renacimiento y desacralización

febrero 10, 2019 Comentarios desactivados en renacimiento y desacralización

Pico della Mirandola, al colocar al hombre en el centro del mundo, hizo algo más que conferirle dignidad. Pues que el hombre se situe en el centro va con el desplazamiento de Dios. Aquí no caben componendas del tipo Dios quiere que el hombre esté en el centro. O Dios se encuentra en el centro, o se encuentra el hombre. No es casual que en los tiempos modernos el saber pase a ser fácilmente una óptica. Como tampoco lo es que el arte del Renacimiento descubra la perspectiva. El icono ha sido dejado atrás como si fuera un vestigio de una antigua impericia. Pero aquí el orgullo, una vez más, se presenta como el envés de la ignorancia. Pues lo esencial del icono no es tanto el hecho de deformar los cuerpos para verlos tal y como podía verlos Dios mismo, de un modo parecido a como lo haría el cubismo siglos después, aunque, ciertamente, sin el motivo de Dios, como el que pueda alcanzarnos la mirada del rostro que representa. En el icono, lo determinante no es mirar, sino el ser mirado.

Ahora bien, lo paradójico de la Modernidad es que el hombre, al situarse en el lugar de un Dios omnisciente, difícilmente podrá evitar comprenderse a sí mismo como un objeto entre otros —como un animal o una máquina—, lo cual no parece hacer buenas migas con su nueva dignidad. De ahí que, objetivamente, la fe tan solo pueda entenderse hoy en día como aquella oscura ilusión en la que algunos hombres creen o dicen creer. Así, en vez de proclamar que hay Dios, preferimos decir que algunos hombres sostienen que hay Dios. En el momento actual, la fe no puede afirmarse legítimamente como la respuesta del hombre a la iniciativa —la caída— de Dios. No hay nadie en verdad otro para aquel cuya razón sostiene el peso del mundo. En cualquier caso, la alteridad es el supuesto de la conciencia, en modo alguno la falta que constituye el mundo o, si se prefiere, nuestro haber sido arrojados al mundo.

Sin embargo, el punto de partida de la existencia creyente nunca fue la idea de Dios —una idea que, bajo una sospecha por defecto, está pendiente de confirmación—, sino el hecho de encontrarse expuesto a una desmesura que no puede ser reducida a representación, una desmesura que, bíblicamente, se revela bajo la forma de una invocación insoslayable, por no decir, de una acusación: Caín, Caín ¿dónde está tu hermano? Y si esta invocación nos resulta excesiva no es por su carácter anormal, sino porque nadie puede responder desde sí mismo salvo como hizo Caín: ¿acaso soy el guardián de mi hermano? Creer supone creer que en la respuesta a la invocación de Dios, la cual cristianamente se da como la invocación de un crucificado, se decide el sí o el no de nuestro estar en el mundo. Y esto es así, no porque Dios sea ese espectro tutelar del que esperamos una intervención ex machina, sino porque su invocación —su voluntad o mandato— se desprende de su paso atrás o desaparición. O bien, el hombre se comprende a sí mismo como arrancado, o bien el hombre se pierde a sí mismo donde confía en su autosuficiencia. En este sentido, me atrevería a decir que una defensa de la fe hoy en día no puede eludir la obligación de desenmascarar la subjetividad moderna como regresión. Aunque quizá siempre fue así. Al menos, porque existir supone un haber negado a Dios. Aun cuando sea con la excusa de un dios a medida.

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