la experiencia de Dios
agosto 17, 2025 § Deja un comentario
Por lo común, decimos que experimentamos el hambre o la sed, el desprecio o el triunfo, la violencia, el amor… También, la vida en su conjunto… siempre y cuando podamos comprenderla como un trayecto hacia —como consumación—, esto es, como un viaje y no como una mera sucesión de las cosas que nos pasan. No obstante, estas experiencias quizá no puedan ponerse en el mismo saco.
Una experiencia avant la lettre, y a diferencia de lo sensacional, ese chute de adrenalina, siempre apunta al acontecimiento que interrumpe —y en vertical— la rutina diaria y, por eso mismo, no saca de su quicio. Y esto así aun cuando esa irrupción sea el precipitado de un éxodo interior. Nadie experimenta, propiamente hablando, una montaña rusa o un juego. Aquí, en cualquier caso, estaríamos únicamente ante la imitación de la experiencia, al igual que la novedad supone el simulacro de lo nuevo. Y es que la experiencia supone, en cualquier caso, la invasión de la alteridad, la cual se presenta siempre como la realidad del aún nadie.
Teniendo esto en cuenta, podríamos ahora preguntarnos en qué consistiría una experiencia de Dios. Espontáneamente, creemos experimentar lo divino ante lo gigantesco, el exceso natural que desborda por entero nuestra sensibilidad. Pero esta experiencia es, en tanto que relativa, circunstancial. Pues basta con que aprendamos a dominar lo gigantesco para que deje de conmovernos.
Ciertamente, la devastación que supone un tsunami o el estallido de un volcán puede marcar nuestra existencia, dividirla en un antes y un después. Pero esta división será epidérmica —aunque la herida sea profunda— si no queda abrazada por el silencio que cubre por igual tanto los cadáveres abandonados en el campo de batalla como la sonrisa inocente de un niño. Es a partir de este silencio que podemos comenzar a hablar sin caer en la cháchara.
De hecho, los textos bíblicos que remiten a la experiencia de Dios van en esta dirección: desde el cara a cara de Moisés en el Sinaí hasta el Gólgota, pasando por Elías y, aunque no en último lugar, Job. Es verdad que, bíblicamente, la experiencia de Dios es la de su voz. Ahora bien, esta no se escucha directamente, sino a través del clamor de los que sufren su altura, esto es, de quienes experimentan el silencio de Dios. De ahí que la fe, propiamente, nunca dé por descontada la ayuda de Dios. La esperanza creyente fue, antes que una previsión, un permanecer a la espera de la Palabra de Dios. Al fin y al cabo, un Dios invisible, como tal, no puede aparecer.
Sin embargo, el cristianismo da un paso al frente. Pues los testigos del acontecimiento del Gólgota, tan ligado al tercer día, comprendieron, aunque no sin cojear, que no hay —ni habrá— otra presencia de Dios que la del abandonado de Dios que se abandona a Dios. De ahí que el crucificado sea, cristianamente, reconocido como la Palabra de Dios. Para un cristiano, la experiencia de Dios no consiste únicamente en soportar fielmente su silencio —y obrar en consecuencia—, sino en adherirse al crucificado. Esto es, en seguirlo.
Por eso, en la perspectiva cristiana, la experiencia de Dios fue, y desde los comienzos, indisociable del encuentro con el crucificado. O, tras el paso de los siglos, con los de quienes siguieron sus huellas.
Otro asunto es que la cristiandad haya sobrevivido haciéndonos creer que es posible algo así como un acceso directo a Dios.
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