Caddy
marzo 13, 2020 § Deja un comentario
Que yo crea que al final triunfará la bondad no deja de ser algo que tiene que ver solo conmigo. Sencillamente, no estoy en la situación de poder personificar mi presunción. Aún confío en lo que el mundo puede dar de sí. Que lo crea aquella madre cuyos secuestradores le dieron de comer a sus hijos sin que ella de entrada lo supiera es otro asunto. Aquí las palabras son las mismas, pero no dicen lo mismo. Su fe no tiene que ver con cuanto podamos suponer desde nuestro lado —con lo opinable o discutible. Ella no se encuentra en la posición de quien espera un final feliz porque tenga la necesidad psicológica de un final feliz. Su confesión en modo alguno se muestra como una creencia entre otras, sino como el reflejo de una visión de lo que hay más allá de la muerte. Esa mujer creyó en lo que únicamente cabe sostener tras regresar con vida del infierno —una vida que es el envés de su fe. Podríamos decir que llegó un momento en que ella no fue nada más —aunque nada menos— que su fe. Tan solo las palabras que pronuncian los resucitados son verdaderas. Y lo son, no porque se ajusten a los hechos, sino porque acontecen en un cuerpo —y como cuerpo. La verdad —la respuesta a la pregunta sobre quién pronunciará la última palabra— es un inconcebible porvenir.
De ahí que la cuestión de la verdad no sea la cuestión de la verdad, sino la de quién dice la verdad. Ahora bien, quien dice la verdad en absoluto puede humanamente decirla. De hecho, prevalece el No. Y prevalecerá, sin duda, donde desaparezcan de la faz de la tierra aquellos hombres y mujeres cuya carne, por haber visto en el enemigo a un huérfano de Dios, se resiste a sucumbir al dominio de la muerte. Al fin y al cabo, o la fe común reposa sobre las palabras que pronunciaron quienes las encarnaron, o no es mucho más que una ilusión, en el doble sentido del término. La fe siempre fue un asunto corporal.
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