos nunca terminan de ser bellos por entero es porque, de algún modo, se encuentran sometidos a la exigencia de serlo por entero. Ser y deber ser son las dos caras de lo mismo. Y quien dice deber ser dice Bien.
Hasta aquí la respuesta. Lo que sigue ya es para nota.
Ahora bien, no es que en un primer momento haya un puro haber y, luego, el haber de las cosas, sino que lo primero es la escisión entre el puro haber y el haber de las cosas. Llegados a este punto quizá convenga recordar que ab-soluto significa, originariamente, lo que es separado o absuelto, en nuestro caso, dejado atrás. Y por eso mismo, de lo que estamos hablando es, en definitiva, del tiempo. Pues que las cosas sean en apariencia significa que se encuentran sometidas al tiempo, a su tener que desaparecer. Así, el carácter ilusorio de cuanto cabe ver y tocar es el otro lado del hecho de que constituyen la expresión —el hacerse presente— de lo absoluto o realmente otro (y es que lo otro es, por defecto, lo que se encuentra más allá de cualquier forma o representación). El aparecer de lo real va con su desaparecer como absoluto. Las cosas son aparentes, por tanto, en un doble sentido. En primer lugar, que sean aparentes significa que en ellas aparece —se revela o muestra— lo real. Pero, y en segundo lugar, también significa que lo real solo puede aparecer en las cosas hasta cierto punto o en cierta medida. Ambos sentidos van a la par. Ciertamente, la razón solo comprende como real lo que permanece. Pero lo que permanece es que el ser o puro haber solo aparezca desapareciendo como absoluto (y este como significa que por eso mismo deviene lo absoluto). Así, porque son la entera expresión de lo real —porque la desaparición pertenece a la realidad de lo absoluto, a su hacerse presente—, las cosas no terminan de permanecer en lo que son. Sin embargo, será Aristóteles —y no Platón— quien desarrollará hasta sus últimas consecuencias la íntima conexión entre ser y tiempo.
ultra Pluto: un ejercicio de lógica dialéctica a propósito del Platón terminal
noviembre 11, 2022 § 1 comentario
1. ¿Hay el puro haber —el haber absoluto o como tal? Por supuesto. Literalmente. Y es que el haber como tal se revela al pensamiento como lo siempre supuesto —y por eso mismo obviado— en el haber de las cosas. Así, lo obviado —cuanto damos por hecho— es, por un lado, que hay cosas y, por otro, que lo que tienen en común es, precisamente, que son —que están fuera de nuestra mente como algo-otro-ahí. Esto que tienen en común es, precisamente, lo que denominamos puro haber —el haber en cuanto tal o absoluto. En este sentido, podemos decir que las cosas son los diferentes modos, formas o concreciones del puro haber.
2. Sin embargo, ¿qué es el haber como tal, esto es, el haber al margen de su hacerse presente como haber de las cosas? ¿En qué consiste la realidad del haber como tal? La pregunta no tiene sentido… si la entendemos como una pregunta por las características o rasgos del haber. Y no tiene sentido porque el puro haber no es nada en concreto. Ni puede serlo. Pues el haber como tal únicamente es o se hace presente —se hace aquí y ahora— en lo concreto, y por eso mismo retrocediendo, como quien dice, como puro haber. Y quien dice retrocediendo dice abstrayéndose (y en este sentido decimos que la realidad de lo absoluto es la realidad de lo abstracto o, en términos platónicos, de la idea).
3. Ahora bien, porque el haber en cuanto tal retrocede en su hacerse presente en lo concreto podemos darlo, precisamente, por hecho, esto es, como ya hecho o pasado por alto. Esto es, se revela al pensamiento como un pasado por des-contado —como un pasado en el que no hay nada que contar o indicar, un pasado inmemorial y, por extensión, increíble. No es casual que el mito de los orígenes, en tanto que apunta a un pasado anterior a los tiempos, recurra a imágenes imposibles… lo cual nos da a entender que no podemos fácilmente incorporar lo que en verdad tuvo lugar para que fuera posible lo que pasa, esto es, para que fuera posible lo visible, tangible, manifiesto. En definitiva, para que fuera posible un mundo. Dicho de otro modo, lo que tiene lugar como el fundamento o sostén de cuanto existe —lo que siempre acontece en lo que pasa— es el puro haber, lo real como absoluto o enteramente otro. Ahora bien, acontece como lo que siempre es dejado atrás —como lo que tiene que perderse de vista en su hacerse presente como el haber de lo concreto. No hay presente indicativo para el puro haber. De hecho, si tan solo hubiese el puro haber —si todo fuese un puro haber— no habría nada. Esto es, habría la nada. Pero la nada es imposible… mientras siga habiendo mundo. Su imposibilidad —su retroceso o negación de sí— es la condición del mundo. Hay mundo porque la nada —la nada del puro haber— dio un paso atrás, como quien dice. La imposibilidad del puro haber —el retroceso o negación del haber como tal— sostiene el mundo. Y lo sostiene como la eterna amenaza del mundo. Pues la nada del puro haber es… aunque sea no siendo. Hay más realidad —más eternidad— en la ausencia que en la presencia. Al menos, porque es debido al retroceso del haber en cuanto tal que hay lo presente.
4. Porque el haber como tal solo se hace presente en el haber de lo concreto, nada de cuanto cabe ver y tocar permanece en el presente (y por eso mismo, no termina de ser). Vamos a traducirlo: todo lo sensible se encuentra sometido al paso del tiempo —esto es, al pasado del haber como tal— porque la nada en concreto del puro haber se revela como el soporte invisible de lo visible. Nada acaba de ser lo que parece… porque el puro haber —el haber que se hace presente en las cosas que hay o son— tiene que pasar atrás y, por eso mismo, no es nada en concreto (y de ahí que devenga el haber de la nada). Todo cuanto hay en el mundo de lo sensible participa de la idea de lo real, en definitiva, de lo absolutamente real —dice Platón. Y porque lo real en sí es no siendo nada en concreto —esto es, siendo idea—, todo queda infectado de nada. Este quedar infectado es el tener que desaparecer de lo que cabe ver y tocar. Hay algo en vez de nada porque la nada —la nada del puro haber— retrocede; porque la nada es retrocediendo. Pero en su retroceso deja su huella en las cosas que hay. Las cosas son porque, en cierton sentido, no son; porque su haber —al fin y al cabo, que terminen desapareciendo— es el envés de un haber que es en la negación de sí mismo como haber uno, eterno, inmóvil…, negación por la que, sin embargo, el puro haber deviene absoluto. O por decirlo en breve, las cosas no son —no terminan de ser— porque son.
5. Así, desde esta óptica, lo primero no es el arjé de los pensadores de Mileto, esto es, una última cosa, sino el acto por el cual el haber se da en lo concreto… retrocediendo hacia un pasado memorial como haber en sí o en cuanto tal. Pues la desaparición de lo real en sí —su devenir como absoluto— va con el aparecer de lo sensible, de lo que cabe ver y tocar. Hay mundo —hay exterioridad, hay cosas ahí. Pero solo porque lo absoluto devino, precisamente, absoluto en su paso atrás —porque devino lo impresentable, lo que como tal no cabe reducir a presencia sensible. En definitiva, porque devino lo en sí mismo inasimilable o invisible. No hablamos de algo que aún está por ver o que podríamos ver si fuéramos capaces, sino de la nada como la realidad invisible que hay tras lo visible. En esto consiste la trascendencia de lo real en tanto que absoluto.
6. En resumen: no hay haber como tal que no sea al mismo tiempo el haber de lo concreto. Sin embargo, el precio a pagar por la aparición —por el hacerse presente del haber— es, precisamente, la desaparición del haber como tal. Y aquí hay que tener en cuenta que lo que no aparece no es. Así, el mundo es aparente en un doble sentido. En primer lugar, porque lo real aparece —se muestra, se revela o hace presente— en cuanto cabe ver y tocar. Y en segundo, porque la aparición de lo real es ilusoria. Y lo es porque la condición del aparecer es la desaparición de lo absoluto, de lo que es en verdad —de lo que siempre está ahí. Ambas acepciones van de la mano. Hay mundo porque lo absoluto está en falta. Y por eso mismo, lo presente —cuanto cabe ver y tocar— es relativamente o hasta cierto punto.
7. De hecho, no es casual que la palabra absoluto remita, originamiente, a lo ab-suelto —a lo que es separado o liberado, suelto, enajenado. Como sabemos, el uso primario de la palabra absuelto es jurídico. Así, que seamos absueltos por un juez significa que no hay nada que pueda imputársenos o de lo que se nos pueda acusar (y aquí no está de más recordar que el acusativo es, de hecho, una atribución). Por tanto, teniendo esto en cuenta, lo absoluto no es algo que podamos describir, algo a lo que quepa atribuir un rasgo u otro. Esto es, no es ente o cosa. Lo absoluto en cuanto tal carece de la entidad de lo particular. En sí mismo, no tiene forma (y por eso no es nada en concreto). La cuestión es en qué sentido podemos decir que es —que lo absoluto es real. Hay lo absoluto. Pero su haber solo puede ser pensado, precisamente, como lo que fue dejado atrás en su hacerse presente en lo sensible. Esto es, como un en falta o trascender. Dicho de otro modo: hay lo absoluto, esto es, hay idea —hay fórmula. De hecho, es la fórmula que da pie a la forma de las cosas. En cualquier caso, lo que podemos afirmar es que decir haber equivale a decir lo uno, ilimitado, etc. (y acaso convenga subrayar que al decir lo uno, ilimitado… no estamos enumerando los atributos o rasgos de lo real, sino que estamos diciendo lo mismo con otras palabras). No hay —ni puede haber— una definición o delimitación del haber en cuanto tal. El conocimiento del haber como tal es, literalmente, intuitivo (pues intuición significa, originariamente, ver con los ojos del mente como quien constata que hay árboles o moscas con los ojos del cuerpo). En modo alguno puede ser deducido de un conocimiento anterior. No hay idea que esté por encima de la idea de ser —o de lo uno, etc. Pues, como decíamos, es no siendo nada en concreto. Esto es, siendo lo abstracto o idea. De ahí que solo pueda ser pensado.
8. Ahora bien, nada termina de ser lo que parece porque todo cuanto cabe ver y tocar se encuentra sometido a la exigencia de ser absolutamente lo que parece. Así, decimos de un cuerpo bello que no acaba de serlo —que solo se muestra como bello desde ciertos puntos de vista o a momentos, esto es, relativamente— porque damos por sentado que debería ser incondicionalmente bello. No tiene sentido decir de un cuerpo bello que no termina de ser, pongamos por caso, una pieza de sushi. En general, podríamos decir que nada acaba de ser —esto es, permanecer— porque todo se encuentra sujeto a la exigencia de permanecer. La pregunta, sin embargo, es por qué, esto es, por qué el carácter absoluto del puro haber constituye la norma —el paradigma— de, precisamente, lo concreto o sensible.
9. La respuesta es que lo concreto está sometido a la exigencia de permanecer o ser en absoluto porque el haber —y el haber en cuanto tal es eterno, por decirlo a la Parménides— es, precisamente, lo que tiene que darse en lo concreto (y aquí ya nos alejamos de Parménides). Dicho de otro modo, porque no hay haber —y haberlo, haylo— sin un haber de lo que podemos ver y tocar. Pero —y esto resulta decisivo— no hay haber de que no implique un perder de vista, precisamente, el carácter absoluto del haber. Pues lo concreto siempre se muestra en relación con un punto de vista o sensibilidad (y por eso mismo, relativamente). Así, por un lado tenemos un tener que darse o hacerse presente de lo que siempre está ahí como el fondo invisible de lo visible —a saber, el haber como tal— y, por otro, un no poder darse, precisamente, como puro haber. El haber en cuanto tal no es —ni puede ser— nada en concreto. Es decir, el haber como puro haber no se hace presente… salvo como lo que tiene que dejarse atrás o perderse de vista (y por eso decimos que, en tanto que su presencia es la de una ausencia o estar en falta, el puro haber solo es constatado por la razón o el pensar). Hay lo presente —hay mundo— porque lo originario es la tensión entre el tener que darse del haber y el no poder darse como tal. De ahí que ambos lados del haber en cuanto tal se trasladen al haber de las cosas. Estas no terminan de ser porque tienen que ser. En consecuencia, decir ser equivale a decir deber ser (y este deber ser es eterno, al igual que el haber como tal). Y quien dice deber ser dice Bien.
10. Sin embargo, no acabamos de entender lo anterior si creemos que primero hay un haber como tal y luego el haber de las cosas. El punto de partida es la presencia de lo que hay. Y únicamente las cosas están presentes o se nos presentan. Ahora bien, la presencia no es algo simple. Hay una escisión en el seno de lo presente —una escisión que lo constituye, precisamente, como presente—, a saber, la que separa el haber como tal del haber de lo concreto. Y es que no hay presencia que no presuponga —literalmente, que no ponga antes— el retroceso del haber en cuanto tal (y solo por este poner antes deviene absoluto). Hay tiempo porque lo absoluto es desplazado a un pasado inmemorial por la presencia de lo presente. Dicho de otro modo, hay tiempo porque lo absoluto —lo eterno y, por eso mismo, real— es dejado atrás en el presentarse de las cosas. Como apuntábamos antes, lo primero no es el haber como tal, sino el acto por el que se escinde el haber como tal del haber de lo presente —el acto por el que lo absoluto deviene el fundamento invisible de lo visible (y por eso mismo, no es estrictamente lo primero). Pero aquí ya estamos en el teritorio de Aristóteles.
11. Decíamos: “nada acaba de ser —esto es, permanecer— porque todo se encuentra sujeto a la exigencia de permanecer”. Sin embargo, ¿permanecer como qué? No como algo en concreto —pues lo concreto es, en cualquier caso, provisional o relativo—, sino como absoluto o en verdad real, esto es, como lo que siempre tiene lugar y no simplemente pasa. Sin embargo, solo la nada del puro haber permanece como absoluto —como lo imposible que soporta lo posible. Espontáneamente decimos que lo sensible se encuentra sometido al tiempo —que todo lo que cabe ver y tocar termina desapareciendo— porque en lo concreto hay algo así como un déficit de ser. Sin embargo, este déficit es debido a que lo concreto participa de lo real, por decirlo a la platónica. Pues, como hemos visto, la desaparición del puro haber es el envés —la otra cara— de su aparecer en lo concreto. En tanto que lo que permanece es que (la) nada del puro haber permanece como el fondo invisible de lo visible —en tanto que la negación del haber como puro haber es lo presupuesto en el haber de lo concreto—, ser por entero es ser en el tiempo (y por eso mismo, no terminar de ser). Pues el haber implica desaparecer como tal en su aparecer —en su darse como haber de lo concreto. Así, eternidad y tiempo no son opuestos, sino las dos caras de lo mismo. O por decirlo a la platónica, el tiempo es una imitación de la eternidad. Pero esto es así —y aquí ya nos alejamos de Platón— porque el tiempo —que lo que es no acabe de ser— es el darse de la eternidad.
Protegido: apuntes antropología (2022)
octubre 7, 2022 Escribe tu contraseña para ver los comentarios.
parménides & heráclito (o “vámonos arriba”)
septiembre 28, 2022 § Deja un comentario
Podemos entender tan solo lo que podemos entender. Y no es gran cosa. Quien pretende ir más allá cae en el delirio. Cada grado es una vuelta de tuerca. Hasta que la tuerca se rompe. Pero este es el camino. (Mandalorian dixit).
Grado 1
Según Parménides el haber como tal —esto es, al margen del haber de las cosas en concreto— es uno, eterno, ilimitado e inmutable. Pues, de lo contrario, el haber limitaría con el no haber…, lo cual es imposible en tanto que el no haber —la nada— no es en modo alguno. Obviamente, el haber como tal es en lo abstracto. Y esto significa que, no siendo algo en concreto, como tal solo puede ser pensado. O también, que es en tanto que pensado. No vemos el haber como tal al igual que vemos moscas o árboles. El haber como tal únicamente se revela al pensamiento. Y de ahí que, como decía Parménides, sea lo mismo ser (o haber) que pensar. El haber como tal —lo que es cuanto simplemente es— tan solo deviene accesible a la razón, al logos y, en definitiva, al decir (que es, de hecho, lo que estamos haciendo ahora: decirlo). De ahí que Parménides distinguiese entre la vía de la verdad, de lo que tiene lugar en verdad y no simplemente pasa, y la de las apariencias —la vía de la razón y la de la sensibilidad. Y es que con el ver y el tocar tan solo captamos la apariencia del haber —su aparecer en lo concreto—, pero no el puro haber. Que el haber como tal sea uno, eterno, etc… solo puede ser dicho, en modo alguno percibido. Es cierto que vemos o percibimos cosas muy distintas. Y por eso, espontáneamente decimos —y decimos bien— que hay muchas cosas. Sin embargo, con respecto al hecho de que son o están ahí no hay diferencia entre las diferentes cosas. En su mero ser o estar-ahí —esto es, con independencia de su aspecto, forma o modo de estar-ahí—, son lo mismo. El haber de lo que hay es siempre uno (y por extensión, ilimitado e inmutable).
