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diciembre 15, 2024 § Deja un comentario

Para hacerse una idea de lo que supone hoy en día creer que el crucificado es Dios —y que fue rescatado del sheol al tercer día— basta con imaginar que lo anterior es proclamado en medio de una macrodiscoteca con la masa desquiciada bailando reggaeton. Y proclamado intentando convencer al personal de que no cabe otra esperanza que la de una resurrección de los muertos tras el fin de los tiempos.

Sin embargo, el paso de la fe siempre se ha dado en situaciones hostiles. De hecho, aún más hostiles que la de una macrodiscoteca. Pienso en los Auschwitz de la historia. Ahora bien, la desaparición de la cristiandad empuja al cristianismo a partir de cero. Quiero decir que la transmisión de la fe —al menos, si se pretende ir más allá de los muros de la parroquia— no puede comenzar con las fórmulas del credo. Más bien, debe tomarse en serio que no hay otro acceso a Dios que aquel que parte de las situaciones —humanas, demasiado humanas— en las que no parece que haya Dios. Es lo que tiene que no haya Dios sin el cuerpo de Dios.

Las fórmulas del kerigma cristiano no necesitan traducción. Para comprenderlas —y aquí comprender supone caer en la cuenta de su carácter disruptivo con respecto a lo que experimentamos espontáneamente como divino— basta con escuchar las historias que hay detrás. De hecho, como hicieron los evangelistas.

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