Nietzsche 1: nihilismo y muerte de Dios
abril 8, 2015 § Deja un comentario
¿Cómo leer la declaración nietzscheana sobre la muerte de Dios? No como si simplemente se nos dijera que Dios no existe y nunca existió. Nietzsche no es un ilustrado como puedan serlo Hume o Voltaire. Nietzsche no dice, por tanto, que hoy nos hemos dado cuenta de que los antiguos dioses no son más que una personificación de fuerzas naturales. Nietzsche no dice que los reyes son los padres —y que siempre lo han sido. Proclamar la muerte de Dios solo es posible con respecto a un Dios vivo. Por tanto, hubo Dios y hoy ese Dios está muerto. Es decir, se trata, en última instancia, de un diagnóstico epocal: nuestra época es la época de la muerte de Dios. Y esto es lo mismo que decir, entre otras cosas, que hoy en día ya no nos es posible creer en Dios. Así pues, no refutamos a Nietzsche donde señalamos a quienes aún hoy en día dicen creer. Pues, ni siquiera los denominados creyentes pueden creer. En cualquier caso, creen que creen. Modernamente, la fe solo puede ser mala fe. Estamos, pues, ante una imposibilidad que afecta a todos los que vivimos aquí y ahora. Y es que nosotros, los modernos, somos quienes en modo alguno nos encontramos en la posición de la criatura. Un creyente es, por definición, aquel que da por descontado que su existencia depende por entero del poder de Dios y nadie, por el simple hecho de ser moderno, puede creer que su vida depende por entero de dicho poder. Lo dicho: nuestra situación no es la de la criatura. Y esto significa que Dios ya no puede valer como Dios. La cuestión no es, por tanto, si Dios existe o no, sino si, de existir, podríamos aún admitirlo como Dios. Pues, supongamos que, efectivamente, existiera una mente superior. Supongamos que, efectivamente, el mundo hubiera sido diseñado por esa mente. Y supongamos también que llegáramos a descubrirla. En ese caso, nos situaríamos ante esa mente como si fuera Matrix, pero poco más. Es decir, nuestra relación con ella no podría ya ser la que los antiguos hombres tuvieron con Dios. Para nosotros, una mente superior no es más —aunque tampoco menos— que una mente superior. Para nosotros, Dios no vale como Dios. No puede valer. Ocurre aquí como con papá. Papá, durante nuestra infancia, es como Dios. Estamos en sus manos. Todo cuanto hace y dice va a misa, como quien dice. Ahora bien, lo cierto es que, con el tiempo, nuestro padre fácilmente se nos mostrará como un hombre cualquiera, con sus virtudes y defectos, su debilidad, sus sombras. La relación que podemos tener con nuestro padre, una vez hemos madurado, ya no puede ser la misma que cuando éramos unas criaturas. Papá se ha hecho hombre. Pero eso no quita que, en su momento, papá fuera como Dios. Pues en verdad lo era. Por eso decíamos que la cuestión no es si Dios existe o no, sino si aún podemos reconocerlo, de existir, como Dios. Papá puede seguir en pie. Pero lo cierto es que el papá de la infancia muere, una vez hemos alcanzado una edad. Así no cabe creer hoy en día como no cabe, siendo adultos, creer que papá siga siendo divino.
Por otra parte, proclamar la muerte de Dios es lo mismo que declarar que no hay valor que valga. La época de la muerte de Dios es la época del nihilismo. Pues nihilismo significa precisamente esto: que nada vale en verdad. Desde la óptica del nihilismo, una masacre equivale al abrazo de los amantes. Desde la óptica de un tiempo sin final —sin meta que realizar— todo vale por igual (y, por consiguiente, nada vale). Desde la óptica de un cosmos indiferente, un genocidio no es más que un episodio entre otros. Puede que no nos lo acabemos de creer —que no podamos tomarnos un genocidio como si fuera un día de lluvia. Puede que Auschwitz siga siendo aquello que en modo alguno cabe tolerar. Pero eso solo tendrá que ver con nosotros, no con la naturaleza de las cosas. Según Nietzsche no hay hechos morales —no hay ni bien ni mal—, sino en cualquier caso una lectura moral de los hechos. Si Dios ha muerto, no hay nada sobre lo que pueda reposar un valor. Pues Dios —el más allá— es la fuente de todo posible sentido. La vida no debe realizar ningún valor, ningún designio divino. De hecho, la experiencia del sentido depende de que podamos distinguir entre dos planos o dimensiones. Así, por un lado tendríamos el plano —el mundo— de lo que vale en verdad. Este plano se situaría, por defecto, por encima de nuestras cabezas. Es el plano del mundo ideal, el plano del más allá. Por otro, tendríamos el plano de las cosas que solo valen en tanto que participan de lo que vale en verdad. Es decir, el plano o dimensión de las cosas que no valen por sí mismas, sino solo si pueden de algún modo representar lo que vale en verdad. Aquí conviene subrayar que esto no depende de que seamos explícitamente religiosos. Cualquier experiencia de sentido reposa sobre esta distinción entre dos planos o mundos. Así, por ejemplo, si los amantes creen que su relación tiene sentido o significa algo es porque creen que su relación representa la relación arquetípica, aquella que han visto ejemplificada, pongamos por caso, en las películas románticas. La relación va bien si, de algún modo, encarna lo que debe ser un amor verdadero. Si falla la representación —si la relación fuera, pongamos por caso, meramente contractual—, falla el sentido. Es por esto que decimos que la experiencia del sentido depende de que podamos creer que hay algo así como un mundo —o un plano o una dimensión— en el que se realiza lo que vale en verdad. De ahí que la muerte de Dios —el derrumbe del cielo sobre nuestras cabezas, literalmente, una catástrofe— suponga la imposibilidad de un sentido.