Grado 2
Aun así, de hecho no hay haber sin lo que hay (y aquí ya nos estamos desplazando hacia el territorio de Heráclito). Esto es, no hay haber que no sea al mismo tiempo un haber de las cosas. La división entre el haber como tal y el haber de no debe entenderse, por tanto, como una división entre cosas. Como señalábamos en el párrafo anterior, el haber como tal posee el carácter de lo abstracto, no el de lo concreto o particular. Es como si Parménides nos dijera, como más tarde sostendrá Platón, que tan solo la idea, lo captado por la razón, es en verdad real; o que lo real es idea, lo cual no debe confundirse con la tesis moderna de que la idea no es más que un contenido mental, una representación de aquello a lo que apunta la idea. Pues, si tenemos en cuenta que, desde una óptica racional, únicamente es lo que permanece inmutable por debajo o más allá del cambio, entonces lo que, en definitiva, permanece es el haber como tal. De ahí que, según Parménides, lo que pasa estrictamente hablando, no sea. El cambio es aparente. O dicho de otro modo, en realidad no hay tiempo, cambio, multiplicidad. El haber como tal es siempre uno y el mismo.
Sin embargo, y como decíamos al comienzo de este apartado, el haber, que como tal es siempre uno y el mismo, es inseparable del haber de algo determinado o particular, por no decir que el haber como tal siempre se concreta de maneras muy diversas. Hay cosas, en plural. Ciertamente, el haber como tal no lo captan nuestros sentidos —ni pueden captarlo en tanto que el haber como tal es no siendo nada en particular—, sino que permanece invisiblemente como lo siempre presupuesto o dejado atrás en su aparecer como el haber de algo en concreto. Al ver algo en concreto —esto es, bajo un aspecto particular— no vemos el haber, sino que lo damos por descontado (y de ahí que tan solo pueda ser reconocido como tal por el pensar). De ahí que cuando vemos cosas supongamos implíctamente que son —que están ahí y no solo en nuestra mente. Aquí, la reflexión —el pensar— se limita a explicitar lo que damos por descontado y, por eso mismo, obviamos (o pasamos por alto). Sin embargo, al explicitarlo nos alejamos del sentido común. Al menos, mientras dure la reflexión. No en vano donde irrumpe el pensar no vuelve a crecer la hierba.
Grado 3
Ahora bien, que el haber como tal dé un paso atrás, como quien dice, en su determinarse como el haber de lo particular significa que el haber es el haber del tiempo (y en este momento, ya entramos de lleno en el pensamiento de Heráclito). Así, decir que todo es haber —o que el haber es todo— equivale a decir que todo es tiempo. Pues que el haber como tal —el puro haber— dé un paso atrás en su concretarse como el haber de las cosas implica que el haber de las cosas no acaba de darse como un puro haber. Esto es, que nada de lo que cabe ver y tocar termina de estar-ahí o permanecer en el ahí. O también, que nada en particular es uno, eterno ilimitado… Todo pasa. Y esto porque no hay haber como tal que no sea, a la vez, un haber de. En su concretarse como cosa, el haber como tal deviene absoluto, literalmente, lo ab-suelto o separado. De ahí la fórmula del paso atrás. Pero, por eso mismo, el haber como tal se revela a la razón como inexistente. Pues tan solo existe lo particular o concreto, esto es, lo que se muestra bajo una forma o aspecto determinado. Hay haber como tal en tanto que hay el haber de. Pero, por eso mismo, el haber como tal no existe: es no siendo en particular. Hay lo particular… porque el haber como tal es no siendo algo en particular, esto es, siendo como inexistente. En este sentido, el haber de lo particular es o aparece en la negación del puro haber. Si no hay haber como tal sin un haber de lo concreto, entonces que el haber como tal retroceda hasta la desaparación, por decirlo así, es el reverso del haber de lo concreto. Hay haber porque hay el no-haber del haber como tal. Hay aparecer porque hay desaparecer. Del mismo modo que hay desaparecer porque hay aparecer. Lo dicho: tiempo.
Grado 4
Llegados a este punto podríamos preguntarnos de qué manera el haber llega a concretarse como pluralidad de cosas. ¿Cómo el haber se hace presente, esto es, se hace ahora? No obstante, la pregunta carece de sentido. Pues cuanto hay de concreto no es, estrictamente hablando, un efecto del puro haber. Como si el puro haber fuera una cosa primera a partir de la cual emerge el resto de las cosas. Y es que el haber como tal no es un material que pueda adquirir diferentes formas o aspectos. El puro haber —el haber como tal— carece de la entidad de lo concreto. Todo es haber (y aquí estamos lejos del todo es agua de Tales: el haber no es una cosa primera). Y porque todo es haber, nadie puede referirse al todo —al haber en cuanto tal— como pueda referirse a una mosca. Para que pudiéramos señalar el todo, tendríamos que estar fuera del todo… con lo que el todo pasaría a ser algo en concreto y, por eso mismo, parte de un todo más amplio, aquel que, precisamente, nos incluyera como observadores del todo (y esto es absurdo de por sí). De ahí que, en tanto que no es cosa o ente, el haber no sea causa eficiente de cuanto es en particular. La pregunta por cómo el puro haber se concreta en lo sensible no puede entenderse, por consiguiente, como una pregunta cuya respuesta sea la descripción de un hecho en donde primero sucede una cosa y, posteriormente, otra. La cuestión no es cómo se pasa del puro haber al haber de las cosas. Y no lo es porque el haber es el pasar, el dejar atrás el puro haber, en definitiva, lo uno, eterno, etc. Hay lo que pasa. Decir que todo es haber equivale, por tanto, a decir que todo pasa —que nada termina de ser y, por eso mismo, estrictamente no es.
Grado 5
Consecuentemente, lo primero no es el haber como tal, de modo que luego vendría el haber de, sino la escisión entre el haber de y el haber como tal. Esto, sin embargo, hay que entenderlo bien. Pues no significa que ambos, siendo distintos, estuvieran inicialmente unidos, aunque no sepamos cómo, sino que tanto el haber en cuanto tal como el haber de se constituyen en su escisión, por así decirlo. En este sentido, el haber como tal es retrocediendo, como quien dice, con respecto al haber de las cosas. Y esto es el tiempo: un dejar atrás el haber como tal —esto es, lo uno, eterno, etc.—, un dejar atrás que, sin embargo, va con el haber como tal… en tanto que no hay haber que no sea, a la vez, un haber de lo particular.
Grado 6
Porque todo es haber no existe el haber. Únicamente, existen las cosas, lo particular o concreto. Si hay cosas —que las hay— es porque el haber se niega a sí mismo, por así decirlo, como un haber como tal. Y en esto consiste el haber: en su negación de sí. El no-haber se halla inscrito en el seno del haber. Nos encontramos en el hardcore del pensar dialéctico —y no hay pensamiento profundo que no termine siendo dialéctico. Y el pensamiento dialéctico se caracteriza, precisamente, por reconocer la tensión de los contrarios como lo real avant la lettre. Así, hay luz porque hay oscuridad (y viceversa). Es cierto que si todo fuera luz, no habría oscuridad. Pero tampoco luz. O por poner otro ejemplo, hay amor porque la posibilidad de la separación siempre está-ahí. Un amor que negara esta posibilidad no sería amor, sino fantasía. El amor es, así, una continua resistencia a la separación (aunque esto no significa, por supuesto, que los amantes estén continuamente apretando los dientes). Y a la inversa: la separación siempre va con la posibilidad de la reconciliación, aunque, en según que casos, esta posibilidad ni siquiera lleguemos a imaginarla. Paralelamente, si todo fuera puro haber, no habría haber. Ahora bien, porque todo es haber, lo que hay no es nada. Pues nada permanece… salvo lo que no existe o es no siendo, el puro haber.
Grado 7
Las cosas —las diferentes formas del haber, lo que capta nuestra sensibilidad— son diferentes porque difieren, precisamente, del puro haber. Ahora bien, en tanto que difieren niegan el haber. Pues diferir supone un distanciarse de, un distinguirse, un no terminar de ser aquello con respecto a lo cual se difiere. Y, por defecto, lo que no acaba de ser no es. Por hablar en plata, si le dices a alguien que no termina de ser simpático, lo que le estás diciendo, sencillamente, es que no lo es. El haber es eterno o no es haber. Pero, como decíamos, no hay haber que no sea, a la vez, el haber de lo concreto. Y lo concreto en absoluto es un puro haber (y por eso mismo, decimos que lo niega). El haber solo se hace presente o ahora en la negación de sí mismo como puro haber, esto es, como un haber sin concreción. Esto es, negándose como uno, eternidad, infinitud, etc. La negación del haber —el no haber— va con el haber. O por decirlo de otro modo, le es inherente. Pues, de lo contrario, no habría concreción, esto es, mundo. Hay cosas porque el haber es, en el fondo, un no haber.
Ciertamente, aquí alguien podría objetar que cada cosa es una cosa (y que, por eso mismo, el haber de las cosas no abandona la unidad, el haber-uno. Sin embargo, la unidad de cada cosa es, en cualquier caso, aparente o provisional. Pues siempre cabe dividir cada cosa en partes. No hay cosa que no sea, por principio, descomponible. Otro asunto, sin embargo, es que no sepamos cómo hacerlo. Pero esto último no quita lo anterior.
Grado 8
Porque como tal no se hace presente a una sensibilidad —porque no se hace ahora—, el puro haber, el haber a secas, se comprende como la posibilidad de cualquier haber de, una posibilidad que, sin embargo, no es cronológicamente anterior al haber de las cosas, sino que se constituye retroactivamente, por así decirlo, en la escisión del tiempo. Por tanto, tiempo significa todo es posible. Incluso lo inconcebible o imposible (aun cuando lo imposible —la contradicción— implicaría el colapso del tiempo; pues hay tiempo mientras los contrarios se mantengan en tensión, esto es, mientras sigan continuamente difiriendo entre sí, afirmándose a través de la negación del otro). Ahora bien, si en relación con el puro haber todo es posible, entonces el puro haber equivale, literalmente, a la omnipotencia. Pero, por lo dicho, no hay omnipotencia que no incluya la posibilidad de cesar, precisamente, como omnipotencia.
y un par de epílogos amables
Según Heráclito, el fuego es el arjé. No obstante, esto no hay que entenderlo como entendemos la sentencia de Tales. Aquí el fuego funciona como imagen o metáfora del tiempo, en definitiva, de la mútua implicación de los contrarios. Y no solo porque el fuego esté siempre en movimiento, sino porque solo hay fuego si el fuego consume —niega— la madera que lo hace posible.
¿Cómo respondería Heráclito a la pregunta del asombro —por qué hay algo en vez de nada—? Parménides probablemente diría porque la nada no es (o lo que es lo mismo: porque el haber es eterno). En cambio, la respuesta de Heráclito sería otra: hay cosas porque el haber como tal no es nada; porque lo eterno es que no hay eternidad; porque la aparición va de la mano de la desaparición (y viceversa).
nietzscheanas 59
mayo 30, 2022 § Deja un comentario
Si es cierto que, según Nietzsche, no hay hechos morales sino una interpretación moral de los hechos —si no hay ni Bien ni Mal en la naturaleza de las cosas, a lo sumo lo que nos favorece o perjudica—, entonces Auschwitz no representa el horror absoluto. En cualquier caso, nos parece que lo representa. Y el parecer, ya se sabe, es una perspectiva. Al fin y al cabo, no hay nada qué representar. Y por eso mismo, el término apariencia deviene prescindible. En última instancia, la metafísica, la cual vive de la distinción entre el carácter oculto de lo real y su presencia sensible, siempre relativa a un punto de vista. Así, en vez del aparecer, tan solo un juego de fuerzas. Las apariencias —lo que nos parece que es— está al servicio del ejercicio del poder. De hecho, a los verdugos Auschwitz les pareció, ciertamente, otra cosa: el precio a pagar para alcanzar los mil años de paz. Doloroso, sin duda. O acaso meramente desagradable. Pues a nadie le gusta, salvo que sea un psicópata, tener que exterminar a una plaga de ratas. Pero en modo alguno, la encarnación del Mal.
Ahora bien, la pregunta es desde qué lugar cabe decir lo anterior. No es casual que Nietzsche simpatizara con Spinoza. Y es que sub specie aternitatis —esto es, desde la distancia de un dios— da igual que crezca la hierba o que se ejecute una masacre. Aquí el prejuicio es qué hay mas objetividad en el relato imparcial que en el de los protagonistas de la escena. Estamos ante el presupuesto griego par excellence —ante el lado oscuro de la teoría. Es cierto que si es cuestión de medir, lo adecuado es distanciarse. Pero no tengo claro que lo real se ofrezca como medida. Más bien, al contrario. De ahí que si se trata de dar testimonio de lo real —de lo que acontece y no simplemente pasa—, entonces quizá estén mejor situados los que padecen la escena que el espectador literalmente antipático. Pues donde simplemente nos limitamos a la descripción imparcial difícilmente caeremos en la cuenta de que lo que acontece es, precisamente, la desaparición de la alteridad, su paso atrás como la condición del mundo. O por decirlo de otro modo, que el haber como el haber de las cosas solo es posible porque el haber como tal es el haber del nadie aún.
Si de repente se hiciera el silencio y la oscuridad, no habría nada. Esto es, habría la nada. Sin embargo, la nada —la muerte— es lo que no puede ser. No cabe un puro haber, sino, como decíamos, el haber de lo concreto. Traducción: lo que debe ser —el Bien—es el haber de lo que hay. En este sentido, o estamos al servicio de la muerte, o de la vida. Basta con imaginar que nos hallásemos expuestos a la nada —o como decíamos, bajo la más impenetrable oscuridad y silencio— para comprender, cuando menos, que el hágase es el envés de la nada. Pues algo tiene que acontecer de la nada. Y este tiene que es, en definitiva, un debo. Al menos, porque el tiene que apunta a la aparición que tendrá lugar junto a ti. Ciertamente, podría no aparecer nada más. Pero en ese caso el cogito, ese testigo de la nada, estaría condenado a la búsqueda de la aparición. Sea como sea, el tener lugar de la aparición va con el deber de preservarla de la amenaza de la nada que, con todo, la hizo posible. Al fin y al cabo, en el principio está el fin. Pero probablemente el plato dialéctico sea demasiado indigesto para el estómago de Nietzsche.
nietzscheanas 58
abril 21, 2022 § Deja un comentario
Puede que Nietzsche se equivocara al considerar que el cristianismo fue un platonismo para el pueblo. Quizá lo fuese la cristiandad, pero no el cristianismo. Pues el Dios cristiano no es, en realidad, un paradigma. Ni siquiera de bondad. Aunque en muchas cabezas cristianas se siga concibiendo como tal , lo cierto es que el Dios que se revela en el Gólgota, en sí mismo, no es aún nadie. Es el Dios que, tras la caída, tuvo pendiente su modo de ser. En la cruz, el Padre se manifiesta como un Dios impotente. No puede hacer más que guardar silencio. Es lo que tiene un Dios que quiso ponerse en manos del hombre que depende de Dios —un Dios que, desde el principio, renunció a un poder sin resquicio. De hecho, en eso consiste su omnipotencia: en desprenderse del poder. Pues, de lo contrario —de no poder abdicar—, la voluntad de poder estaría por encima de la de Dios. Solo desde el Dios que no quiso ejercer como Dios sin la fidelidad del hombre —solo desde el Dios que quiso reconocerse en Adán, al fin y al cabo, en el que tiene que negarlo en tanto que es lo otro de Dios— cabe confesar que el crucificado es el quién de Dios, su modo de ser, en definitiva, el Hijo. El cristianismo es la raíz del nihilismo, no porque la vida carezca de valor si no es en relación con lo que vale en verdad, a saber, la vida de Dios, sino porque Dios en realidad es el Dios que salió de sí mismo —que quiso privarse de divinidad— para reconocerse en el hombre y, así, llegar a ser el que es. Esto es, porque Dios se puso en riesgo desde el origen de los tiempos. La muerte de Dios —su desaparición como Dios— fue antes un invento cristiano que nietzscheano. Pues el mundo no es nada donde Dios siga siendo un eterno porvenir. Otro asunto es que la cristiandad se decantara históricamente por el pantrocrátor, transformándose en una religión entre otras (y aquí deberíamos darle la razón a Hegel cuando escribió que, con el paso del tiempo, incluso la verdad termina siendo otra cosa). Pero esto no quita que el cristianismo, avant la lettre, diga lo que dice.
nietzscheanas 57
abril 20, 2022 § 1 comentario
El hombre no puede crear valor. Tan solo reconocerlo. Cuando los padres que perdieron a su hijo deciden conservar el balón con el que jugaba, no están proyectando un valor sobre lo que, como tal, no es más que un balón: ese balón es sagrado, intocable, inútil. Sencillamente, es más que un balón. Si se tratara de una proyección o, en términos de Nietzsche, de una lectura, entonces bastaría con sustituirlo por uno igual, de perderlo en una mudanza. Pero es obvio que, para esos padres, el balón del hijo es insustituible. Que solo desde su punto de vista quepa reconocer el carácter sagrado de ese balón no implica que se trate de una interpretación de lo que en sí mismo no es más que un balón. Únicamente, que lo sagrado no puede ser reconocido desde cualquier punto de vista o situación. Al fin y al cabo, no hay un en sí mismo al que podamos referirnos como lo que es en realidad. No hay visión que no incluya un cierto saber de qué se trata. Sin embargo, en lo que respecta al valor —o a lo sagrado— este qué no lo decide el hombre.
Para crear valores, lo humano del hombre tiene que haber sido superado. Tan solo el übermensch es capaz de crearlos. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo puede hacerlo si nada posee valor —si todo valor, según Nietzsche, es interpretación? Un valor discrimina, esto es, nos permite distinguir entre lo que vale y lo que no. Ahora bien, el übermensch no discrimina: tanto vale la inocente alegría de un niño como un genocidio. Todo es milagro, por decirlo así: desde el crecimiento de la hierba hasta los hornos crematorios de Auschwitz. Todo es motivo de danza —y de ahí que Nietzsche contraponga en su obra, a la manera de un leitmotiv, la figura del crucificado a la de Dioniso, el dios de la ebriedad. ¿En qué consiste, por tanto, la creación del valor? Si todo vale, entonces nada vale. Pero esto equivale a decir que vale la nada. En el fondo, la superación de lo humano consiste en amar la nada —en abrazarla.
