la polémica donatista

julio 20, 2024 § Deja un comentario

Un sacerdote —un representante de Dios— ¿tiene qué ser ejemplar? La repuesta más espontánea no concibe otra posibilidad. Como sabemos, esta es la cuestión que hay tras la polémica donatista —una polémica que, en su territorio, Agustín zanjó con mano firme, demasiado firme. Como también es sabido, Donato defendió, frente a la corrupción de las iglesias ya asimiladas al Imperio, que cristianamente era inadmisible que los miembros de la jerarquía eclesial fuesen unos ambiciosos sin escrúpulos. Probablemente, es lo que hoy en día firmaríamos casi sin pestañear. Agustín estuvo, sin embargo, en la otra orilla. Y es posible que la doctrina sobre la eficacia de los sacramentos —una doctrina que Trento convirtió en dogma— arraigue en esta polémica. Así, el bautismo, pongamos por caso, sería eficaz por el solo hecho de aplicarse: ex opere operato.

Sin embargo, el argumento de fondo de Agustín apuntaba al hecho de que nadie puede decir de sí mismo que sea moralmente intachable. La distancia con respecto a Dios —lo que tradicionalmente se entiende como pecado— nos afecta todos por igual. Por no hablar del no querer saber nada de Dios que habita en lo más profundo de cada uno. Massa damnata. De acuerdo. Ahora bien, no nos parece que sea lo mismo que el sacerdote tenga una amante que se dedique, en sus horas libres, al tráfico de órganos. ¿Por dónde cortar el pastel? ¿Dónde trazar la frontera? Ciertamente, Agustín no sostuvo que diera igual una cosa que otra. Más bien, su idea fue que el bautismo seguía siendo válido aun cuando hubiera sido administrado por un corrupto.

En cualquier caso, no me atrevería a decir que haya una respuesta objetiva a la cuestión. Pues la frontera se dibuja siempre en relación con una sensibilidad, culturalmente determinada. Es decir, en relación con los que nos parece admisible. También hubo sacerdotes junto a los carniceros de la historia.

Al fin y al cabo, como vieron los sofistas, una cultura es un dispositivo lingüístico que nos obliga a ver lo que en el fondo son diferencias de grado como si fueran de naturaleza. Así nos decimos, pongamos por caso, que no es lo mismo seducir a una mujer que forzarla… aun cuando en ambos casos de lo que se trata es de la violencia. De ahí que los sofistas fuesen capaces de imponer a un auditorio otra visión de las cosas —otro parecer— simplemente desplazando la frontera, no ya con razones —pues no hay aquí objetividad—, sino con palabrería que cuela como argumento indiscutible, cuando lo cierto es que dicha palabrería se limita a reorientar la sensibilidad. La retórica siempre fue una habilidad.

Ahora bien, lo que esto implica es que, por mucho que seamos conscientes de lo que acabamos de decir, difícilmente podremos desprendernos, a la hora de tomar decisiones, de lo que nos parece que es. El cuerpo manda… mientras no sepas montarlo. Y por eso cuesta suspender el juicio, mantenerse a distancia de las apariencias. Estas se implantan como algo obvio —¿acaso no lo ves? Los resultados de la reflexión, aquellos que nos sitúan en el territorio vaciado de presencias del en sí, no son incorporables como quien no quiere la cosa. En realidad, exigen el apoyo del imaginario que la reflexión quiso, precisamente, superar —de los mitos verdaderos, dirá Platón. El Dios dirá —esto es, juzgará— no es, simplemente, una superstición. Aunque tampoco una obviedad.

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