Ahora bien, donde muere Dios, muere también el hombre. Pues el hombre, como tal, no es capaz de soportar una vida sin sentido. Por eso el hombre no puede admitir una vida sin Dios. Donde un Dios deja de servir como Dios —donde deja de ser culturalmente útil—, otro Dios ocupa su lugar. Ahora bien, que Dios haya muerto significa que en realidad ya no cabe Dios alguno. Por eso, según Nietzsche, la época de la muerte de Dios es también la época de la superación de lo humano. La noción misma de superhombre —noción central en el pensamiento de Nietzsche— no debe entenderse, por tanto, como si hablásemos de la máxima expresión de lo humano. Al contrario, el superhombre es la figura de la superación de lo humano. La diferencia entre el hombre y el superhombre es análoga a la que media entre, pongamos por caso, el hombre y el mono.
Sin embargo, Nietzsche no solo proclama que Dios ha muerto, sino también que nosotros, los hombres, lo hemos matado. La declaración, aunque no lo parezca, posee una honda raíz cristiana. Podríamos decir que Nietzsche no hace otra cosa que sacarle punta a una de las grandes proclamaciones del cristianismo, a saber: que Dios ha muerto en la crucifixión de Jesús de Nazareth. Literalmente, los hombres al clavar a Jesús en una cruz, clavaron a Dios en un madero. De hecho, el primero en hablar en estos términos fue Tertuliano, uno de los padres de la Iglesia. Para el cristianismo no hay otro Dios que el Dios crucificado. Pues bien, lo que hace Nietzsche es tomarse en serio esta proclamación. O, por decirlo con otras palabras, coge el cristianismo para dirigirlo contra la misma fe cristiana. Pues, efectivamente, donde Dios se hace hombre no puede seguir siendo un Dios al uso —no puede valer como Dios. Como decíamos antes, papá se ha hecho hombre. O, por decirlo en cristiano, la Cruz revela a un Dios que se pone, como quien dice, en manos de los hombres. Ciertamente, el cristianismo va más allá. Pues sostiene que Dios se pone en manos de los hombres, para que los hombres puedan vivir en el espíritu de Dios. Así, desde el punto de vista cristiano, los hombres no dependen tanto de Dios como Dios, de los hombres. Que pueda haber Dios —que Dios pueda tener lugar, hacerse presente como espíritu de Dios— dependerá, por consiguiente, de que los hombres puedan cumplir con el mandato de Dios, en definitiva, vivir como hermanos. Pero Nietzsche se queda solo con lo primero, con la idea de que el Dios cristiano muere como un crucificado en nombre de Dios. Y es que lo segundo —que los hombres puedan vivir en el espíritu de Dios gracias al sacrificio de Dios— sería, desde la óptica de Nietzsche una salida en falso, un intento desesperado de seguir con Dios, ahí donde ya no es posible seguir con Dios. En cualquier caso, Dios no sobrevive —esto es, no vive por encima— de la Cruz. De ahí que Nietzsche entienda que la semilla del nihilismo actual se encuentre, de hecho, en la cruz cristiana. O, por decirlo de otro modo, que la decadencia de Occidente —su desprecio por la vida más desnuda, esa vida que se encuentra del lado de Dioniso, el dios danzarín, el dios de la ebriedad— arraiga en el dogma de la Encarnación, el que confiesa, precisamente, que Dios se ha hecho hombre. Pues si el sentido depende de que haya efectivamente un Dios por encima de nuestras cabezas, esto es, si las cosas que nos traemos entre manos no valen nada por sí mismas, sino solo si participan de lo que vale en realidad —si, de algún modo, lo representan—, entonces donde crucificamos a Dios nada puede ya valer. La crucifixión es, literalmente, una catástrofe. Es cierto que el cristianismo desplaza el más allá al final de la historia. Es cierto que el cristianismo comprende el cielo no como el mundo de arriba, sino como meta de la historia. Pero Nietzsche cree que este desplazamiento es, estrictamente hablando, increíble. Que la idea de un progreso hacia el reino de Dios es, sencillamente, una ilusión de quienes ya no pueden seguir creyendo en Dios. Un Dios cuya presencia es desplazada a un futuro absoluto —un Dios que es tan solo promesa de sí mismo— es un Dios sin entidad, un Dios que no puede valer como Dios, salvo ilusoriamente. La vida es lo que siempre ha sido: pura voluntad de poder, la lucha del fuerte contra el débil. No hay, por tanto, nada qué realizar.