lingüística del misterio

julio 10, 2025 § Deja un comentario

¿Dios es misterio o, más bien, el misterio es Dios? ¿Cómo entender el primer es? No, como atribución, obviamente. A menos que estemos dispuestos a hacer de Dios un ente misterioso —y en ese caso, no sería Dios, sino un dios, la superioridad del cual es, por defecto, meramente circunstancial o relativa. Sin embargo, no entender el primer es como atribución supone entenderlo a la manera del segundo. Y aquí el término Dios no es simplemente el nombre —la etiqueta, el post-it— del misterio. Pues decir que el misterio es Dios presupone que la palabra Dios posee un sentido de antemano. No decimos, por tanto, el misterio es el misterio, llamémosle “Dios” como podríamos llamarlo “Pedro”. Dicho sentido, dejando a un lado los matices, remite a un hallarse bajo una dependencia fundamental. Pero ¿qué tipo de dependencia, teniendo en cuenta que, honestamente, no podemos comprenderla —o no, de entrada— como la de un perro con respecto a su amo?

La respuesta pasa por tener en cuentra que si el misterio es de Dios, entonces nuestra exposición no termina en la ignorancia socrática o en la mera aceptación de la finitud, sino que, de algún modo, exige una respuesta. Israel fue el primero en plantear el interrogante de la responsabilidad: ¿a qué nos obliga la absoluta invisibilidad de Dios? Mejor dicho: ¿a qué nos obliga nuestra orfandad ante el clamor de quienes la experimentan a flor de piel —y por eso mismo, ni siquiera han logrado sustituir a Dios por un Dios a medida? Es así que Israel entendió, ya desde el principio, nuestra dependencia de Dios como ética: ante Dios —y enfrentados a su extrema trascendencia— nos debemos los unos a los otros el pan de cada día. De lo contrario, padeceremos el silencio de Dios. Esto es, su ira. En definitiva, un mundo sin Dios.

Me atrevería a decir que solo desde la situación de los que no cuentan podemos aventurarnos a incorporar nuestra relación con el misterio de Dios como una relación entre padre e hijo. Por eso mismo, la analogía solo sería pertinente si el padre fuese un anciano que necesitase la ayuda del hijo para levantarse. Como hemos dicho a menudo, Dios es el Dios que quiso desde el principio depender del hombre que depende de Dios.

En este sentido, quizá no sea simplemente retórica que, proféticamente, el clamor de los abandonados de Dios sea escuchado como el clamor de Dios. De concebir la relación entre padre e hijo a la manera habitual, es decir, como si el hijo fuese un niño que da sus primeros pasos de la mano del padre, entonces aún estaríamos un tanto lejos de comprender el alcance del imaginario bíblico y, por ende, cristiano.

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