Atanasio, uno de los primeros intelectuales cristianos, dejó escrito que Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera divino. Nietzsche, sencillamente, se tomó al pie de la letra la sentencia cristiana, aunque dándole un giro particular: Dios se encarnó para que el hombre ocupara el lugar de Dios. Y lo ocupa en el momento en que, perseverarndo en la nada, crea valor de la nada… análogamente a como Dios creó el mundo, precisamente, a partir de la nada. El übermensch crea valor de la nada porque, en definitiva, Dios es nada. Quizá no sea casual que Nietzsche percibiera un estrecha familiaridad entre mística y nihilismo. Pues para el místico, Dios es no siendo nada en particular —o como escribiera Isaac Luria en el XVI, desapareciendo como Dios. Por no hablar de la íntima conexión entre nihilismo y cristianismo. Pues ¿acaso el cristiano no confiesa que Dios tuvo que vaciarse de Dios para hacerse hombre? Pero este es otro asunto.
nietzscheanas 56
abril 19, 2022 § Deja un comentario
La fuente del valor, según Nietzsche, reside en lo alto, pero Dios ha muerto. Ya no hay valor que valga. Todo se encuentra, por tanto, en el mismo plano. Da igual una masacre que la sonrisa franca de una mujer. En cualquier caso, te parecerá que lo segundo es mejor. Pero solo porque es preferible —porque el cuerpo se inclina hacia ello—, no porque sea mejor o en realidad esté por encima de una pila de cadaveres. Sin embargo, podríamos preguntarnos si la raíz del valor, antes que con las alturas, acaso no tendrá que ver con la pérdida. Las zapatillas de papá, pongamos por caso, se cargaron con el aura de lo sagrado tras su muerte. Sencillamente, dejaron de ser algo útil. Papá de algún modo continúa estando presente mientras sus zapatillas sigan ahí. Por eso, debemos presevarlas de su profanación: nadie las aprovechará. Evidentemente, el reconocimiento del valor exige un punto de vista, en nuestro ejemplo, el del hijo. Pero eso no devalúa el valor. No puede haber ningún valor para quien contempla la escena desde la distancia. Pues tan solo la pérdida revela la alteridad de aquel con quien tratamos —negociamos— a diario. Pues la alteridad del otro es lo intratable del otro, lo que en el otro no admite negociación. En este sentido, podríamos preguntarnos si acaso la vida no se carga de valor precisamente porque Dios ha muerto —o, en bíblico, porque su presencia es la de un ausente o eterno porvenir—. Dios nunca garantizó un sentido, salvo para quien ignora qué significa estar ante Dios, sino en cualquier caso el carácter milagroso de la existencia. Del sentido, ja en parlarem (si es que puede haber algún sentido para quien el todo nunca puede ser el todo). Al fin y al cabo, la vida se carga con el aura de la excepción donde caemos en la cuenta de que se nos ha dado desde el horizonte de la nada o, mejor dicho, del aún-nadie como tal.
nietzscheanas 55
marzo 25, 2022 § 6 comentarios
¿Qué queda del cristianismo donde ya no sabemos qué hacer con la resurrección de los muertos? Queda Nietzsche. Y no porque Nietzsche fuera simplemente un heraldo del ateísmo, sino porque lo fue al tomarse el cristianismo al pie de la letra… donde ya no era posible creer en el relato de zombis buenos con el que terminan los evangelios. Como si este relato fuera el añadido de un final feliz ex machina que los productores de Hollywood obligan a introducir en aquellos guiones que terminan mal. De hecho, Nietzsche supo leer a Pablo: si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, en definitiva, una insensatez. ¿Un Dios colgando de una cruz? ¿Y por amor a su criatura? ¿Es que hemos olvidado lo que significa ser un Dios? ¿Qué se le revela al apestado de Dios? Que el Padre no está por la labor. Como si no hubiera nadie más allá. Pues, si lo hubiera, como dijera Epicuro, en realidad no da la impresión de que se interese por nosotros. ¿Cómo podría hacerlo si la distancia que lo separa del hombre es análoga a la que media entre cualquiera de nosotros y las pulgas de nuestras mascotas? Sin resurrección, el abandonarse a Dios del abandonado de Dios es un delirio. Al menos, porque es como abandonarse a un nadie-ahí.
Ahora bien, Nietzsche fue posible porque modernamente carecemos de un lenguaje que nos permita comprendernos como aquellos que se hallan expuestos a un alteridad cuya realidad es la de un pasado inmemorial y, por eso mismo, la de un eterno porvenir. Ahora bien, esto es como decir que, como tal, no es. Al menos, porque no hay nada que sea que no se haga presente de una manera determinada. Dice Nietzsche: nada absolutamente otro por encima de nuestras cabezas. En cualquier caso, tan solo falsas representaciones del Otro. Y ciertamente no lo hay, en el modo del presente indicativo (aunque de ello ya se dieron cuenta, antes que Nietzsche, los profetas de Israel). Pero si Nietzsche hubiese leído a Hegel, quizá hubiera comprendido que el haber de una alteridad avant la lettre es, en realidad, lo que solo puede darse dejando atrás —esto es, fuera de los tiempos— su carácter enteramente otro o extraño. Esto es, negándose a sí misma, como quien dice, para llegar a ser en lo otro de sí misma. Dios solo puede darse como cuerpo de Dios (y no precisamente espectral). Y en esto consiste su poder: en su querer vaciarse de divinidad. O también, en su poder renunciar a su poder. De lo contrario, la voluntad de poder estaría por encima de Dios. Al fin y al cabo, la revelación cristiana consiste en un caer en la cuenta de que Dios es, en verdad, no lo que naturalmente imaginamos como divino, sino el cuerpo de un crucificado en su nombre. Y, sin duda, esto está muy cerca de decir que no hay Dios. Pero también lo está —de hecho, es lo que se anuncia— de afirmar que el nadie-ahí llega a ser alguien por la entrega incondicional del hombre de Dios (y por eso mismo, el cristiano confiesa que el crucificado es el quién de Dios, su modo de ser y no tan solo su ejemplificación). Es lo que tiene un Dios que depende del hombre que depende de Dios. No hay Dios al margen del crucificado que se abandona a Dios. Esto es lo que proclama el cristianismo. No, la religión. Y Nietzsche hubiera estado muy cerca de comprenderlo si no hubiera preferido erigirse, según palabras de Lou Andrea-Salomé, en el profeta de una humanidad sin prójimo.
meditaciones cartesianas 20
febrero 20, 2022 § Deja un comentario
Si no pudiéramos salir de nuestro sueño ¿podríamos decir que esa es la realidad? En el fondo, la pregunta es una manera de plantear la cuestión acerca de si hay algún criterio que nos permita garantizar nuestras representaciones del mundo como adecuadas a lo que las cosas son en sí mismas. Pues de lo contrario, cuanto decimos sobre el mundo tendría más que ver con nosotros —con nuestra forma de captar el mundo— que con el mundo. La solución de Descartes fue que solo cabe salir del sueño a través de una representación cuyo significado exija la realidad de lo representado. De hecho, su solución tampoco pudo ser otra, teniendo en cuenta que el cogito es, para Descartes, el fundamento del saber. Pues que el cogito sea fundamental obliga a partir de las representaciones —y no de nuestro hallarnos expuestos a la efectividad de un afuera— en el momento de buscar la verdad. En este sentido, el cogito funciona como los axiomas en matemática, a saber, como lo que, dándose por cierto, nos permite deducir los diferentes teoremas o corolarios. Podríamos decir que pertenece al ejercicio de la razón el que esta opere sobre una base indiscutible o fundamento. Ahora bien, lo original de Descartes es que el punto de partida ya no será hay un arjé, por ejemplo, sino hay la idea de un arjé. El cogito deviene el fundamento de cualquier posible saber porque la desconfianza —la sospecha metódica— alcanza incluso a la razón, lo cual supone poner contra las cuerdas que ser y pensar sean lo mismo. Así, la posibilidad de un afuera contradictorio solo queda exorcizada, como decíamos antes, donde haya una idea de cuyo significado se desprenda la realidad de aquello a lo que apunta (y esta idea, como sabemos, fue para Descartes la de Dios). Solo de este modo la razón, en tanto que capaz por sí misma de alcanzar adecuadamente un más allá de la conciencia sin presuponerlo, puede recuperar su antigua legitimidad, restableciéndose, de paso, la equivalencia entre ser y pensar.
En cualquier caso, donde caemos en la cuenta de que lo real, en tanto que absolutamente otro, siempre se encuentra más allá, por decirlo así, de su apariencia o hacerse presente a una receptividad, sea sensible o racional, nuestra cuestión inicial deja de tener sentido. Pues cualquier visión del mundo siempre será una ilusión, como quien dice. Y ello porque la alteridad de lo real, en su carácter absoluto, no es algo por ver o descubrir, sino un eterno por-venir. De ahí que la equivalencia entre ser y pensar no pueda entenderse, tras esta constatación, como si se nos dijera que tan solo la razón es capaz de proporcionar una descripción verdadera de lo real, sino más bien como aquella equivalencia por la que el pensar, tarde o temprano, revela el puro haber de lo real como lo que únicamente tiene lugar desapareciendo en su aparecer como mundo (y por eso mismo tiene lugar como nada-indescriptible).
razones para el bien
diciembre 27, 2021 § Deja un comentario
Quizá sea absurdo preguntarse por las razones del bien moral… como quien busca unos argumentos que tuviéramos que aceptar como aceptamos una demostración a la matemática. De hecho, cualquier derivación lógica parte de lo que se acepta sin más, del axioma. Y aquí el axioma sería lo que el sujeto es, en tanto que, precisamente, sujeto al bien. Pues la exigencia del bien —de lo sin tara— constituye el para sí de la subjetividad. Todo comienza, de hecho, con la crítica de la inclinación: no todo cuanto me gusta es bueno. De este modo, el bien se presenta como el horizonte asintótico de la existencia. Al fin y al cabo, somos esos cuerpos que estan obligados a decirse a sí mismos que lo mejor aún está por realizar. Preguntarse por las razones del bien sería, por tanto, como preguntarse por qué lo mejor es lo mejor. No hay un último porqué para la tautología. Con respecto a este asunto y como viera Kant, el único argumento es el trascendental, aquel que se interroga por las condiciones formales de posibilidad del dato indiscutible, en nuestro caso, el hecho de que distinguimos entre el bien y el mal. Otro tema es cómo se determina la integridad, bajo qué mandatos en concreto. Pero lo que no que se cuestiona es que la libertad que proporciona el ser de una pieza es preferible a ir de oca en oca (y tiro porque me toca). Y es que esta preferencia —este juicio— es lo que, en definitiva, somos.
Platón estuvo en lo cierto
diciembre 22, 2021 § Deja un comentario
Como es sabido, según Platón, el cuerpo es el zulo del alma. De acuerdo. La cuestión es si esto es verdad. Uno, dejándose llevar por el clima cultural, puede creer que no; que Platón regaba fuera de tiesto. Sin embargo, nuestras creencias, en tanto que dependen en gran medida de lo que nos parece, no interesan a nadie. De hecho, ninguna opinión es nuestra. Al opinar, más bien, replicamos lo que se dice por ahí. Hace falta poner la creencia contra las cuerdas si de lo que se trata es de la aspiración a la verdad, a lo que en verdad tiene lugar frente a lo que simplemente sucede o pasa. Y con respecto al asunto del cuerpo y el alma, lo cierto es que, por lo común, el gen prevalece. Aunque, ingenuamente, opinemos lo contrario.
Imaginemos, por ejemplo, que nos enamoramos de alguien por su carácter, pero con un aspecto sumamente desagradable. Al principio nos diremos, llevados por el entusiasmo que provoca la aparición, que eso no importa. Sin embargo, el cuerpo tiene sus motivos —y un cuerpo sabe que la tara suele ser el signo de una salud deficiente. De ahí que el cuerpo, con el paso de los días, nos empuje a abandonar al deforme. Al final, pesará más el asco que el brillo del alma, al menos porque no hay aparición que dure lo suficiente como para contrarrestar. Pero esto es lo mismo que decir que el cuerpo, por lo habitual, nos obliga a alejarnos de lo mejor de nosotros mismos. Los cuerpos tan solo negocian. Y en los negocios, no hay redención que valga. Esto, sencillamente, es así, salvo que, guiado por el alma, el cuerpo esté dispuesto a abrazar la tara.
Sin embargo, esto no es fácil. Como no lo es ascender hasta la boca de la caverna. Antes uno tiene que morir para sí mismo. Esto es, tiene que aprender a morir. A veces, no puedo evitar la impresión de que el sujeto moderno, en su desprecio de la sabuduría de los antiguos, es como un adolescente, el cual está convencido de que ya ha llegado cuando apenas se ha levantado de la sofá.
meditaciones cartesianas 19
diciembre 15, 2021 § Deja un comentario
meditaciones cartesianas 19
A pesar de que la sospecha va con la filosofía, ¿por qué Platón o Aristóteles no llegaron a ejercerla metódicamente a la manera de Descartes? ¿Por qué esta solo pudo ser moderna? Pues porque la duda metódica se dirige a las representaciones del mundo, estrictamente, a las fuentes de dichas representaciones, la sensibilidad y la razón. En el fondo, la pregunta que se plantea Descartes es si hay alguna representación de la pura exterioridad, del puro haber. De hecho, cualquier representación del mundo presupone que hay un afuera, en tanto que apunta a un afuera. Y porque se trata de lo siempre supuesto —de lo que espontáneamente damos por descontado— puede ser cuestionado: cabe la posibilidad, aunque esta sea insensata, de que mis representaciones del mundo estén o bien solo en mi mente, como en el caso de sufrir una alucinación, o bien que, aun siendo racionales, esto es, lógicamente necesarias, en modo alguno coincidan con el afuera: es posible que el afuera sea, sencillamente contradictorio. La sensación no garantiza el afuera. Pero tampoco los enunciados de la física matemática… a pesar de que no podamos concebir un mundo contradictorio. El escepticismo se desprende de colocar en primer lugar la pregunta por las condiciones de la certeza y no la pregunta sobre la consistencia de lo real (¿en qué consiste que algo sea algo y no más bien nada?). En último término, la conclusión escéptica es su punto de partida. Pues si cabe dudar incluso del afuera es porque el escéptico parte de un sujeto para el que lo primero no es un estar expuesto a las apariciones de lo real, y por tanto a la escisión entre lo que nos parece que es y lo que es en verdad, sino a sus representaciones del mundo. En este sentido, no es casual que Descartes llegue a concluir que la primera certeza es, precisamente, que él existe mientras duda. Ni Platón, ni Aristóteles pudieron llegar a esta conclusión. Y no porque fueran incapaces, sino porque para ellos —estrictamente, para su época— lo real es irrepresentable, en tanto que, en su carácter absolutamente otro o ab-suelto, difiere continuamente de su concreción sensible.
más caña al mono (o un delirio platónico)
noviembre 16, 2021 § Deja un comentario
Uno puede quedarse con la letra de lo que dijo Platón: que hay un mundo de cosas y otro de ideas; que tan solo el segundo es real —que las cosas que podemos ver y tocar únicamente participan de lo real y que, por eso mismo, su realidad es aparente—. Pero donde uno se queda con la letra, acaso creerá que entiende, pues eso es lo que dijo Platón, aun cuando hoy en día nos parezca absurdo —¿de verdad hay un mundo repleto de ideas?—, pero, de hecho, no entiende nada. Para comprender las tesis de Platón hay que preguntarse qué hay detrás de esta distinción entre los dos mundos, la cual no deja de ser, al fin y al cabo, un modo de hablar. Y lo que hay detrás es la respuesta a la cuestión acerca de lo que significa decir que algo es —que hay lo que hay—, respuesta que no tiene nada de evidente… aunque resulte obvia (y quizá, por eso mismo, la obviemos).
La pregunta nos parece, por lo común, irrelevante. ¿Pues acaso no hay lo que podemos ver y tocar? Sin embargo, el asunto adquiere otra tonalidad si nos preguntamos si hay amor —o justicia, o bien—. Es cierto que uno puede contentarse con creer que lo hay. Pero la vida, tarde o temprano, desmiente nuestras creencias más ingénuas o espontáneas —nuestras opiniones—. Así, ¿hay amor —o justicia, o bien—? No lo parece. De hecho, y tras los sucesivos desengaños, nos sentiremos inclinados a decir que, a lo sumo, lo que hay —lo que constatamos— es una mezcla. No hay amor que no sea, de algún modo, interesado; o decisión justa que no sea, y por buenas razones, discutible. Ahora bien, por eso mismo, ninguna mezcla termina de ser lo que parece —aquello que, en un momento dado, más se destaca en ella—. Y así podríamos decir que, dado que todo es mezcla, nada es.
En cualquier caso, ¿qué significa decir que hay justicia o amor? Estrictamente, que tanto la justicia como el amor se encuentran ahí afuera, haciéndose de algún modo presentes (aunque en este de algún modo pierdan por el camino su carácter absoluto o por entero). ¿Cómo se encuentran, por ejemplo, los árboles y las sillas? No, exactamente. El haber de los árboles y las sillas es, por decirlo así, el fondo que comparten los árboles y las sillas, en última instancia, cuanto es en concreto. Sin embargo dicho fondo —precisamente, porque es el fondo de lo concreto— no es nada al margen de lo concreto. Pues en realidad nada es o está ahí sin que nos muestre un aspecto determinado —nada es sin un modo de ser—. Por consiguiente, no es que primero, en el orden de lo real, sea el simple haber y luego este se llene de cosas. El simple haber no es ontológicamente anterior al mundo —pues en realidad no es nada en concreto—, aunque, en cierto sentido, lo trascienda.
