el habla y lo no dicho

marzo 24, 2017 Comentarios desactivados en el habla y lo no dicho

Estamos tan acostumbrados que díficilmente caemos en la cuenta de lo que hacemos cuando decimos que tal cosa es así o asá. Y es que no parece que hagamos nada, salvo reconocer que ciertos rasgos pertenecen a tal o cual cosa. Así, cuando decimos de Juan, por ejemplo, que es simpático damos por sentado que la simpatía va con él —que la simpatía le pertenece. Ahora bien, las cosas, vistas de cerca, no acaban de ser lo que parecen. Juan, ciertamente, se muestra como simpático en la mayoría de las ocasiones (y, por eso mismo, decimos que es simpático). Sin embargo, su simpatía no está exenta de ambigüedad. De hecho, estrictamente hablando, nos parece simpático en gran medida. Pero, si es en gran medida es que no lo es del todo. Nada nunca por entero. Ahora bien, cuando decimos que Juan es simpático presuponemos que lo es y no solo que lo parece. Por consiguiente, hacemos trampas al usar predicativamente el verbo ser. Decir que algo es de un modo particular supone determinarlo. Y al determinarlo, negamos que sea también, cuando menos en cierto modo, eso que queda fuera del campo de la determinación. Así, cuando decimos que Juan es simpático, dejamos a un lado que solo lo es en cierta medida y, por tanto, negamos lo que en cierta medida también es, a saber, un tipo no simpático. Las cosas son lo que son en tanto que, de algún modo, no acaban de ser lo que son. O, por decirlo con otras palabras, en toda afirmación siempre hay un resto, una sombra, precisamente, lo que no es dicho o afirmado. Quizá no haya mejor introducción a lo que es el lenguaje que la carta la lord Chandos de Hugo von Hofmnansthal, en donde, como sabemos, se defiende la idea de que lo real, en último término es inefable. De ahí que el destino de la filosofía —el amor al saber— sea el silencio o, si se prefiere, una socrática ignorancia. Y de ahí también que el filósofo que sabe de qué va el asunto, en el ágora se vea obligado, a menos que opte por el aislamiento, a jugar con las palabras o, en su defecto, a hacer aquellas preguntas que pongan en entredicho lo que se dice o se cree. No es casual que el filósofo pase a menudo por ser un sofista más. Aun cuando aquí caigamos de nuevo en la trampa de la determinación.

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