una de Kant (4)

marzo 26, 2024 § Deja un comentario

Kant distingue entre dos tipos de imperativos prácticos: el hipotético y el categórico. Tan solo este último es estrictamente moral. Según el primero, la obligación depende de un interés o condición particular: si no quiero ir a la cárcel, entonces no debo robar; si pretendo que mis amigos me acepten, entonces no debo mentirles; si quiero sentirme bien conmigo mismo, entonces debo colaborar en la campaña de Caritas. Resulta evidente que, en estos casos, el propósito de la obediencia —la intención de cumplir con el precepto moral, seamos o no conscientes de ello— es conseguir una recompensa o evitar las consecuencias más desagradables. Aunque hagamos lo correcto, no lo hacemos por hacer lo correcto, sino por un motivo al margen. Ciertamente, actuaremos conforme a la máxima moral —Kant dirá que la acción será legal—, pero en modo alguno seremos moralmente íntegros. En este sentido, cuando nos movemos bajo imperativos hipotéticos somos rehenes de nuestro deseo o temor. Y aquí, obviamente, no hay propiamente libertad, sino heteronomía, dependencia de lo que se nos impone como exigencia desde fuera. Quizá pueda haber sensación de libertad. Pero que uno se sienta libre no significa que lo sea.

Para Kant, la verdadera libertad solo se da en relación con el imperativo categórico o incondicional. Pues, como decía, donde hacemos lo debido —o lo que sea— por un motivo particular no hacemos mucho más que dejarnos llevar por nuestras pasiones, al fin y al cabo, reaccionar como simios. La buena voluntad —la determinación de la voluntad, el ejercicio de la autonomía— consiste, precisamente, en hacer lo debido con el único propósito de hacer lo debido. Desde la óptica moral, hacer lo que manda el precepto —cumplir con la máxima— no basta: la intención ha de ser pura. Moralmente hablando, tan solo es buena la buena voluntad. Y la buena voluntad, teniendo en cuenta que la voluntad manda, se expresa a través del imperativo categórico.

El imperativo categórico —haz lo debido con el único interés de hacer lo debido— admite diferentes fórmulas, cada una de las cuales pretende aclarar qué significa esto de que el único interés sea el de hacer lo debido. De entre las diferentes fórmulas destacaré dos. La primera dice: actúa solo según aquella máxima por la cual puedas querer, que al mismo tiempo, se convierta en ley universal. Con esta formulación, Kant pretende darnos a entender que la buena voluntad no es compatible con cualquier máxima. No se trata, por tanto, de adoptar la máxima que se nos ocurra y obedecerla hasta el final. Como decía, el darse a uno mismo la ley no consiste en elegir la máxima que más nos convenga. Aquella que representa un interés particular no puede convertirse, precisamente en tanto que expresión de un interés particular, en ley universal. Es posible que en un momento dado nos interese mentir. Pero si todo el mundo se viera obligado a mentir —si el mentir fuese ley universal— la mentira dejaría de ser una posibilidad. Para que sea posible mentir, hemos de dar por sentado que lo obligatorio es decir la verdad.

Por otro lado, la segunda fórmula que vamos a considerar dice lo siguiente: obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio. Esto es, el horizonte de la buena voluntad es el respeto al otro (y a uno mismo). Aquí la pregunta es si acaso el respeto es algo más que un sentimiento provocado por la admiración o el temor que el otro nos inspira. Pues, si no fuera más que un afecto que dependiera de quién nos infunde o no respeto, entonces difícilmente podríamos seguir hablando de racionalidad. Al menos, porque el sentirse afectado por algo o alguien en concreto no posee, a diferencia de los mandatos de la razón, un alcance universal. Es obvio que para Kant el sentimiento de respeto es algo más que un afecto particular. De hecho, Kant se refiere a dicho sentimiento como racional. O de otro modo, como el sentimiento exigido por la razón a la que nos encontramos sujetos… en tanto que somos, precisamente, este hallarnos sujetos a los imperativos de la razón.

¿En qué sentido, por tanto, el respeto es un sentimiento racional? ¿Acaso la expresión sentimiento racional no es un oxímoron? En relación con este asunto, no es que Kant sea muy explícito. A la hora de responder a esta pregunta, tendremos que ir tanteando, un poco por nuestra cuenta y riesgo.

La idea de fondo es que, por definición, el respeto preserva la distancia de la alteridad. El yo del otro es, literalmente, intocable. Podemos utilizar su cuerpo. Pero el yo, en tanto que difiere continuamente del cuerpo con el que se identifica, siempre se encuentra más allá, por decirlo de algún modo… aun cuando de hecho no sea nadie al margen de su cuerpo. Este más allá, sin embargo, no es objeto de percepción sensible. No es posible ver o tocar al yo que se encuentra sin encontrarse “más allá” de sí mismo. Tan solo cabe reconocerlo a través de la razón, en definitiva, del decir que da por sentado. La realidad del yo va, por consiguiente, con la necesidad —la obligación— de respetarlo. Tenemos que respetarlo, es decir, no podemos hacer otra cosa. Ahora bien, lo cierto es que en tanto que sujetos empíricos , por emplear la terminología de Kant, solo tratamos con cuerpos. Y los cuerpos se utilizan entre sí. De ahí que el sujeto trascendental, al estar obligado porque quiere a respetar la alteridad del yo, tenga que obligar al sujeto empírico a respetar el cuerpo de ese yo que es no siendo nadie sin su cuerpo, en definitiva, a tratarlo como un fin en sí mismo y no como medio de un interés particular. En esto consiste el obligarse a uno mismo, el ejercicio de la libertad. Como decía, la libertad entendida como autonomía presupone la escisión entre el sujeto empírico y el trascendental. La voluntad —la razón práctica— manda, precisamente, querer. Y tan solo queremos en verdad donde nos obligamos a hacer lo debido sin otro interés que el de hacer lo debido. Es decir, por respeto al otro. A modo de ejemplo, imaginemos que estamos dando de comer a quienes no tienen el pan de cada día. Y supongamos que uno de ellos nos preguntase por qué lo hacemos. Si nuestra respuesta fuese para sentirme bien conmigo mismo estaríamos fuera de juego, aun cuando hiciéramos lo correcto. La única respuesta moralmente válida sería porque quiero, esto es, por ti.

Otro asunto es que, aunque sepamos a qué estamos moralmente obligados, nunca terminaremos de saber hasta qué punto hacemos lo debido por hacer lo debido. Es lo que tiene que la escisión entre el sujeto empírico y el trascendental se dé en el seno de cada uno de nosotros.

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