Sin embargo, ¿de qué sentido se trata? No del que apunta a otro mundo, aun cuando inevitablemente nos lo imaginemos así, al menos porque el pensar siempre se dirige a un algo, sino del que se perfila en el Platón de sus últimos diálogos. De ahí que la trascendencia de lo real en su carácter otro o absoluto —el puro haber, la radical exterioridad de cuanto es— consista en su retroceso o des-aparición… en el mismo instante de su hacerse presente. No hay experiencia del puro haber —de la exterioridad en cuanto tal—, sino de las cosas que hay. El puro haber se nos da relativamente en lo concreto. Y dado que lo concreto es lo que cabe asimilar, como lo que deja de ser en verdad otro. Nada otro que no se dé o haga presente. Y por eso mismo, nada otro que no sea lo que tuvo que perderse de vista en cuanto tal en su hacerse presente.
Podríamos decir, paradójicamente, que hay el absoluto haber porque no lo hay —porque, en sí mismo, no aparece—. La exterioridad en cuanto puro haber retrocede en su hacer presente —y por tanto representable— a una sensibilidad. Hablamos del resto invisible de lo visible, no de algo invisible, sino de la invisibilidad —la extrañeza— que, como tal, abraza cuanto es. Por consiguiente, la respuesta a la pregunta del asombro —¿por qué hay algo en vez de nada?— sería porque en definitiva lo que hay es la nada —porque lo que es no es nada (y aquí podríamos sacarle punta a la doble negación). Quizá no sea causal que la filosofía acabe rozando el nihilismo. Pero si no cae de bruces en él será porque cuanto es puede experimentarse también como lo que nos es dado desde el horizonte de nada, es decir, como excepción, milagro, donación.
Por consiguiente, a nuestras preguntas iniciales —¿hay amor, justicia, bien?— podríamos responder diciendo que, efectivamente, hay amor, justicia, bien… aunque imperfectos. E imperfectos, precisamente, porque son.
la potencia de Platón y la “impotencia” de la Modernidad
noviembre 15, 2021 § Deja un comentario
¿Por qué Platón ni siquiera se preguntó si acaso la idea de Bien —lo real en su carácter otro o absoluto— no podría darse como el producto de nuestra mente? ¿Por qué en modo alguno se planteó la posibilidad de que cuanto pensamos estuviera solo en nuestro interior? Que toda conciencia sea, por defecto, conciencia de algo no parece implicar —o al menos, eso diríamos espontáneamente hoy en día— la realidad del algo. ¿Por qué, en definitiva, Platón no llegó a la sospecha de Descartes? Sencillamente, porque el puro haber no es representable —no llega a la representación—. Y la sospecha apunta solo a las representaciones de lo que es. En realidad, el puro haber es invisible —no una cosa invisible, sino lo invisible, la extrañeza como tal—. El puro haber —el hay de lo que hay— aparece como lo que desaparece —y por eso mismo, está siempre supuesto— en lo concreto. El puro haber, en tanto que obvio, es lo continuamente obviado. Podemos dudar de que nuestras representaciones mentales sean relativas a un exterior —y de ahí al cogito media un paso—, pero no de nuestro hallarnos expuestos al puro haber. De hecho, el mismo Descartes llegó a esta conclusión, por otro lado lógicamente inevitable, al reconocer que la limitación temporal del cogito —el mientras del estoy seguro de que existo mientras pienso— va con la infinitud de un afuera (estrictamente, de lo eterno). O en nuestros términos, con un estar expuestos a una alteridad que en absoluto puede entenderse como algo aún por descubrir.
Acaso no sea casual que la experiencia del puro haber se nos dé donde sucumbimos a la desmesura de una oscuridad y silencio impenetrables —o de manera aproximada, en la soledad de los desiertos—. Podríamos decir que la realidad del haber sería un punto de partida paradójico (y no una hipótesis que tuviera que desmostrarse por medio de un criterio adecuado, pues ¿cuál podría ser dicho criterio?). El haber se da como lo que, literalmente, no se da en forma alguna. En este sentido, el haber —la extrañeza en sí, lo informal— se revelería como el non plus ultra del conocimiento y, por ende, de nuestra existencia. Hay lo extra-ordinario, pero no es de este mundo… aunque tampoco de ningún otro. Pues no es nada en concreto, sino la nada siendo, por decirlo así. A lo sumo, podemos participar de su carácter excepcional durante aquellos momentos epifánicos que, tarde o temprano, experimentamos.
Sea como sea, la Modernidad solo admite la verdad como adecuación entre las representaciones mentales de los hechos y los hechos, los cuales son, por definición, un mero estado de cosas. Y por eso mismo la Modernidad supone, en cierto modo, un paso atrás, el que tuvo que darse para, precisamente, progresar. ¿El precio? Una seria dificultad para pensar lo humano al margen de su servidumbre al principio de la voluntad de poder, aquel que exige hacer lo que puede hacerse. O por decirlo con otras palabras, una incapacidad cultural para escuchar la voz que se desprende del silencio que abraza la totalidad de cuanto es.
una nota a Platón (una más)
noviembre 11, 2021 § Deja un comentario
¿Qué hay? Cosas, decimos. Obvio. Sin embargo, para esta obviedad no hubiera hecho falta ningún Platón. Es cierto que las cosas están (en el) ahí. Pero no permanecen en el ahí —no tienen (el) lugar: pasan, suceden, aparecen como lo que está destinado a desaparecer (y por eso mismo, decimos espontáneamente que no acaban de ser). Por tanto, ¿qué hay —que permanece— en todo cuanto pasa? La respuesta es inmediata: el puro ahí —la simple exterioridad, el haber—. Ahora bien, conviene tener en cuenta que el haber no es cosa, sino el horizonte de cualquier cosa. El ahí es lo invisible de lo visible —y que hablemos de el ahí no deja de ser una impostación, una hypostasis—. El haber, por eso mismo, solo puede ser pensado como el silencio que abraza el mundo —su ruido y su furia—. En términos de Platón: como lo que trasciende el mundo —como lo que retrocede en su aparecer como algo del mundo. Y decir retrocede significa que no hay experiencia del haber como tal, sino siempre de un algo, esto es, de un modo o forma del haber. Para que la hubiera, el mundo tendría que callar —que guardar (el) silencio: pero el mundo no calla.
En este sentido, el haber es lo siempre presupuesto en nuestro percibir el mundo. El mundo es lo apropiado a —y por— una sensibilidad. Y nada hay que sea esencialmente otro o extraño en lo apropiado, salvo lo que damos por sentado (y por eso mismo obviamos). De ahí que el puro haber sea motivo de nuestro asombro (aunque no podamos mantenersnos en él, ante el absoluto ahí: habitamos un cuerpo, y un cuerpo solo atiende a las apariencias, a lo provisional; en este sentido, nos distrae, y a veces duramente). No conocemos el haber como conocemos algo del mundo. En realidad, el haber carece de entidad y, por consiguiente, anda junto a la nada. Es lo que tiene el retroceder.
Con todo, si las cosas pasan en vez de permanecer, no es porque en ellas haya algo así como un déficit de ser, sino porque el desaparecer va con el haber. O por decirlo de otro modo: si las cosas no terminan de ser lo que parecen —si no acaban de ser lo que se les exige o debieran ser— es porque son plenamente. Nada permanece porque permanece la nada. O mejor, porque la nada se ofrece como aparición. Aquí, sin duda, estamos cerca de caer en el nihilismo. Pero también de percibir la existencia como milagro.
una de Pluto
noviembre 3, 2021 § Deja un comentario
El Bien es real (y no solo una idea en nuestra mente). Porque es lo mismo decir lo Real que decir el Bien. O también, porque decir lo Real es lo mismo que decir lo que debe ser. Lo real es, por tanto, exigencia, mandato, Ley… (o en términos de Platón, paradigma). Y es que si todo pasa —si nada termina de ser lo que aparentemente es— será porque se encuentra bajo la exigencia de ser por entero lo que, en un momento dado, muestra ser.
meditaciones cartesianas 18
febrero 3, 2021 § Deja un comentario
Como es sabido, Descartes llega a la conclusión de que la razón es fuente de verdad —y no simplemente válida— porque, en definitiva, la razón ha sido capaz, sometiéndose únicamente al dictado de sus principios, al fin y al cabo, unos principios meramente formales, de llegar a certificar una realidad exterior a la conciencia. Este es el argumento que hay detrás del que ofrece, de hecho, Descartes cuando afirma que Dios, debido a su perfección, no puede haberle creado con una razón defectuosa. Afirmar que la razón es fiable como criterio de verdad —y no solo como norma del pensamiento— equivale a decir, por tanto, que la descripción matemática del mundo es adecuada a un mundo (y que, por eso mismo, hay un mundo más allá de la conciencia y no solo una idea o representación del mundo). De lo contrario, no podríamos hablar de verdad, sino tan solo de validez. Así, el principio de transitividad, pongamos por caso, no solo expresa una ley del pensamiento —el hecho de que estemos obligados a concluir que A>C, si A>B>C—, sino que, además, Descartes puede asegurar que esto es efectivamente así —y tiene que serlo— en un afuera; esto es, que el afuera no es contradictorio. Por tanto, del carácter verdadero de la matemática se desprende necesariamente que hay un mundo que se corresponde con las fórmulas de la razón —y, de paso, que ese mundo tiene que ser un mundo de cuerpos, un mundo material, res extensa; pues la matemática se ocupa de cuantificar y tan solo la materia admite una medida—. Hasta aquí Descartes.
Sin embargo, llegados a este punto podríamos preguntarnos, puesto que la razón es válida incluso en sueños, si acaso su verdad no podría referirse a una materia simplemente supuesta —a una materialidad virtual—. De hecho, la representaciones mentales siempre apuntan a un exterior… solo que este exterior podría estar solo en mi mente; esto es, podría darse el caso de que no hubiera exterioridad a pesar de que mis representaciones del mundo la presupongan. Por consiguiente, la verdad racional —la correspondencia entre lo pensado matemáticamente y lo que, en principio, se encuentra fuera de la mente— no demostraría, por el solo hecho de que fuese verdadera, la exterioridad del mundo. Decir que la razón es verdadera, además de válida, y que, por eso mismo, tiene que haber un mundo exterior que se corresponda con los enunciados de la razón no implica lógicamente que ese mundo exterior sea, realmente exterior: basta con que su exterioridad sea virtual.
Ahora bien, esta objeción es aparente. Pues supone no haber entendido del todo a Descartes. De hecho, esta es la objeción que se plantea en el fondo del argumento contra la razón, cuya figura retórica es la del genio maligno. Descartes, sin embargo, no lo pone fácil. Pues sobre el papel da a entender que el argumento consiste en suponer que dicho genio podría hacer que me equivocase cada vez que digo que la suma de los ángulos de un triángulo siempre equivalen a la suma de dos rectos. Pero el argumento subyacente es otro. En primer lugar, podría ser que efectivamente la exterioridad fuese contradictoria: que no pueda concebir un afuera contradictorio no significa que en modo alguno pueda serlo. Y segundo, podría ser, sencillamente, que no hubiese un afuera… a pesar de que, como decíamos antes, mis representaciones inevitablemente apunten hacia un algo-ahí-afuera (y esta es, de hecho, la objeción que planteábamos inicialmente). Pues bien, para responder a esta dificultad basta con tener en cuenta lo que Descartes dijo a partir del carácter finito o contingente del ego cogito. Y lo que dijo es que hay exterioridad —y no solo la idea de una exterioridad—… porque la finitud o limitación temporal del sujeto del pensamiento —el que solo pueda estar seguro de que existe mientras piensa— exige el afuera. Donde hay límite —y lo hay porque puedo asegurar que existo mientras pienso—, hay lo que se encuentra más allá de ese límite. O por decirlo en términos de Descartes, la finitiud del ego cogito va con la infinitud de Dios —estrictamente, con su eternidad—. Esto es, el ego cogito supone inevitablemente, la realidad de un puro y simple haber más allá de la conciencia. Así, como indicábamos al comienzo de este párrafo, la objeción es aparente.
Otro asunto es que la deducción del mundo a partir de la perfección de Dios, tal y como la lleva a cabo Descartes, sea coherente. De hecho, Spinoza detectará el traspiés de Descartes al sostener que si Dios es infinito, entonces no pueden haber tres sustancias (Dios, alma y mundo). Decir Dios supone decir, sencillamente, el todo. Y si Dios es el todo —y como infinito no puede dejar de serlo—, entonces alma y mundo solo pueden comprenderse como dos caras de una misma moneda (una moneda que, en realidad, posee infinitas caras). Pero como decíamos, este es otro asunto.
apuntes sobre la libertad (y 2)
diciembre 29, 2020 § Deja un comentario
1. La tercera acepción entiende la libertad como un hacer lo que uno quiere. En principio, tendemos a confundirla con la primera —con el poder hacer lo que uno desea. Pero, aunque en muchos contextos la distinción sea irrelevante, estrictamente hablando, no es lo mismo querer que desear, al igual que tampoco es lo mismo, como dijimos, desear que apetecer. Los padres quieren a sus hijos, no los desean.
2. Querer significa poner voluntad. Ciertamente, también cuando deseamos algo —o a alguien— hacemos lo posible por tenerlo. Y en este sentido, es innegable un cierto aire de familia entre el deseo y el querer (y de ahí que habitualmente los confundamos). Pues quien quiere algo —y no simplemente lo quisiera— se esfuerza por alcanzarlo. Sin embargo, una vez conseguimos lo que deseamos, el deseo se disuelve como azúcar en el café —por no hablar de que lo deseado, por lo común, termina en un contenedor—, mientras que la experiencia del ejercicio de la voluntad es que cuanto más cerca, más lejos, como quien dice. Es como si aquello a lo apunta el querer fuese un límite asintótico, algo así como el horizonte de una esfera, el cual nunca logramos alcanzar… por mucho que no dejemos de intentarlo (y en esto consiste el querer). Cuanto un deseo se nos presenta como inalcanzable No ocurre lo mismo con respecto a lo que queremos. Aquí el objetivo es un deber (y un deber que uno se impone a sí mismo, como veremos). Y es que en el cumplimiento de dicho deber está en juego precisamente quienes en definitiva somos. En este sentido, podríamos decir que el desear apunta al tener, mientras que el querer, a lo que uno es. Al menos, porque uno es lo que quiere, ama o, en el fondo, busca (y aquí podríamos preguntarnos si cabe querer o amar lo que apenas importa). De ahí que sea posible que alguien no quiera lo que, no obstante, desea. En cierto modo, la libertad se ejerce como respuesta a una invocación que exige darlo todo.
NB 1: Quizá sea por esto último que, de entrada, nos resistimos a la libertad. Más bien, preferimos su sucedáneo, el poder hacer cuanto deseamos. Sin duda, la gratificación es inmediata donde conseguimos lo que inspira nuestro deseo. En cambio, no parece que quepa conseguir aquello a lo que se dirige el querer. Además, sobre todo en las fases iniciales del ejercicio de nuestra libertad, no todo es satisfacción. Al contrario. Es lo que tiene lo difícil, lo que reclama una disciplina. Sin embargo, lo que aquí está en juego, como decíamos, es lo que uno es o terminará siendo. El desarrollo de la voluntad, al fin y al cabo, reclama un trabajo con uno mismo, un trabajo que no solo requiere fuerza, sino también lucidez. Pues aun cuando fácilmente sabemos lo que deseamos, cuesta saber lo que uno quiere; lo que en verdad importa y, por eso mismo, merece nuestra entrega.
3. Supongamos que un yonqui tomase la decisión de desengancharse porque no quiere que su hija pequeña tenga un padre drogadicto. Y supongamos también que no pudiera desengancharse; que la heroina fuese para él como el agua para cualquiera. La pregunta —una pregunta clave— es si tiene sentido decir que quiere desengancharse, a pesar de que no pueda hacerlo. Y la respuesta es que sí, siempre y cuando lo intente una y otra vez… a pesar de que fracase una y otra vez. El ejemplo, sin duda, es extremo. Pero ilustra perfectamente de qué se trata cuando hablamos de la libertad. Podríamos decir que nuestro yonqui no tiene libertad de desengancharse, aun cuando sea libre para desengancharse.
4. Obviamente, el yonqui quiere desengancharse porque tiene un motivo —su hija. Y por ello alguien podría decir que de hecho no es libre porque actúa condicionado por dicho motivo. Pero, como ya vimos a propósito de la segunda acepción, es absurdo suponer que solo somos libres donde no estamos determinados por nada ni por nadie. Pues, en ese caso, no habría detrás un quién, sino algo parecido a una máquina de azar. Todos somos, en gran medida, el fruto de nuestra circunstancia. La libertad en tanto que relación con uno mismo, mejor dicho, con lo que dentro de uno mismo se encuentra más allá de uno mismo, nunca se ejerció sobre el vacío. La libertad necesita siempre de un motivo. Y quizá sea por esta razón que la genuina libertad se ejerza como liberación de lo que inicialmente nos impide o, cuando menos, dificulta realizar dicho motivo. Podríamos decirque se trata de liberarse, en nombre de lo que vale la pena, de aquello que estando dentro de nosotros no nos pertenece. Aquel que quiere sin una razón para querer, no quiere, sino que, en cualquier caso, se deja llevar por lo que le apetece o desea… si es que no tira una moneda al aire.
