de la desconexión
junio 3, 2024 § Deja un comentario
Caben dos actitudes frente al mundo. La primera es la del alma primitiva, por emplear la expresión de Lévy-Bruhl. En el alma primitiva, predomina la convicción de que bajo la diversidad de las formas fluye un poder incuestionable, el mana. Este poder puede jugar a nuestro favor o en contra. Cuanto hay es un simple receptáculo del mana. El éxito de la caza, la reproducción… en definitiva, del intento de adaptarse al entorno dependerá de si conseguimos participar del lado luminoso de la fuerza. Para esta mentalidad, todo está conectado. Incluso los muertos a veces aparecen bajo el aspecto de la bestia. No encontraremos aquí la oposición entre materia y espíritu. La cuestión de fondo —la que provoca la mayor angustia— es si permanecemos integrados —en sintonía con el todo— o apartados. Es decir, fuera del equilibrio.
La segunda actitud es la que se impone tras la irrupción del monoteísmo bíblico y la especulación griega. Aquí el punto de partida es el sentimiento de haber sido separados del todo. La escisión es, por tanto, el dato inicial. La tradición de Occidente ofrecerá dos soluciones. La primera, procura vover a casa. Sería la vía mística. La segunda, en cambio, asume la imposibilidad de la religación. Es verdad que hay quienes han experimentado el rapto, la fusión. Pero su disolución fue siempre transitoria. Y lo seguirá siendo. Ya no está en nuestras manos sentir el mana como quien tiene frío o calor. Donde se impone la escisión como estado existencial, el mana se convierte en concepto. Incluso donde se afirma que hay un poder invisible que nutre cuanto es. El alma primitiva no tuvo necesidad de afirmar lo que experimentaba a flor de piel.
Sin embargo, resulta cuando menos curioso constatar que la ambivalencia del mana de algún modo se mantiene una vez el Dios se vuelve concepto —o por ser justos con la tradición bíblica, un nombre… cuyo referente permanece en el aire. Así, que la vida pueda experimentarse como donación —o mejor, como testamento, en tanto que el don va con la responsabilidad— es el envés del paso atrás de Dios. Ahora bien, que la vida sea vida dada supone, al fin y al cabo, una liberación del poder absoluto de Dios. Aquí Dios es el enemigo (y, siendo un poco más sofisticados, podríamos decir que deviene nuestro enemigo por amor). La negación de Dios, acaso en el doble sentido del genitivo, permanece agazapada bajo la adoración. Tan solo hace falta leer con interés el relato del Génesis para caer en la cuenta de que Elohim crea al hombre como aquel que tendrá que negarlo. Pues ¿no es cierto que la prohibición implica, cuando menos, el deseo de transgresión? El mandato de Dios no fue nunca un tabú. Con la prohibición, la serpiente —también, conviene recordarlo, una criatura de Dios—, anidó en el corazón de Adán. Y lo que esto significa es que, en el sexto día, Dios liberó al mono del temor de Dios.
A partir de aquí, tendremos que optar entre abrirnos a lo que tuvimos que perder de vista, aun cuando admitamos que en el pasado anterior a los tiempos no hay nada que ver; o seguir sobre sí a la manera, literalmente, de los idiotas. Esto es, entre permanecer en estado de suspensión —y más si es sangrante—, o seguir en El Corte Inglés. La fusión no es alternativa, salvo como estado compensatorio. De ahí que uno pueda perfectamente preguntarse si en el anhelo místico de disolverse en el mar no habrá, como sospechaba Freud, un rechazo del principio de realidad, en definitiva, un no poder soportar, precisamente, nuestra situación ante Dios.
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