una de Kant (3)

marzo 26, 2024 § Deja un comentario

Cuando decimos de alguien que tiene voluntad damos a entender que no tira la toalla ante la primera dificultad —ni ante la segunda—, en definitiva, que que persevera en lo que se propone sin que le pueda el desánimo. O dicho de otro modo, que es capaz de obligarse a sí mismo. El chimpancé se limita a reaccionar —y por eso mismo carece de fuerza de voluntad. Ciertamente, puede insistir en alcanzar ese plátano que se le ha puesto muy cuesta arriba. Pero en ningún caso se atará al mástil. De hecho, lo más probable es lo deje estar una vez se canse. Sin embargo, a diferencia del chimpancé, nosotros podemos persistir. Y digo podemos porque en muchas ocasiones abandonamos como el chimpancé. Otro asunto es que el esfuerzo merezca la pena. Pues de lo contrario, se trataría, más bien, del empecinamiento o la obsesión, algo así como el lado oscuro de la voluntad. Al fin y al cabo, la voluntad es un querer de verdad —y por extensión, un decirse a uno mismodebo porque quiero. Y no es posible querer de verdad cualquier cosa. Hay que tener esto presente. Pues los tiros de la ética kantiana irán por ahí.

Kant comienza su Fundamentación de la metafísica de las costumbres diciendo que, desde un punto de vista moral, tan solo es buena la buena voluntad, lo cual, como sabemos, equivale a decir que solo vale, moralmente hablando, hacer lo debido por puro sentido del deber. Sin embargo, esta tesis, por poco que nos detengamos a pensarla, resulta un tanto sorprendente. Pues ¿acaso el bien no consiste en hacer el bien? ¿Qué significa puro sentido del deber? Más aún: quién siguiese la instrucción de Kant al pie de la letra ¿no actuaría como un autómata moral? Las consecuencias de cumplir con nuestro deber ¿en modo alguno han de tenerse en cuenta? ¿Es que no acusaríamos de irresponsable a quien provocase un desastre por decir la verdad, pongamos por caso, solo por decir la verdad? ¿Qué razones apoyan, por tanto, la tesis de Kant?

El punto de partida de la argumentación kantiana es simple: nadie juzga como moralmente íntegro a quien se limita a cumplir con el precepto moral —Kant dirá con la máxima— con la única intención de obtener un determinado beneficio o evitar un perjuicio. Así, se sobrentiende que quien, por ejemplo, no roba solo por miedo a ir a la cárcel, podría perfectamente apropiarse indebidamente de lo que no le pertenece… si pudiera asegurar que su acto quedaría impune. En el fondo, se trata de la cuestión que enfrentó a Trasímaco con Sócrates en en el segundo libro de La República, a saber, si es posible amar la justicia por ella misma —o más bien solo llegamos a ser justos por temor a las consecuencias o por deseo de recompensa. La posición de Trasímaco recuerda a la que, siglos después, defenderá Nietzsche: el genuino poder es invisible. De ahí que si perdiéramos la vergüenza —si no hubiese quien nos mirase— hasta podríamos gozar bailando sobre un montón de cadáveres. Sin embargo, Kant sostendrá que, incluso en el caso de perder la vergüenza —esto es, si nos convirtiéramos en invisibles—, seguiríamos estando sujetos al imperativo de la razón y, por eso mismo, no dejaríamos de distinguir nítidamente entre lo que está bien y lo que está mal, moralmente hablando. Pues lo que manda la razón es, precisamente, hacer lo debido por hacer lo debido, al fin y al cabo, cumplir con la máxima moral con buena voluntad.

Ahora bien, esto es así, no porque de la razón se dedujeran directamente las máximas de la moral, sino porque, teniendo en cuenta que, en el territorio de lo práctico, razón significa voluntad, lo que manda la voluntad es, precisamente, querer. O por decirlo de otro modo, la voluntad es voluntad de tener voluntad, en definitiva, voluntad de ejercer la libertad. Sin embargo, para comprender esto último hay que tener presente que, para Kant, la libertad no es un hacer lo que a uno le venga en gana o, siendo menos elementales, la posibilidad de llevar a cabo nuestro deseo. Pues tanto las ganas como el deseo, por muy satisfactoria que resulte su realización, son, en términos de Kant, heterónomos, es decir, se nos imponen desde fuera. Según Kant, la genuina libertad es autonomía, literalmente, un darse uno mismo la ley, lo cual no significa, conviene subrayarlo, darse a uno mismo la máxima. La ley —el mandato racional— es el imperativo incondicional al que estamos sujetos, precisamente, como sujetos racionales. Tan solo somos libres donde nos obligamos a nosotros mismos a hacer lo debido, moralmente hablando, al margen de cuáles puedan ser las consecuencias de hacer lo debido. O por decirlo de otro modo, únicamente hay libertad donde uno se obliga a sí mismo a actuar conforme a la máxima sin otro propósito que el de actuar conforme a ella. Por ejemplo, decir la verdad por decirla o ser fiel al amigo con el único motivo de serle fiel. Sin embargo, ¿por qué la autonomía se da únicamente en relación con la máxima moral? No podríamos decir lo mismo —a saber, que obedecemos el mandato de la voluntad—, con respecto a una instrucción técnica, por ejemplo, aquella que nos indica cómo debemos clavar un clavo para que quede bien fijado en la pared? Vayamos por partes.

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