NB 2: En este sentido, un Dios omnipotente —un Dios al que nada se le resistiera— difícilmente podría querer algo o a alguien. En absoluto, sería un Dios al que quepa dirigirse o invocar. Pues no habría nadie tras el nombre del Dios. A lo sumo, un poder anónimo. No es casual que, bíblicamente, el poder de Dios se revele, al fin y al cabo, como el poder de su debilidad. Como si en el fondo estuviéramos sujetos a la fragilidad de una genuina alteridad. Pero este es otro asunto.
NB 3: Aquí podríamos objetar que el ejercicio de la voluntad Sin embargo, aun cuando fuese cierto que nuestro cerebro se inclinase por perseverar unos milisegundos antes de “tomar la decisión” de perseverar, la pregunta es por qué razón el sujeto cree que se decanta por lo que se decanta. Y aquí la historia de cada uno resulta determinante. O por decirlo con otras palabras, como sujetos no dejamos de estar “sujetos a”. La cuestión es a qué o a quién. Y es que, al margen de nuestro carácter particular, no dejamos de ser aquellos que nos juzgamos en nombre del “padre”, por decirlo así, de aquel que decide el valor de nuestra existencia. Nadie sabe qué quiere hasta que no sepa qué quiere de él su padre. Evidentemente, aquí la cuestión es quién es tu padre (y un padre podría ser perfectamente “la gente”, lo cual significa que, en ese caso, no seríamos mucho más que unos “cualquiera”). Al fin y al cabo, un “padre” va configurando el cerebro que, precisamente, se decantará por una opción u otra unos milisegundos antes de que seamos conscientes de tomar la decisión. Y lo va configurando porque el cerebro, por decirlo así, no solo se ocupa de elegir, sino también de lo que en verdad importa… y no solo nos parece que importa. De ahí el íntimo vínculo entre la cuestión de la libertad y el asunto de la verdad de nuestro estar en el mundo —de lo que en realidad tiene lugar y no simplemente pasa. En definitiva, de lo que importa.
5. De lo anterior, se deduce que el ejercicio de la libertad implica un atarse al mástil. Como es sabido, y con el propósito de poder escuchar el canto de las sirenas sin asumir ningún riesgo, Ulises obligó a los miembros de su tripulación a ligarlo con gruesas cuerdas al palo principal, ordenándoles, a su vez, que no lo desatasen… por mucho que se lo exigiese una vez escuchase ese canto. Decíamos antes que el ejercicio de la libertad supone un trabajo sobre uno mismo, algo así como una especie de combate interior. Y es que resulta difícil querer. Lo fácil es dejarse llevar por lo que nos seduce de inmediato. De ahí, la necesidad de un conocimiento de sí y, en definitiva, de un cierto saber sobre qué supone estar en el mundo, al menos para poder distinguir entre lo que merece nuestro esfuerzo y lo que no. Por eso mismo, el sujeto capaz de hacer lo que quiere no se encuentra en el mismo plano que el niño, el cual apenas diferencia entre lo que le apetece, desea o quiere. No hay libertad sin disciplina. Una genuina libertad, tarde o temprano, impone un sacrificio. Ahora bien, se trata de la disciplina —del sacrificio— que uno se impone a sí mismo. Así, decimos que la libertad es autonomía, literalmente, darse a uno mismo la obligación. Y lo que no es autonomía es heteronomía. En este sentido, no hay deseo que no sea heterónomo. Al fin y al cabo, un deseo, como decíamos en la primera entrega, es un implante. Todo deseo constituye, en cierto sentido, una obligación, la de ser, precisamente, realizado.
NB 4: Aquí podríamos preguntarnos si acaso el que tengamos fuerza de voluntad no dependerá, en el fondo, de un haber sido formados en esta dirección. Ciertamente, la libertad —como la inteligencia y otros rasgos del carácter— se trabaja. Nadie nace siendo libre. Pero quizá sí con la posibilidad de serlo. Aunque hayamos crecido en un contexto en el que se nos empuja a conseguir lo que deseamos (y poco más), nadie ignora la distinción entre desear y amar. Y precisamente por ello no hay quien no se sienta llamado a la libertad. El problema reside en que, de entrada, entendemos por libertad un poder hacer lo que nos apetece o deseamos. De ahí que sea decisivo adquirir una cierta lucidez al respecto. Sin embargo, resulta innegable que es más fácil tener fuerza de voluntad donde hemos sido educados en el esfuerzo y la disciplina que donde se nos ha tratado con excesiva complacencia.
6. Al igual que no hay libertad sin disciplina, tampoco hay libertad sin promesa. De hecho, no es secundario que hablar de la decisión que va con la libertad equivalga a hablar de compromiso. Ciertamente, hoy en día la palabra compromiso, en tanto que incondicional, no tiene buena prensa. Pues sugiere, precisamente, lo contrario a la libertad. Como si donde nos comprometemos seriamente con algo o alguien nos cerrásemos las puertas de salida. De ahí que prefiramos los contratos, los cuales, por defecto, siempre incluyen cláusulas de recisión. Y hay implícitamente contrato cuando, por ejemplo, nos comprometemos con alguien de por vida… porque simplemente nos gusta mucho. Y es que lo que preferimos en cualquier caso es dejar una puerta abierta. Pero nadie dijo que cuanto preferimos sea lo que, en definitiva, queremos. En realidad, donde nuestro compromiso deje una puerta abierta, aquel con quien nos comprometemos difícilmente será algo más que un objeto de consumo. Dejar las puertas abiertas es humano, sin duda. Pero lo cierto es que, donde las dejamos, no cabe hablar propiamente de libertad. De ahí que resulte decisivo diferenciar entre lo que merece nuestra entrega y lo que no (y pocas cosas la merecen). En este sentido, el ejercicio de la libertad va con un cierto sentido de la deuda. Podríamos decir que aquel con quien nos comprometemos es aquel al que, en verdad, le debemos la vida… aun cuando no lo sintamos así. Por eso, el ejercicio de la libertad —el compromiso— no puede basarse únicamente en el sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Así, porque te debo la vida, te prometo que estaré junto a ti en la pobreza o en la riqueza, en la salud y en la enfermedad… Y tenemos que prometerlo, precisamente, porque queremos estar a la altura de lo que nos ha sido dado… teniendo en cuenta que no somos de fiar. El ejercicio de la libertad va, por tanto, con el deber de mantener la palabra. Como decíamos, libertad es displina. Y por eso mismo, fidelidad. Ahora bien, esto supone saber de qué va esto de la vida (y de lo que no va es de un de oca en oca y tiro porque me toca). Esto es, supone haber adquirido una fortaleza de carácter (y nadie la adquiere sin adquirir, a su vez, una cierta sabiduría o lucidez). Uno, al fin y al cabo, es lo que ama. Y por eso, el horizonte de la libertad es, como sugeríamos antes, un hacer propio lo que nos ha sido dado como valor. O somos libres en nombre de lo que vale la pena —y lo que vale la pena no es, ciertamente, algo que quepa tener—, o no somos mucho más que bolas de billar. De ahí que, incluso en el caso de haber seleccionado una opción al azar, pueda tener sentido decir que queremos dicha opción. De hecho, esto es lo que sucede siempre. Pues nadie quiere nada de entrada. En cualquier caso, se ilusiona por algo. Al fin y al cabo, cuanto quepa querer o amar, inicialmente se nos dio como aquello que, precisamente, no elegimos de entrada. La elección, en cualquier caso, se da a medio camino.
NB 5: Con todo, es humano andar entre lo que queremos y cuanto deseamos. El riesgo de la libertad radical es, ciertamente, acabar en una especie de jaula de hierro. La disciplina que exige la libertad no siempre termina bien. De ahí que busquemos la novedad que nos dé otra oportunidad o, cuando menos, que nos aleje de una existencia gris. Pero la novedad es un simulacro de lo nuevo. Con el paso de los días, fácilmente nos daremos cuenta de lo que, en principio, se presentaba como nuevo no es más que una variante de lo mismo de siempre. Anhelamos aquello, literalmente, extraordinario. Pero ignoramos qué es lo que pueda ofrecérsenos como tal… más allá de las apariencias. Y es posible que solo se nos revele el carácter extraordinario de cuanto hemos vivido, una vez lo hayamos perdido de vista.
7. La tercera acepción —la que entiende la libertad como hacer lo que uno quiere— mantiene una estrecha relación con la cuarta, la que, comúnmente, se denomina libertad interior, el estar por encima de lo que no importa y, sin embargo, nos afecta o puede. Nadie es libre donde depende, por ejemplo, de lo que los demás digan sobre su imagen, sus logros… su apariencia. Y es que el ejercicio de la voluntad, como hemos visto, solo es posible en relación con lo que importa o vale en verdad.
más Platón (en breve)
noviembre 18, 2020 § Deja un comentario
Hay más realidad en lo invisible que en lo visible. Pero lo invisible no es una cosa invisible —algo que podríamos ver de cruzar la puerta que nos separa de la dimensión oculta—, sino lo eternamente invisible. Pues lo real aparece en tanto que desaparece en su carácter de algo otro en verdad. De ahí que el horizonte de cuanto aparece sea la desaparición. Y de ahí también que tan solo caigamos en la cuenta de su valor real, una vez han dejado de estar presentes.
apuntes sobre la libertad (1)
noviembre 15, 2020 § 1 comentario
¿Somos en realidad libres? ¿O se trata más bien de una ilusión —de un creerse libres?
1. En principio, cabe considerar cuatro acepciones para la palabra libertad. Así, de entrada, decimos que somos libres cuando podemos realizar lo que deseamos (o al menos, en la mayoría de las ocasiones). Por otro lado, también hablamos de la libertad como capacidad de elección entre diferentes opciones o alternativas. En tercer lugar, creemos que somos libres si podemos hacer lo que queremos. Por último, a veces también hablamos de la libertad interior a propósito de la fortaleza del cáracter.
NB 1: por lo común, confundimos la tercera acepción con la primera. Sin embargo, como veremos, no es lo mismo querer que desear… aunque en un primer momento nos lo parezca. Cuando éramos niños tampoco distinguíamos entre lo que nos apetecía, deseábamos o queríamos. De hecho, no cabía la distinción. Y sin embargo, con el tiempo nos dimos cuenta de que no se trataba exactamente de lo mismo.
A continuación, nos preguntaremos por la consistencia de cada una de estas acepciones.
2. Sin duda, nos sentimos libres donde podemos hacer lo que deseamos. Ahora bien, que nos sintamos libres no implica que efectivamente lo seamos. Por defecto, deseo y prohibición van a la par. Nadie desea lo fácil —lo que tiene al alcance de la mano. Acaso nos pueda apetecer, pero, estrictamente hablando, en modo alguno vamos a desearlo. Tan solo hace falta que nuestros padres nos prohiban entrar en la buhardilla, pongamos por caso, para que inmediatamente nazca en nosotros el deseo de cruzar la puerta. Un animal no puede desear nada, dado que no se enfrenta a ninguna prohibición —en cualquier caso, a un obstáculo. Los animales se mueven por instinto. Y si un obstáculo le impide consumarlo, sencillamente lo dejará estar. El animal es incapaz de ver más allá de lo que le impide, de hecho, ir más allá. Cuanto pueda haber tras un obstáculo, se supone que infranqueable, deja de ser, para el animal, una alternativa. En cambio, la prohibición que provoca nuestro deseo no suprime la posibilidad sobre la que recae, precisamente, la prohibición. Al contrario: la acentúa. Y es que el deseo, a diferencia del mero instinto, siempre apunta a lo absolutamente nuevo o extraordinario. En este sentido, hay en el deseo una promesa de felicidad —de realización— que no encontramos en el instinto o en cuanto simplemente nos apetece.
NB 2: aquí podríamos objetar que lo que deseamos traduce en cierto modo el anhelo, acaso el impulso más íntimo que hay en nosotros, de que tenga lugar lo extra-ordinario. Sin embargo, basta con haber alcanzado unas pocas veces aquello que deseamos para, cuando menos, intuir que nada de lo que deseamos cumple con su promesa. La novedad a la que apunta el deseo es, al fin y al cabo, un sucedáneo de lo absolutamente nuevo o extraordinario al que aspira el anhelo que en gran medida configura nuestra humanidad. Al final, el misterio de la buhardilla a la que se nos impidió entrar terminará siendo, de descubrirlo, algo prosaico, —algo a lo que podemos sin duda habituarnos, una cosa más (o de más). Como si nuestro anhelo apuntase a lo que en modo alguno cabe poseer. Pero de ello hablaremos a propósito de la tercera acepción.
NB 3: si uno no puede llevar a cabo lo que le apetece puede , sin duda, sentirse frustado. Pero difícilmente dirá que se vea privado de libertad. Otro asunto es que se nos prohiba satisfacer nuestra apetencia. En ese caso, sí que nos sentiríamos privados de libertad. Sin embargo, debido a la prohibición, es probable que pasemos a desear lo que de entrada tan solo nos apetecía. De ahí que esta primera acepción deba formularse necesariamente en relación con el deseo.
Ahora bien, dado que la prohibición se nos impone, ningún deseo nace de nosotros, aunque, debido a su arraigo corporal, a menudo nos dé esta impresión. Si espontáneamente creemos lo contrario —si no parece que son nuestros— es porque nos dejamos seducir por su promesa. Basta con imaginar que se nos dijera que los deseos que hemos tenido últimamente nos fueron implantados por los científicos de un proyecto del que decidimos formar parte como conejillos de indias. A partir de ese momento, la relación que mantenemos con dichos deseos ya no será la misma. Difícilmente podríamos seguir identificándonos con cuanto deseamos mientras duró el proyecto (y quizá continuamos deseando). Así, por poco que pensemos, nos daremos cuenta de que no hay deseo que no sea, en definitiva, un implante. Nadie elige lo que desea. Sin duda, si fuéramos esquimales, pongamos por caso, no desearíamos el nuevo iphone. Quizá una nueva foca.
Es cierto que no podemos evitar sentirnos libres donde logramos saltar las vallas, por decirlo así. Y por eso fácilmente llegamos a creer que seríamos más libres si nos desprendiéramos de las ataduras que nos impone la sociedad. Pero aquí podríamos decir lo que le diríamos al ave que estuviese convencida que volaría con más libertad si el aire no le opusiera resistencia, a saber, que de no contar con dicha resistencia, tampoco podría volar. La conclusión es inmediata: lo que aparentemente impide nuestra libertad —las normas a las que nos hallamos sujetos, la prohibición— es lo que hace posible creer que uno es libre donde puede llevar a cabo cuanto desea. En cualquier caso, dado que nadie escoge su deseo —dado que el deseo no deja de ser un implante—, nadie es libre propiamente en relación con su deseo. Aunque a menudo nos lo parezca. Sin embargo, esto es así, solo en relación con una libertad entendida como un poder realizar lo que deseamos.
3. La conclusión anterior presupone que la genuina libertad reside, principalmente, en la capacidad para elegir entre alternativas. Así, uno solo sería libre si, ante diferentes opciones, puede escoger. Sin embargo, ¿qué implica el hecho de poder escoger? En principio, que no hay razones o motivos de peso que nos decanten, ni siquiera inconscientemente, por una u otra posibilidad. Si las hubiera, entonces no haríamos más que ceder a dichas razones o motivos. Y esto es lo mismo que decir que, donde cabe la decisión libre, permanecemos indiferentes frente a las alternativas que se nos ofrecen. Esto es, nos dan igual. Desde este punto de vista, solo a través de una decisión libre podríamos superar el hiato que nos separa de las diferentes opciones. Así, la situación en la que tiene sentido hablar de capacidad de elección es análoga a la de hallarnos en el fiel de una balanza equilibrada (o a aquella en la que se encuentra el asno de Buridán, el cual, como sabemos, equidista de dos montones de paja exactamente iguales). Ahora bien, en ese caso, la decisión libre estaría muy cerca de tirar una moneda al aire, como quien dice. O si se prefiere, de dar un salto en el vacío. Es por esto que a esta segunda acepción se la suela denominar libre arbitrio. Pues lo arbitrario es lo que carece de razones.
Sin embargo, ¿hasta qué punto alguien elige lo que le ha venido dado por azar? ¿Acaso el sujeto de la elección no tiene que estar, de algún modo, comprometido con aquello que termina eligiendo? Ninguna mujer se sentiría elegida si aquel que se le declara dijese que la ha escogido porque, al tirar una moneda al aire, salió cara. En cualquier caso, podría sentirse seleccionada, pero en absoluto elegida. Para que tenga sentido hablar de elección, el yo tiene que estar comprometido con el objeto de su elección.
NB 4: llegados a este punto, cabría objetar que alguien podría perfectamente comprometerse con una de las opciones disponibles después de tirar la moneda al aire. Así, en principio nos podría dar igual estudiar Derecho que Economía. Pero ¿es que no podríamos decidir ir hasta el final con la opción que saliera seleccionada por azar? En este caso, no me atrevería a decir que no quepa hablar de compromiso, aunque, ciertamente, no sea esta la manera habitual de comprometerse. Sin embargo, de esta posibilidad hablaremos cuando nos ocupemos de la tercera acepción. Mientras tanto, basta con mantenernos dentro del sentido común, el que nos permite distinguir entre una mera selección y el hecho de escoger algo —o a alguien— entre diferentes opciones.
