qué difícil es ser mujer

junio 24, 2020 § Deja un comentario

Decía Freud poco antes de morir que, tras años de hurgar en la psique de tantos, aún no sabía qué es lo que quiere una mujer. Traducción: la mujer, en gran medida, permanece en su insatisfacción. Nada —ni nadie— puede colmar su deseo. Esto, sin duda, podríamos decirlo también del hombre. Pues va con el desear, al menos porque el deseo siempre promete en falso. Sin embargo, de lo que aquí se trata es de la relación con el propio deseo. Y la relación no es exactamente la misma en un caso y en otro. La figuras que fijan nuestro deseo son imposibles, algo así como una contradictio in terminis. Así, y con respecto al deseo sexual, la mujer deseará un amo al que poder dominar, mientras que el hombre a una mujer de putamadre. Es obvio que si el hombre fuese una bestia, la mujer no podrá dominarlo: el fantasma de la otra seguirá ahí. Pero también lo es que si comiera de su mano, terminaría despreciándolo por calzonazos. Paralelamente, ningún hombre puede admitir que una madre se comporte como una vestal: la boca que besa a sus hijos no puede ser la que lo succiona.

Sin embargo, socialmente, el hombre puede lidiar con su deseo, exorcitar su hechizo, al permitírsele separar las imágenes antagónicas que lo configuran. La puta por un lado, la madre, por otro. Tradicionalmente, al hombre se le ha tolerado que tuviera una amante, siempre y cuando su relación no saliera a la luz —siempre y cuando la esposa pudiera guardar las apariencias. Ya se sabe: los hombres son así. Podríamos decir que la institución familiar se sostiene sobre el silencio de la mujer: sé que hay otra, pero de momento haré como si no lo supiera. El amor, en este caso a los hijos, exige sacrificio. Pero aquí el sacrificado es siempre el mismo —en realidad, la misma. Culturalmente, la mujer nunca tuvo la oportunidad del hombre de separar las figuras contradictorias de su deseo. Una mujer promiscua es tachada de zorra. Incluso hoy en día, a pesar de que el discurso oficial legitime su liberación. Al fin y al cabo, el trato entre hombre y mujer no deja de ser un asunto político. Pues la cuestión de fondo es quién manda, aunque aquí las relaciones de poder queden enmascaradas al operar sobre un deseo que espontáneamente se concibe como natural. Y en el juego del poder pierde quien tiene más que perder. Claudica antes.

Ciertamente, podríamos decir que una mujer, por cómo es, nunca aceptará separar los dos rostros del deseo: la bestia debe comer de su mano; no hay otra mujer para el príncipe. Pero también podríamos preguntarnos si aquí, más que enfrentarnos a una esencia, no estaremos naturalizando lo que, en definitiva, es el efecto de lo político, a saber, que la mujer quede fijada a su fantasía. O dicho de otro modo, que el hombre diga que la mujer, por definición, no es capaz de lidiar con su deseo acaso tenga más que ver con lo que el hombre necesita decirse a sí mismo. A la mujer no se le permite desembarazarse de su naturaleza. Hay en el hombre un miedo posicional —un temor a perder su posición natural con respecto a la mujer. Sencillamente, el hombre no sabría qué hacer ante una amazona. En cualquier caso, como decía Lacan, el amor es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere. Y aquí aún queda mucha tela por cortar.

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