una sutil distinción
abril 28, 2019 Comentarios desactivados en una sutil distinción
Hoy en día, el punto de partida con respecto a Dios no es el vivir en el sentimiento de una presencia intangible —no puede serlo, por equívoco—, sino la distinción entre quienes echan en falta a alguien verdaderamente otro y los que no. La presencia, en cualquier caso, es la de un ausente (aunque desde dicha ausencia podamos también escuchar un sí de fondo… que no acaba de pronunciarse). Y esto equivale a decir que, en relación con lo último, partimos de la existencia, de nuestra condición de arrancados. Que existimos en medio del misterio podemos darlo por descontado. Es posible que en relación con el todo seamos como ácaros, los cuales no pueden ni siquiera imaginar qué hay más allá de unas cuantas motas de polvo. Pero el misterio en general aún no es el misterio de Dios. De ahí que lo primero con respecto a Dios —mejor dicho, con respecto a la cuestión de Dios— sea la inquietud de quien se pregunta a qué obedece, si es que obedece a algo, nuestro estar en el mundo (y más si nos lo preguntamos ante las víctimas de la Historia). Ciertamente, podemos ahorrarnos la pregunta —podemos tener suficiente con el super. Pero no parece que sea lo mismo tener una inquietud que no tenerla. Quien es su inquietud nunca termina de encontrarse en donde está. Y quizá esto sea más propio del hombre que andar deambulando como chimpancés. Es verdad que, si topáramos con un dios, no resolveríamos nuestra intriga. Al menos, porque un dios con el que fuéramos capaces de negociar no sería Dios en verdad. Un dios no deja de ser una pieza más, una fuerza con la que deberíamos aprender a lidiar, aun cuando, sin duda, nos resulte satisfactorio poder contar con ella. Como le satisface al niño solitario creer que le acompaña un amigo invisible. Sin embargo, Dios —y esto es muy bíblico— se experimenta en verdad como aquel que se encuentra eternamente en falta o por venir. Pues existimos como los que le deben su estar en el mundo al paso atrás del enteramente otro. Este es el factum de nuestro estar en el mundo, su non plus ultra: que el otro como tal está por ver; que del otro tan solo poseemos su imagen, la idea que nos hacemos de él y ante la que reaccionamos. Ante Dios, nos hallamos a la intemperie. Por eso, cristianamente, el crucificado —y por extensión los crucificados con los que se identifica— es todo cuanto hay de Dios. Dios se hace presente como un abandonado de Dios… y de los hombres. Ahora bien, lo cristianamente decisivo es el perdón que nos ofrece aquel a quien colgamos de un madero. Así, la cruz tanto puede verse como la prueba definitiva de que estamos solos como el momento en el que caemos en la cuenta de que el sí o el no de nuestra entera existencia se decide en la respuesta a ese perdón. Sencillamente, quien se encuentra ante Dios se encuentra sub iudice. De otro modo, Dios no sería mucho más que la sustancia —el poder, la energía— que sostiene el mundo. Pero para este viaje no hacen falta las alforjas del cristianismo. Basta con el arkhé. O el budismo.