No obstante, si quien toma una decisión libremente se encuentra comprometido con aquello que elige, y teniendo en cuenta que el modo de ser de cada uno es en gran medida el producto de su circunstancia, ¿no podríamos decir que la elección ya está determinada por los rasgos fundamentales de un carácter? ¿Acaso nuestro modo pareticular de ser no nos condiciona a la hora de tomar una decisión? En este sentido, no hace falta recurrir a las tesis de Freud sobre el papel del inconsciente. Benjamin Libet demostró en su momento que nuestro cerebro toma la decisión unos milisegundos antes de que nosotros nos decantemos libremente por una u otra opción. Evidentemente, si esto es así —y parece que lo es—, entonces resultaría muy difícil hablar de libertad en los términos de la segunda acepción. Pues no parece que podamos decir que somos libres si nuestra decisión es algo así como el reflejo consciente de un impulso cerebral.
Nos quedaría tratar del resto de las acepciones. Pero esto lo dejamos para más adelante.
unos apuntes sobre idea y realidad —o una más de Platón
noviembre 12, 2020 § Deja un comentario
1. Si podemos discutir sobre lo justo —o lo bueno o lo bello— es porque partimos de una misma idea de lo justo —o lo bueno o lo bello—. No tiene sentido discutir sobre el carácter justo de, por ejemplo, una decisión judicial, a menos que demos por sentado que es justo darle a cada uno lo que se merece. Ahora bien, si cabe la discusión es, precisamente, porque la asignación de un mérito en particular siempre dependerá de lo que nos parezca, esto es, de una sensibilidad o punto de vista. De ahí que el sofista sostenga que, con respecto a lo justo —o al bien o a la belleza— no cabe ir más allá de lo que nos parece justo (o bueno o bello). El carácter justo de una decisión no reside, por tanto, en la decisión misma, sino en el punto de vista, esto es, en el cómo se nos presenta o aparece esa decisión (y de ahí la habilidad del sofista en presentar como si fuera en realidad justa, una decisión que, desde otro punto de vista, podría considerarse como injusta o, cuando menos, como no tan justa). Por eso, la idea común de lo justo —la que nos permite discutir, de facto, acerca del carácter justo de tal o cual decisión— es, para el sofista, un simple contenido mental, una abstracción. Su realidad es meramente formal, en modo alguno material. Desde la óptica de la sofística, no cabe hablar de la realidad de lo justo como sí podemos hablar, por ejemplo, de la realidad del agua. Consecuentemente, en relación con los asuntos político-morales no es posible, según el sofista, ir más allá de lo que nos parece justo o bueno en un momento dado o desde un determinado punto de vista. En cualquier caso, siempre será posible presentar una decisión como si fuese realmente justa… mientras uno sea más diestro con las palabras que aquellos a quienes convence.
2. Platón, sin embargo, sostuvo que hay justicia, belleza, bien; que la idea de lo justo, lo bueno, lo bello no es un simple concepto formal—… aunque, de hecho, siempre percibamos parcialmente lo justo —o lo bello o el bien. Como sabemos, según Platón, la idea posee el carácter exterior u otro de lo real. No estamos únicamente ante un contenido mental. Sin embargo, para entender la tesis de Platón quizá deberíamos invertir los términos: no es que Platón diga, aunque a veces dé esta impresión, que las ideas estén flotando en un mundo aparte a la manera de entes espectrales. Más bien, lo que sostiene es que lo real —en nuestro caso, el cáracter real de lo justo— solo puede ser pensado. Pues que lo real sea idea significa, al fin y al cabo, que lo real no posee la entidad de lo palpable o material. Es en este sentido que cabe entender la sentencia platónica de que tan solo la idea es real —o siendo más estrictos, que tan solo la idea de lo real es real. Llegados a este punto, podríamos decir que la tesis de Platón guarda un cierto aire de familia con lo que nos respondería hoy en día un físico si le preguntásemos qué es la materia. Evidentemente, su primera respuesta sería la habitual: lo que de algún modo cabe ver o tocar. Ahora bien, la cuestión es de qué hablamos cuando hablamos de este lo que. Y aquí el físico se limitaría a escribir una fórmula matemática sobre la pizarra o el papel. Ahora bien, lo que podemos fácilmente aceptar con respecto a la materia resulta más difícil de admitir en relación con lo justo, la belleza, el bien. Pues espontáneamente tendemos a creer que cada uno tiene su opinión al respecto. La pregunta, por tanto, será por qué Platón defendió el carácte real o exterior de la idea de lo justo —o de lo bueno o lo bello—, cuando parece más razonable sostener la tesis de la sofística.
3. La respuesta es simple, aunque nada fácil de entender en un primer momento. Si Platón se atrevió a hablar de la realidad de lo justo —y, por tanto de su carácter otro o absoluto— es porque hablar de lo real es lo mismo que hablar de lo justo —o también de lo bello o lo bueno. Decir lo real es lo mismo que decir lo que debe ser, esto es, el bien. Y hablar del bien equivale a hablar de lo que es en su justa medida. Por ejemplo, la verdad de un cuerpo, por decirlo así, se expresa en lo que debe ser un cuerpo, esto es, en su belleza. Ahora bien, un cuerpo es bello donde sus partes guardan una debida proporción —donde se dan en su justa medida. Un cuerpo está bien cuando se muestra tal y como debe ser (y por eso decimos que no hay cuerpo bello que esté bien del todo). De ahí que, según Platón, ser y bien se revelen como dos modos de referirse a lo mismo. La realidad es la norma de lo sensible. Decir idea equivale a decir norma o paradigma. La realidad no es más, aunque tampoco menos, que una pura exigencia de realidad.
4. Por consiguiente, las ideas de lo justo, lo bueno o bello, serían diferentes expresiones de lo real, esto es, maneras alternativas de referirse a la exigencia de ser bajo la que se encuentra cuanto es visible o palpable. Es como si estuviéramos ante diversas paráfrasis de lo real —técnicamente, ante nociones trascendentales. Si cabe decir de un cuerpo bello, pongamos por caso, que no termina de ser bello —a pesar de que en él se haga presente la belleza— es porque se encuentra sometido a la exigencia de serlo por entero (y aquí quizá convenga recordar que en el mundo nada se da nunca por entero; la belleza que un cuerpo muestra o revela no le es inherente: tan solo la representa desde ciertos ángulos o en un momento dado). En términos generales, si podemos decir que todo lo que se da en el tiempo no termina de ser —si el horizonte de lo que pasa o sucede es la desaparición— es porque cuanto hay en el mundo está sujeto a la norma de ser por entero o absolutamente, en definitiva, al imperativo de permanecer. De ahí que cuanto no termina de ser, estrictamente hablando, no es (y por eso mismo, nada de lo que hay en el mundo es en realidad). No es casual que Platón entendiese el mundo sensible como un mundo aparente, en el doble sentido de la expresión. Pues, por un lado, en él aparece lo real; pero, por otro, solo como ilusión de lo real, como apariencia. Es por esto que Platón dijo que lo real, en tanto que norma o pura exigencia de ser, trasciende la frontera de lo visible.
5. Ahora bien —y en esto consistiría el giro dialéctico de Platón, un giro que no suele leerse en los manuales al uso—, la degradación de lo real no se debe únicamente a que lo real solo pueda mostrase relativamente —y por eso mismo, perdiendo por el camino su carácter otro o absoluto—, sino también, y quizá sobre todo, a que las cosas expresan plenamente lo real, por decirlo así. De este modo, que el horizonte de cuanto es en el tiempo sea la desaparición respondería, no tanto a la relatividad de la percepción sensible, sino principalmente a la otra exigencia de lo real. Y es que si, por una lado, nada es que no aparezca o se haga presente; y si, por otro, la condición del aparecer es el retroceso —la desaparición— de lo real en su carácter otro o absoluto, entonces participar de lo real, por decirlo a la manera de Platón, implicaría asumir la desaparición de lo real en su carácter otro o absoluto. Y es que decir que lo real, en su carácter otro o absoluto, tiene que desaparecer en su aparecer o hacerse presente a una sensibilidad equivale a decir que lo real, en sí mismo, es en la misma medida en que no es —o que aparece porque no aparece (y viceversa). Pues, como decíamos, solo es lo que aparece o se hace presente a una sensibilidad… como eso que, en cuanto realmente otro, no aparece. Es así que el no ser se revela al pensamiento como el envés del ser (y aquí Platón estaría más cerca de Heráclito que de Parménides). De ahí que la alteridad propia de lo real sea siempre el supuesto de toda experiencia del mundo, en modo alguno algo que quepa ver o tocar. Por consiguiente, los cuerpos bellos no serían bellos solo porque lo que aparece en ellos sea una belleza paradigmática que, como tal, se encontraría más allá del cuerpo que la representa, sino que también lo serían, y quizá sobre todo, porque nunca logran serlo por entero. En esto consiste asumir, como decíamos, la escisión de lo real y, por tanto, su doble exigencia: por un lado, la que obliga a durar; y por otro, la que empuja a desaparecer. De ahí que, al final, tan solo las cosas sean reales —esto, de hecho, es lo que de entrada dirá Aristóteles, siguiendo los pasos del último Platón. Pues en lo real como absoluto coinciden el ser y la nada, la aparición y la desaparición. Y esta coincidencia es el mundo. Hay mundo porque lo absoluto es, en definitiva, una tensión entre contrarios, una indecisión, estrictamente hablando, la coincidencia de lo presente con el ha sido y el será. Esto es, tiempo. Pero como apuntamos en clase, todo lo que hemos dicho en este último párrafo ya es para nota.
Platón en una sola frase
noviembre 10, 2020 § Deja un comentario
En el mundo, no hay justicia, ni belleza, ni bien —solo apariencias de lo justo, la belleza, el bien— porque hay justicia, belleza, bien.
Protegido: apuntes sobre la naturaleza humana
octubre 25, 2020 Escribe tu contraseña para ver los comentarios.
una de las dos o las dos
octubre 7, 2020 § Deja un comentario
La cuestión de la filosofía —aquella que nace de la sospecha— es si cabe trascender el plano de lo que nos parece que es en la dirección de lo que es en verdad, es decir, de lo que en verdad acontece o tiene lugar con independencia de lo que pueda parecernos. Es en este sentido que hemos de entender el amor por la verdad que caracteriza una vida examinada, la vida que se cuestiona a sí misma, la que vuelve sobre sí. La respuesta que dio Platón —y antes que él, Parménides— es que solo a través de la razón. El problema es que los productos de la razón son formales. Dicho de otro modo, en modo alguno pueden ser, literalmente, incorporados. No hay camino de vuelta hacia la sensibilidad. Esto resulta inevitable, cuando menos porque el ejercicio de la razón solo puede llevarse a cabo desde la distancia teórica —desde las gradas de un dios: no es casual que la palabra teoría proceda del vocablo theos—. Así, por medio de la razón podemos concluir, pongamos por caso, que el canibalismo que practican algunos pueblos, en tanto que posee una fuerte carga simbólica, no es, en cuanto tal, aberrante, aunque a nosotros nos lo parezca. Ahora bien, el que lo sepamos no impide que sigamos sintiendo la misma repugnancia que antes: nuestra sensibilidad no queda modificada por los resultados de la razón, aun cuando, sin duda, no nos dejemos llevar tan fácilmente por ella. Es lo que tiene el uso de la razón: que nos distancia del cuerpo, por decirlo así. Sin embargo, si entre nosotros conviviera un grupo de canibales, lo que prevalecería sería la sensibilidad. La sensibilidad determina el uso político de la razón. Sencillamente, se les prohibiría por ley seguir con su costumbre.
Algo parecido ocurre donde partimos, no de la sospecha, sino del asombro, la otra raíz del amor a la verdad. Y nos asombra el que algo simplemente sea —que haya mundo en vez de nada—. De ahí que una de las preguntas de la filosofía sea en qué consiste, precisamente, el hecho de ser —no el que algo sea foca o montaña, pongamos por caso, sino que sea—. Hay cosas. Y lo que tienen en común es que son. El que sean confiere unidad al mundo. Con respecto al hecho de ser-algo no hay diferencia: todo es. En cualquier caso, la diferencia surge con respecto al modo de ser (y aquí podríamos preguntarnos por la relación entre el hecho de ser-algo y su particular modo de darse, su aparecer como algo en concreto, esto es, por la relación entre lo real y su apariencia). La conclusión que tarde o temprano alcanzamos es que el simple ser-algo —el puro haber— no es objeto de una percepción en concreto: no estamos ante una cosa que podamos ver o tocar. Se trata de lo que solo puede ser pensado como el presupuesto del decir algo de algo y, en definitiva, de nuestro estar en el mundo. Nos encontramos en el puro haber antes incluso de que podamos preguntarnos por la verdad —la adecuación— de nuestras representaciones del mundo. Ahora bien, este encontrarse en medio del haber, en tanto que lo siempre supuesto, es precisamente lo que dejamos atrás una vez comenzamos a experimentar cuanto nos traemos entre manos, esto es, una vez que iniciamos el trato con el mundo. No hay acceso sensible al puro y simple haber.
Es cierto que experimentamos algo parecido a una pura presencia —al puro haber— donde, alejados de cualquier interés, contemplamos, pongamos por caso, un paisaje. Al fin y al cabo, la rosa es sin porqué, como dijera Angelus Silesius. Sin embargo, la contemplación no proporciona, estrictamente, un saber, mejor dicho, una saber a qué atenerse. En la contemplación dejamos que sea lo que es, al margen de para qué pueda servirnos. Y es en este punto donde convergen la sospecha y el asombro. Pues en ambos casos, el que ama la verdad queda en suspenso en medio del mundo. Otro asunto es cómo volver a tratar con cuanto nos rodea donde la reflexión impide, precisamente, que vuelva a crecer la hierba. Y es que, aun cuando nadie vuelva a ser estrictamente el mismo tras haberse distanciado de sí mismo, no es posible permanecer demasiado tiempo frente a la verdad.
el haber u otro modo de entender a Parménides
octubre 5, 2020 § Deja un comentario
El haber —el puro y simple hay— solo puede ser uno, eterno, inmutable… No hay diferentes haberes. En cualquier caso, las cosas son los diferentes modos en los que se concreta —aparece— el haber. El haber es el fondo de cuanto hay (y por eso mismo no es cosa; las cosas son en el haber). Precisamente, porque todo es —porque tan solo es lo que hay—. El haber es lo dado por descontado cuando decimos algo de algo. No puede haber el no-haber. Pues la nada, sencillamente, no es. No cabe hacerse una idea de la nada. O mejor dicho, cuando nos la hacemos no podemos evitar concebirla como vacío. Y el vacío es. Por eso mismo, no es posible una experiencia del puro y simple haber. El haber, en cuanto tal, no es observable. Siempre se nos da bajo un aspecto u otro —en la forma de apariencia, en el doble sentido de la expresión—. La presencia de lo sensible —de cuanto cabe ver y tocar— se nos da bajo el horizonte de lo invisible —no de la cosa invisible, sino de lo absolutamente invisible. En este sentido, el haber es lo absoluto o, literalmente, ab-suelto (y absuelto de la condicionalidad de un punto de vista, del juicio). En cuanto tal, solo cabe pensarlo. Y esto está muy cerca de decir que el haber, en sí mismo, no es (y aquí nos apartamos de Parménides en la dirección de Heráclito). No hay haber sin nada en lo que aparezca. Aunque la aparición, en tanto que un modo del haber, no coincida con el absoluto-haber. Aunque la aparición transforme el haber en un tener y, por eso mismo, lo desmienta. Solo es en tanto que difiere de lo concreto —de las cosas en las que se concreta el haber— puede haber lo que hay. No hay nada que no aparezca o se muestre. Pero el mostrarse solo es posible desde el retroceso, por decirlo así, del puro haber. De ahí que se trate del pre-supuesto de cualquier experiencia del mundo. Una vez surge la conciencia, el haber se transforma en un hubo haber.
El haber —el puro y simple hay— solo puede ser uno, eterno, inmutable… No hay diferentes haberes. En cualquier caso, las cosas son los diferentes modos en los que se concreta —aparece— el haber. El haber es el fondo de cuanto hay (y por eso mismo no es cosa; las cosas son en el haber). Precisamente, porque todo es —porque tan solo es lo que hay—. El haber es lo dado por descontado cuando decimos algo de algo. No puede haber el no-haber. Pues la nada, sencillamente, no es. No cabe hacerse una idea de la nada. O mejor dicho, cuando nos la hacemos no podemos evitar concebirla como vacío. Y el vacío es. Por eso mismo, no es posible una experiencia del puro y simple haber. El haber, en cuanto tal, no es observable. Siempre se nos da bajo un aspecto u otro —en la forma de apariencia, en el doble sentido de la expresión—. La presencia de lo sensible —de cuanto cabe ver y tocar— se nos da bajo el horizonte de lo invisible —no de la cosa invisible, sino de lo absolutamente invisible. En este sentido, el haber es lo absoluto o, literalmente, ab-suelto (y absuelto de la condicionalidad de un punto de vista). En cuanto tal, solo cabe pensarlo. Y esto está muy cerca de decir que el haber, en sí mismo, no es (y aquí nos apartamos de Parménides en la dirección de Heráclito). No hay haber sin nada en lo que aparezca. Aunque la aparición, en tanto que un modo del haber, no coincida con el absoluto-haber. Aunque la aparición transforme el haber en un tener y, por eso mismo, lo desmienta. Solo es en tanto que difiere de lo concreto —de las cosas en las que se concreta el haber— puede haber lo que hay. No hay nada que no aparezca o se muestre. Pero el mostrarse solo es posible desde el retroceso, por decirlo así, del puro haber. De ahí que se trate del pre-supuesto de cualquier experiencia del mundo. Una vez surge la conciencia —en definitiva, el tiempo—, el haber se transforma en un hubo un haber. Por eso, en cierto sentido, podríamos decir que nunca lo hubo.
¿Podríamos estar ante una ilusión? Difícilmente. Al menos porque el haber, como el presupuesto de la experiencia, no puede ser representado como podamos representarnos mentalmente una vaca, pongamos por caso. Esto es, no es posible hacerse del puro haber una idea que pueda ser desmentida por los hechos. El haber continuaría siendo aun cuando tan solo existiese una mente alucinando un cosmos. Ocurre aquí lo que en el microrrelato de Monterroso: cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
ser y pensar es lo mismo: sobre Parménides de Elea
septiembre 30, 2020 § 2 comentarios
El pensamiento occidental se asienta sobre la sentencia de Parménides, según la cual ser y pensar es lo mismo. Traducción: tan solo es lo que encaja dentro de las exigencias de la razón (pues, como sabemos, la razón obliga). No cabe pensar contra los principios de la razón. Por ejemplo, todo lo que digamos con sentido o es verdadero o no lo es. En modo alguno, cabe una tercera opción. Esto lo sabemos de entrada, es decir, antes de cualquier contacto con el mundo, de cualquier ver y tocar. Dicho en el argot filosófico, lo sabemos a priori. Sin duda, podemos ignorar si lo que decimos o nos dicen es verdadero o falso. Pero lo cierto es que tiene que ajustarse a los hechos… o no. Desde la óptica de la lógica, el gato de Schrödinger está vivo o muerto. No puede estar, a la vez, vivo y muerto (de ahí que la mecánica cuántica sea tan desconcertante, por no decir, incomprensible). También sabemos a priori que todo es, al fin y al cabo, modificaciones de una y la misma cosa. Esto es, con anterioridad a la experiencia, la razón presupone que el mundo es mundo porque tiene un fundamento —un arjé—… aunque, de momento, no sepamos en qué consiste. Si continuamos investigando —si seguimos intentando descubrir ese arjé— es, precisamente, porque tiene que haberlo. Y esto es lo mismo que decir que la necesidad de un arjé no es algo que hayamos podido constatar a través de una cuidadosa observación. Al contrario: si cabe observar cuanto sucede en el mundo es porque hay mundo. Y que haya mundo depende de que demos racionalmente por sentado que hay un fundamento, aun cuando ignoremos su naturaleza o definición. Si la razón no diera por obvio que todo reposa sobre un principio —que todo obedece a la naturaleza de una cosa última— no habría mundo. No podría haberlo. El arjé es lo que confiere unidad al mundo, lo que hace posible que podamos hablar de una totalidad: todo no es más que… Si cabe hablar del todo es porque una de las operaciones básicas de la razón consiste en la reducción de la diversidad a un denominador común. La totalidad no es, de hecho, observable. El acceso a la totalidad solo puede ser racional. Consecuentemente, decir mundo equivale a decir que no todo es posible. Pues lo posible es lo que naturaleza de la cosa última —el denominador común— admite como posibilidad. Cuanto es no es más —ni menos— que una modificación del arjé, un modo de ser de esa cosa última. Donde todo fuera posible, no habría mundo —no habría cosmos—, sino caos. En verdad, el caos es lo que no puede ser. Un mundo caótico es, sencillamente, inconcebible y, por eso mismo, imposible: tan solo lo racional es posible. El mundo es mundo porque cuanto es en el mundo se encuentra sometido a lo que da de sí el arjé. Si el mundo a veces nos parece un desorden es que aún no hemos dado con el principio del orden, con su Ley.
Ahora bien, lo que también exige la razón —mejor dicho, la conciencia racional— es que las sensaciones o ideas que podamos tener de lo real es, precisamente, de lo real. En este sentido no es casual que logos en griego, la raíz de nuestra palabra razón, signifique a la vez pensamiento y lenguaje. El decir lo que es supone, cuando menos, dar por supuesto que lo que es se encuentra afuera, en el exterior. Pues que el mundo sea el ámbito de las cosas que son es porque, en última instancia, podemos decir algo de algo. Para las bestias no hay mundo, aunque estén en el mundo. Para las bestias, nada es. Pues nada estrictamente se les muestra o aparece: su conducta es mera reacción a estímulos. Como si fueran máquinas complejas. Las bestias carecen de logos.
Por defecto, lo que es aparece bajo un aspecto u otro. Pero el aspecto que percibimos depende de nuestra sensibilidad o punto de vista. Si nuestra sensibilidad fuese otra —su fuéramos sensibles, pongamos por caso, a los infrarrojos, si nuestro cerebro no procesase las formas de los objetos tal y como lo hace— el mundo tendría, sin duda, otro aspecto. Y porque lo real se da siempre en relación con una sensibilidad o punto de vista, decimos que la percepción es relativa. Por eso mismo, las apariencias son contingentes o, si se prefiere, variables. Lo que hoy nos parece indiscutiblemente agradable o bello, otro día o bajo distintas circunstancias puede parecernos no tan agradable o bello. Es cierto que, inicialmente, tendemos a creer que las cosas son tal y como nos parece que son. Así, decimos de un acto que es, por ejemplo, aberrante porque lo sentimos como tal. Tampoco es casual que nos inclinemos a creer en las apariencias. Pues nada es que no aparezca, que no se haga presente —y presente a una conciencia—. La presencia es el sello de cuanto es. Sin embargo, lo que confiere realidad a lo que percibimos no es estrictamente la percepción —lo que nos parece que es, el aspecto que nos muestra lo real—, sino el algo del cual decimos, precisamente, algo en concreto. Ahora bien, porque ese algo al que atrubuímos determinadas propiedades queda oculto por sus rasgos, el algo siempre permanece más allá o por debajo de su aspecto (y en tanto que permanece por debajo, lo cual no deja de ser una manera de hablar, decimos que ese algo es sustancia, literalmente, lo que subyace y soporta un aspecto). Lo que confiere realidad a cuanto percibimos es, al fin y al cabo, ese resto invisible de lo visible. Y es que no cabe experimentar el algo en cuanto tal, esto es, al margen de los rasgos que manifiesta. De ahí que la razón lo dé por descontado. O dicho de otro modo, lo real en sí —esto es, al margen de su aspecto— solo puede ser pensado, en ningún caso percibido. En cualquier caso, percibimos su aspecto, en modo alguno el carácter otro del algo. De ahí que el algo no sea estrictamene cosa, ni siquiera última. Lo real —lo absoluto o enteramente otro— solo puede darse a la conciencia como concepto. Si llegásemos a experimentar una exterioridad pura —una exterioridad sin cosas—, la experimentaríamos como la presencia de la nada. Pues nada se hace presente en el puro y simple haber. El algo-otro es, en definitiva, el índice de la exterioridad. Lo primero es el puro y simple haber. Pero lo primero no es accesible a la sensibilidad. La sensibilidad no puede trascedender el horizonte de lo tangible. El límite de la sensibilidad es el mundo, el ámbito de las cosas. Ahora bien, hay mundo porque previamente —y esta anterioridad no es estrictamente temporal, sino lógica— hay un puro haber. Racionalmente, tiene que haberlo. El mundo es lo que hay. Pero el haber en cuanto tal —el ser, lo real al margen de su aspecto— no se muestra sensiblemente. No puede hacerlo. El puro haber permanece eternamente tras el velo de las apariencias. De ahí que solo pueda ser pensado. Un mundo puede resultarnos, sin duda, muy extraño. Para el aborigen del Mato Grosso que nunca ha visto a un hombre blanco, la ciudad de Nueva York es, literalmente, otro mundo —un mundo alucinante—. Pero si dicho aborigen puede decir que está en otro mundo es porque, cuando menos, es capaz de decir que en ese mundo hay cosas… aunque no sepa a ciencia cierta qué son. En definitiva, porque a pesar de las diferencias culturales, está sometido, como cualquiera de nosotros, al dictado de la razón.
Por tanto, cuando Parménides, el padre de la metafísica, se pregunta en qué consiste lo real —de que hablamos cuando hablamos de lo que es— se pregunta, en definitiva, por el carácter absoluto de lo real —por lo que cabe decir de lo real al margen de su mostrarse a una sensibilidad—. Y esto solo es posible a través del puro ejercicio de la razón. Únicamente la razón nos permite transcender el límite de lo aparente en la dirección de lo absolutamente real. Según Parménides, la razón se apoya sobre un principio fundamental: tan solo es lo que es; la nada no es. Aparentemente, estamos ante una perogrullada. Pero lo que se deduce de este principio en modo alguno lo es. Y lo que se deduce, precisamente, es que cuando hablamos de lo real hablamos de lo uno, lo eterno e inmutable, de lo infinito. Así, decir lo real equivale a decir lo uno, lo eterno, etc. Aquí conviene tener en cuenta que Parménides no está enumerando las propiedades de lo real —no dice que lo real sea una cosa eterna, inmutable… Pues no es cosa en absoluto. De hecho, las cosas son precisamente cosas porque se encuentran ancladas en lo uno, lo eterno, lo inmóvil, lo infinito o ilimitado… O mejor dicho, ancladas en la unidad, la eternidad, la inmutabilidad, la infinitud. Y esto tiene que ser así conforme a razón. Pues si lo real no fuera uno —o eterno, inmutable, infinito— nos veríamos obligados a admitir la realidad de la nada, lo cual es lógicamente inadmisible. Aquí hay que tener en cuenta que la nada no es el vacío; pues aunque nos imaginemos la nada como un inmenso vacío, este en cuanto tal ya es de por sí algo, a saber, un espacio vacío.
En este sentido, el algo del que decimos algo en concreto sería, en cualquier caso, uno y el mismo algo. Con respecto al algo-subyacente —a lo real en sí— no hay diferencia entre las cosas. La diferencia entre las cosas —su singularidad— salta, por decirlo así, con la atribución de propiedades. Como decíamos el algo sería el índice, la expresión lingüística del puro y simple haber. Y el puro y simple haber, en cuanto tal, es infinito, eterno, inmutable… De no ser así, no habría nada —no habría mundo—. Por eso mismo, no estamos hablando de una cosa en particular. Ni siquiera última. Parménides no es Tales.
Todo lo anterior es, sin duda, sumamente abstracto. De hecho, tan abstracto que roza lo ininteligible. Sin embargo, Parménides no hace más que exponer lo que cualquiera da por descontado, aunque no sea consciente de sus últimas consecuencias, cuando se refiere a lo que es en realidad. Así, cuando decimos de alguien, pongamos por caso, que es bueno —y no solo que lo parece— lo que damos por descontado es que siempre lo es. El problema es que, lógicamente, nada en concreto —ninguna de las cosas a las que nos enfrentamos— dura lo suficiente en su aspecto como para ser real. Todo pasa y nada termina de ser lo que parece. Y si creemos que hay algo eterno es porque no vivimos lo suficiente. Por eso, Parménides dirá que lo real se encuentra, en cierto sentido, más allá de lo sensible. O también, que lo real en cuanto tal solo puede ser pensado. La filosofía de Platón se encargará de sacarle punta a este lápiz. Sin embargo, será una punta que inevitablemente apuntará al pensamiento de Heráclito. Pues si lo real en cuanto tal no se muestra a una sensibilidad, en cierto modo podríamos decir que no es. Al menos, porque, por defecto, todo cuanto es aparece o se hace presente a una sensibilidad. Pero este es otro asunto.
Libet
abril 4, 2020 § 2 comentarios
Los experimentos de Benjamin Libet demostraron que nuestro cerebro toma una decisión unos milisegundos antes de que seamos conscientes de tomarla. Como si fuéramos los títeres de procesos bioquímicos —como si el yo fuera una simple reacción. Evidentemente, no parece que podamos hablar de libertad. Sin embargo, que concluyamos esto último depende de lo que entendamos por libertad. Pues fácilmente damos por descontado que uno es libre donde no se encuentra determinado por nada. Como si solo pudiéramos elegir en un estado de suspensión. Pero en ese caso, la elección sería arbitraria, esto es, sin ningún motivo que la impulsara. Difícilmente podríamos decir que la decisión es nuestra —que queremos lo elegido— si nos limitásemos a tirar una moneda al aire. Aquí más que de elección, tendríamos que hablar de selección. No obstante, los antiguos filósofos no hubieran dicho lo mismo. Y no porque creyeran que nada pudiera determinar su elección. Al contrario. La idea de un destino ocupaba, como quien dice, el lugar de nuestras sinapsis cerebrales, por no hablar del influjo de los dioses. Su libertad, más bien, consistía en un estar por encima de cuanto pudiera sucederles. Pues la libertad acaso resida en la diferencia que media entre el yo y su modo de ser, modo que, sin duda, podemos entender como resultado. Y es que el yo, una vez constituido, se separa, por decirlo así, de las condiciones que lo han hecho posible, incluso de cuanto le sucede o pueda sucederle. Es lo que tiene la reflexión sobre uno mismo.
nietzscheanas 54
febrero 18, 2020 § Deja un comentario
La cuestión fundamental de la política —y quizá de la existencia— fue planteada por Nietzsche, a saber, si el noble —quien detenta un genuino poder—, es o no uno de los nuestros. Ciertamente, lo que damos por sentado es que el poder corrompe el corazón del hombre —que quien puede decidir sobre la vida o la muerte difícilmente llegará a tener piedad de aquel que se encuentra en sus manos. Como si el modo de ser del noble fuera muy distinto al del hombre y la mujer normales. Como si entre el noble y el esclavo hubiera una diferencia, no de grado, sino de naturaleza. Al fin y al cabo, podemos ver al noble como un psicópata —como alguien incapaz de empatizar con el inferior. No es casual que, tradicionalmente, el psicópata se presentara como la encarnación de Satán. Esta es, de hecho, la moraleja del mito de Giges tal y como nos lo cuenta Platón: quien poseyera el anillo que garantiza la invisibilidad —y la invisibilidad es la metáfora de un poder absoluto— inevitablemente abandonaría la posición en la que se encuentra el hombre: entre la bestia y el dios. Podríamos decir que deviene una bestia y un dios. Nadie le juzga. Ninguna mirada a la que deba responder.
Sin duda, cabe negar la mayor. Podemos sostener, por ejemplo, que la superioridad del noble es aparente. Que todos somos, por debajo de nuestras máscaras, el mismo indigente. Esta es, como sabemos, la tesis cristiana. Ahora bien, según Nietzsche, los tiros no van por ahí. El cristiano necesita decirse a sí mismo que el noble no es lo que parece. Necesita creer en la igualdad. Y necesita creerlo porque no puede soportar que el noble sea en efecto superior. Tiene que devaluarlo. La verdad cristiana obedece únicamente al resentimiento del esclavo. Es cierto que el noble no goza de la inmortalidad de un dios, al menos mientras las técnicas de la manipulación genética no lo permitan. Es cierto que puede sufrir. Pero su sufrimiento no lo iguala al resto de los hombres. Él se toma la vida como un juego. Por eso mismo, puede morir como el Ricardo III de Shakespeare: soltando una gran carcajada. Así murieron los dioses de la Antigüedad.
Por eso, la cuestión es si Nietzsche tiene o no razón. Y probablemente la tenga donde no hay prójimo que valga. Más aún: tendríamos que darle la razón si la compasión no fuese más que una reacción emocional. De ahí que la cuestión de fondo sea la de si en realidad nos encontramos o no sub iudice ante el que está de sobra. Y lo estamos en tanto que existimos como los que nos encontramos expuestos a una alteridad en falta y, por eso mismo, sujetos al deber de preservar la vida que nos ha sido dada, precisamente, con la des-aparición del absolutamente otro. Y donde hay deber —y un deber ante aquellos que, con su sufrimiento, dan testimonio de la altura de Dios— estamos sub iudice. Evidentemente, podemos despreciar el don y permanecer en la voluntad de ser como Dios. Podemos, sin duda, decantarnos por Prometeo. De hecho, esta es la posibilidad del hombre —la posibilidad que negar a Dios. Pero el precio que paga el hombre por permanecer fiel a sí mismo —a su voluntad de poder— es el de una humanidad sin prójimo. O como dijera el mismo Nietzsche, el de una definitiva soledad.
No hay alternativa: o nos entregamos al principio impersonal del *si es posible debe hacerse* —el que define, precisamente, nuestro querer ser como Dios—; o respondemos al clamor de un Dios que no es nadie sin nuestra respuesta. Esto es, o no hay Dios; o lo hay, aun cuando el haber de Dios no pueda comprenderse a la religiosa. Ahora bien, no hay Dios porque decidimos matarlo, no porque Dios sea la quimera que obedece a nuestra necesidad de Dios. Como dijera Nietzsche, Dios ha muerto porque nos bebimos el mar. Traducción: hubo Dios, pero ya no puede haberlo. Nuestra época es la de un tiempo en donde la voluntad de dominio ha ocupado el lugar de Dios. La alteridad se ha revelado como una ilusión de la mente. Quizá aún es posible creer que creemos. Pero no creer. Sin embargo, el hombre muere junto a Dios. Pues el hombre no puede dejar de adorar —de situarse ante la mejor imagen de sí mismo. No en vano Nietzsche dijo que el ateísmo es lo más difícil. Y aquí Nietzsche demostró ser más lúcido que muchos de sus admiradores. De hecho, con su diagnóstico sobre la muerte de Dios no hizo mucho más que tomarse al pie de la letra el relato de la Pasión. Un Dios crucificado es, sencillamente, un Dios que ya no puede valer como Dios. No hay que ser un Pablo para caer en la cuenta de que sin resurrección la fe es una estupidez (1Co 15, 14).
Kant, one more time
febrero 17, 2020 § Deja un comentario
Cuanto explica quién soy —o más en concreto, cómo he llegado a creer que debo, pongamos por caso, compadecerme del que sufre— no me justifica ante mí mismo. Pues yo soy quien debe justificarse a sí mismo ante sí mismo. O lo que es lo mismo, el yo se encuentra *sub iudice* ante su propia conciencia. Cuando menos porque no termina de aceptarse en su particular modo de ser. Un yo, por definición, se encuentra *sujeto a*. La cuestión es a qué. Y aquí caben dos posibilidades: o bien, a lo que le exigen *desde fuera* el *padre* o la *gente*; o bien a lo que se exige a sí mismo como el *yo* que es. Y el *yo*, en tanto que difiere de la circunstancia que ha configurado su carácter o modo de ser, se encuentra sujeto al imperativo de *ser por entero*, al imperativo de la integridad y, en último término, de la libertad: *no debes depender de lo que se encuentra fuera de ti*, ni siquiera de las circunstancias que han llegado a configurarte *en concreto*. El yo, en tanto que si sitúa a una cierta distancia de sí mismo, es más que las condiciones que lo hacen posible: de hecho, puede enfrentarse a ellas —puede *objetivarlas*. El yo es, en este sentido, un origen absoluto.
Ahora bien, el mandato de la integridad es categórico: no depende de ninguna condición *exterior* al imperativo mismo. Nadie es íntegro donde actúa, aun cuando se ajuste a lo debido, movido por un interés particular. Nadie juzgaría como moralmente íntegro a quien, pongamos por caso, fuese fiel al amigo porque su intención es aprovecharse de su amistad. Aquí la integridad consistiría en ser fiel al amigo por serle fiel, esto es, por respeto al amigo. Pues no respetamos al otro donde lo tratamos como un medio para conseguir lo que deseamos. El otro se revela como un fin en sí mismo. El imperativo que nos constituye como sujetos morales, más allá de las inclinaciones, sean *buenas* o reprobables, que impulsan nuestras acciones, es el que exige hacer lo debido por hacer lo debido. Esto es, lo que define la moralidad de cuanto hacemos o dejamos de hacer no es el deber, sino la voluntad —la intención— con la que cumplimos con nuestro deber. O lo que viene a ser lo mismo, moralmente no hay otro deber que el de realizar el deber por el deber. En esto consiste, actuar con *buena voluntad*. Y es que lo bueno, moralmente hablando, no es lo conveniente o satisfactorio, sino la buena voluntad. Así, se trata de der fiel por ser fiel; de decir la verdad por decir la verdad, etc. Pues, al fin y al cabo, solo llegamos a ser libres donde actuamos sujetos al imperativo categórico o absoluto que nos constituye, precisamente, como sujetos.
La libertad, desde esta óptica, consiste en la autonomía, literalmente, en darse a uno mismo la ley. Ahora bien, uno no puede darse a sí mismo *cualquier* ley, sino solo aquella que lo determina como sujeto libre del poder de lo ajeno o *exterior*. Y esta ley es la que manda, de hecho, ser libre, esto es, *querer*. Al fin y al cabo, se trata de *desengancharse* por desengancharse. Sin embargo, esto solo es posible a través de un compromiso en el que el otro, como decíamos antes, se hace presente como un fin en sí mismo.
Otro asunto es hasta qué punto podemos decir de nosotros mismos que actuamos con buena voluntad. Pues en cuanto hacemos o dejamos de hacer no hay intención pura. En cualquier caso, lo que sí sabemos es lo que debemos —o deberíamos— hacer: cumplir con el deber por el deber mismo. Y lo sabemos porque *somos* este estar *sujetos al* tener que actuar con buena voluntad, esto es, con integridad.
meditaciones cartesianas 17
febrero 4, 2020 § Deja un comentario
En Dios, por defecto, coinciden esencia y existencia: su modo de ser —su esencia— consiste, precisamente, en su existencia. Por decirlo en breve, Dios es el que es. No es el caso del resto de los entes: la esencia de una foca —la idea de lo que una foca es— no implica necesariamente que hayan focas. Las focas, bajo el presupuesto de la duda radical, podrían estar solo en mi mente. La esencia de las cosas que, suponemos, hay en el mundo, tan solo constituyen su posibilidad. El que existan no se desprende de su definición. Como sabemos, esto es lo que hay detrás de la primera demostración sobre la existencia de Dios que encontramos en las Meditaciones. Sin embargo, algo parecido podríamos decir del cogito: el es su consciencia de sí mismo, de su propia existencia… mientras siga pensando. La operación de Descartes coloca al cogito en la posición de Dios. Ahora bien, solo en lo que respecta a la posibilidad de un saber, no en lo relativo al ser. El yo es primero en el orden del conocimiento, pero no en el orden de lo real. Y esto es así debido, precisamente, a la finitud del cogito. Pues la conciencia de la propia limitación, en este caso temporal, exige un afuera —un eterno y previo haber—. No hay conciencia del límite que no implique lo que queda más allá de ese límite como su condición de posibilidad, aun cuando este más allá sea el del vacío —el de un simple hay—.
Ahora bien, la primacía epistemológica del cogito tiende a concretarse como primacía real u ontológica una vez el yo comprende que el afuera es el resultado de la negación de sí que constituye, precisamente, la subjetividad. Pues el yo nace para sí mismo cuando dice de sí mismo no soy el que empíricamente soy —o en clave más psicológica, no termino de ser en mi particular modo de ser—. Y esto en nombre de un deber ser incondicional, el que, de hecho, soy. De ahí que el originario no soy genere, a través del poder de lo negativo como diría Hegel, el puro haber. Es como si lo previo fuese constituido por lo posterior, o mejor dicho, como si la positividad (y anterioridad) de lo real-exterior fuese el producto del factum constituyente de la conciencia de sí. Este es el paso que darán, como sabemos, Schelling, Fichte y Hegel. Con el idealismo alemán el Yo ocupa definitivamente el lugar de Dios.
Por consiguiente, acaso el único modo de salir de la primacía del Yo, no solo epistemológica, sino también ontológica, sea a la manera de Hume, esto es, mostrando el carácter ficticio del Yo. Aquí la clave consiste en detectar el paso en falso que da Descartes a la hora de certificar el cogito como principio y fundamento del saber. Y es que, desde el rigor de una sospecha hiperbólica, Descartes no podría ni siquiera estar seguro de que exite como sustancia pensante. Pues si el Yo es lo que permanece inmutable por debajo del flujo de los pensamientos —si el Yo es la sustancia que soportándolos les confiere unidad, pues lo que los diferentes pensamientos tienen en común es, precisamente, que son míos—, entonces el Yo tiene que poder fiarse de su memoria: debe poder decirse a sí mismo que sigue siendo el mismo que hace un momento. Y esto, para quien se encuentra sometido al dictamen de la duda radical, es mucho fiar. Podría darse el caso de que lo que recuerdo de mí no fuera mucho más que un espejismo, una suposición. Estrictamente, el cogito solo puede asegurar su existencia durante el instante en que afirma que existe. Pero —y he aquí el problema— el instante no dura. Y si no hay duración, no cabe un Yo que permanezca inmutable como el soporte de unos pensamientos que fluyen en el tiempo. La certeza de sí como certeza apodíctica tiene los pies de barro. Como dijera Hume, la idea de un Yo no deja de ser un constructo, el resultado de aquella operación mental que, a través de la memoria, construye por asociación o integración la ficción de la sustancia.
Ciertamente, la solución de Hume al problema del estatuto ontológico de la conciencia —su respuesta a la pregunta qué es un yo— no se se halla exenta de dificultades. Pues, cuando menos, aun cuando el Yo fuera el resultado de una operación que la mente lleva a cabo por su cuenta y riesgo, como quien dice, siempre podemos preguntarnos si acaso, una vez producido, el Yo no es más que un constructo mental. Puede que, a pesar de su carácter derivado, sea algo más. El empirismo no puede admitir, si permanece fiel a sus presupuestos, este algo más. O cuando menos, que podamos saber si efectivamente es algo más. En este sentido, no es casual que el empirismo acabe abrazando el escepticismo: no hay razones que nos permitan superar el horizonte de la creencia, de lo que nos parece que es. Así, decimos que hay cosas. Pero, estrictamente, deberíamos decir que suponemos que las hay.
Con todo, y volviendo a la cuestión de la naturaleza del Yo, algo de razón tenía Descartes cuando dijo que la certeza de sí se impone con claridad y distinción, esto es, con independencia de las condiciones empíricas que acaso la hicieron posible. O por decirlo de otro modo, el Yo, una vez constituido —si es que fuera el resultado de una proceso constituyente—, puede poner bajo sospecha sus condiciones de posibilidad —puede *enfrentarse* a ellas, verlas desde fuera—. El Yo es una seta —una seta para sí mismo—. En este sentido, es algo más que las condiciones empíricas que lo hicieron posible. De ahí que el Yo siempre difiera del aspecto o modo de ser con el que, no obstante, se identifica —en el caso del cogito, de sus pensamientos—. O por eso mismo. Porque se identifica tiene que, precisamente, diferenciarse. Así, este algo más se da en la forma de un continuo diferir y, consecuentemente, como temporalidad. La entidad del Yo no es la del ente, sino la del acto por la que un Yo llega a ser consciente de su distancia interior. El Yo siempre retrocede con respecto a sí mismo. Por eso, cabe decir que, en cuanto tal, se encuentra fuera del mundo. Y por eso también se da a sí mismo, como decíamos antes, en el modo de lo negativo: no soy el que soy. O también: no termino de ser en lo que concretamente soy. En consecuencia, y al margen de las exigencias de la duda radical, es posible afirmar que después de nacer para sí mismo, el yo de carne y hueso no puede evitar la pregunta acerca de la verdad —de lo que en verdad tiene lugar al margen de lo que nos parece que es—.
Esta negatividad —esta diferenciación interna— o se revela en relación con el flujo de las representaciones de la conciencia, esto es, en el interior de la duda metódica; o principalmente con respecto al cuerpo. Ahora bien, lo primero no es posible sin caer en la aporía, como hemos visto a propósito de la crítica de Hume. Por tanto, la cuestión del Yo —en qué consiste ser para uno mismo— no puede plantearse si no es con respecto a la corporalidad. No es anecdótico que la fenomenología, desde Husserl hasta Claudio Romano, parta del cuerpo. Como si para continuar con Descartes, antes hubiera sido necesario pasar por Hume. Como tampoco lo es que para la fenomenología actual, sobre todo en el campo francés, la cuestión del Yo sea indisociable de la cuestión de Dios o, si se prefiere, del enteramente otro. Pues la pregunta última a la que debe enfrentarse la conciencia de uno mismo es si efectivamente hay alteridad. O mejor dicho, en qué sentido podemos decir que la hay. Pues es obvio, o debería serlo, que lo que hay no puede darse en el modo del ente, sino en cualquier caso como lo que inevitablemente se pierde de vista en su aparecer como ente. Cuando menos, porque este aparecer solo puede darse en relación con las condiciones a priori de la receptividad —en relación con los esquemas, en el fondo racionales, de un sujeto—. Cuanto no encaja no aparece y, por eso mismo, no se da como cosa. Pero, por eso mismo, la cosa cae bajo el horizonte de lo que nos parece que es. O en términos de Kant, no es más que fenómeno. La cosa en sí, en su carácter de algo absolutamente otro, es lo propiamente real. Pero se trata de una realidad que no puede determinarse como cosa, ni por supuesto como mundo. Estamos ante la pura exterioridad. Por eso mismo, hay más allá. Aunque no se más, aunque tampoco menos, que un simple hay. Como si la negatividad —el vacío— del puro haber fuese el contrapunto de la negatividad del Yo. De hecho, el paso que dará Hegel será el de pensar esa exterioridad como retroceso de un Yo absoluto. Pero este es otro asunto.
meditaciones cartesianas 16
enero 11, 2020 § Deja un comentario
Como es sabido, Descartes recupera la confianza en la razón tras haber demostrado la existencia de Dios. Con todo, su argumento no deja de ser retórico. Pues básicamente nos viene a decir que Dios, al ser perfecto, no puede engañarnos. Aquí Descartes tiene presente lo que, en el ejercicio de la duda metódica, dijo a propósito de la posibilidad de un Dios —o genio— que nos hubiera creado con la intención de que nos engañáramos donde creyésemos estar lógica, racionalmente en lo cierto. Pero la figura del Dios maligno era, en el fondo, una figura cuya única función era la de ayudar al ejercitante a interiorizar una objeción de fondo, a saber, que la validez lógica no tiene por qué ser criterio de verdad. Ciertamente, aun soñando el teorema de Pitágoras sigue siendo válido. O por decirlo con otras palabras, no se puede soñar o alucinar contra la norma —los principios, las leyes—de la razón. Dentro del sueño, puedo decir que dos y dos son cinco. Pero no puedo pensarlo. Sin embargo, aun cuando no pueda concebir un mundo con independencia de las restricciones de la razón, pues un mundo es un orden —un cosmos—, cabe la posibilidad, de que la exterioridad, el puro y simple afuera, no se ajuste a la norma de la razón (y este es el argumento que hay detrás de uso retórico de la figura de un Dios maligno). El afuera perfectamente podría ser ininteligible, impensable o, si se prefiere, contradictorio. El mundo, mejor dicho, la representación del afuera como mundo podría ser una ficción debida a nuestro hallarnos sujetos al dominio de lo racional. O lo que viene a ser lo mismo, el afuera bien pudiera permanecer más allá del mundo, por decirlo así, en su ininteligibilidad. Por eso la recuperación de la razón como fuente de certeza no puede basarse únicamente en decir que Dios, en tanto que perfecto, es necesariamente bueno (y consecuentemente no quiere engañarnos). El argumento tiene que ser otro. Y lo que Descartes sostiene, aunque implícitamente, es que si las deducciones de la razón son verdaderas y no solo válidas o correctas es porque el ejercicio consecuente de la razón ha sido capaz de alcanzar una verdad, a saber, la verdad de Dios. Esto es, la razón ha encontrado una segunda verdad al margen del cogito —y no hay verdad que no haga referencia a lo que es— sin presuponer que hay algo-ahí, esto es, solo a través del análisis lógico del significado de la idea de Dios. Sencillamente, entender la idea de Dios implica acepar su necesaria existencia. Ahora bien, porque esa verdad es la verdad de una realidad infinita y exterior a la conciencia —y no la del Dios de la religión—, la razón es capaz de alcanzar la verdad del todo. O lo que viene a ser lo mismo, no habrá otra verdad acerca del mundo que la que proporciona la matemática. Pero la matemática no hace otra cosa que medir o calcular. De ahí que el mundo que se corresponde a la verdad matemática sea un mundo material. Pues tan solo los cuerpos son medibles.
Es cierto que lo que acabamos de decir obligaría a Descartes a corregir su conclusión de que Dios es al margen del mundo, pues, como sabemos, según Descartes, Dios y mundo son sustancias distintas, es decir, separadas. Pero una cosa no quita la otra. De hecho, no es casual que Spinoza, dándose cuenta del gazapo lógico, se viera obligado a partir de Dios. Pues si Dios es infinito no puede haber nada fuera de Dios. No hay otro haber que el de Dios. Decir Dios es decir el todo. Y de ahí a sostener que la conciencia humana es la expresión de la conciencia de Dios —o lo que viene a ser lo mismo, del cosmos— media un paso.
meditaciones cartesianas 15
diciembre 22, 2019 § Deja un comentario
Hoy he soñado que interpretaba al piano una melodía extremadamente simple, pero sublime (y aquí podríamos cuestionar el pero). Probablemente, de recordarla y volverla a interpretar, me parecería muy ordinaria. ¿Lo es? De hecho, aquí hay en juego únicamente dos pareceres, el del sueño y el de la vigilia. Y si damos el segundo por bueno es porque lo damos por bueno, no porque lo sea. El contraste no se da, por tanto, entre el sueño y la realidad. Ocurre algo parecido cuando en los sueños estamos convencidos de hablar con nuestro padre, pongamos por caso, que, sin embargo, posee el rostro de otro. Como si sufriéramos una variante inversa del síndrome de Capgras. Por no hablar de la posibilidad de que no viéramos ningún problema en que el gato de Shrödinger estuviera vivo y muerto en su caja. Descartes, en sus Meditaciones metafísicas, sostiene que no podemos soñar contra los principios de la razón. Que sueñe o esté despierto, los lados de un triángulo siguen equivaliendo a la suma de dos rectos. De ahí la necesidad de introducir la hipótesis de genio maligno. Pero si lo pensamos bien, no es necesaria. Basta con suponer que durante el sueño esté convencido de que no hay diferencia entre la unidad y el par. En el fondo, es lo que sugiere el argumento que Descartes dirige contra las aspiraciones de la razón. Ahora bien, si la hipótesis del genio maligno se entiende de este modo, entonces el cogito se revela como la única certeza y no como aquella sobre cuya base es posible alcanzar un saber acerca del mundo. Pues la figura, al fin y al cabo retórica, del genio maligno no afectaría solo a la pretensión de verdad de la razón, sino a su misma validez como norma del pensar. De hecho, las Meditaciones probablemente hubieran tenido otro final, si Descartes hubiera sido consciente de las paradojas a las que llega el ejercicio mismo de la razón. Pues solo hace falta que multipliquemos la unidad y el par por cero para caer en la cuenta de que es lo mismo decir uno que dos. O por decirlo a la nihilista: cuando todo es conmensurable con la nada —y esto es lo que la razón constata—, entonces el lenguaje cae como un castillo de naipes. O como la torre de Babel. (Aunque quizá antes deberíamos preguntarnos si la multiplicación por cero no será, más bien, una falacia).