lo inefable
agosto 21, 2020 § Deja un comentario
El místico suele referirse al carácter inefable de su experiencia de Dios como prueba de su efectiva trascendencia. Las palabras se le quedan cortas. Sin embargo ¿qué prueba en realidad dicha experiencia? ¿La existencia de Dios o nuestra limitación? Evidentemente, ambas van de la mano. Pues no hay desborde si no es relación con un límite (y viceversa). Pero el que, por definición, la realidad de Dios trascienda nuestra capacidad de intelección no implica, como es lógico, que todo cuanto la desborde sea divino. No basta con topar con algo o alguien netamente superior como para que nos veamos obligados a hablar de Dios. Es verdad que lo excesivamente superior puede parecernos divino —y más si presuponemos que hay Dios como pueda haber vida en la cara oculta de la Luna. La visión siempre está determinada por lo que damos por sentado. A un hindú nunca se le aparecerá la Virgen. Pero, por eso mismo, que algo o alguien nos parezca divino no significa que en verdad lo sea (y esto es así, aun cuando no sepamos cómo distinguir nítidamente entre lo que nos parece que es y lo real). La presencia de un hombre también sería inefable para el ácaro del polvo… si llegase de algún modo a sentirlo. Y nadie en su sano juicio diría que es un dios porque así se lo parezca a los ácaros. En cualquier caso, si lo inefable constituyese un criterio, también deberíamos tener en cuenta su vertiente más terrible. En La especie humana, Robert Anteleme, uno de los supervivientes del Holocausto, igualmente considera el horror como inefable: desde los primeros días, nos parecía imposible cubrir la distancia entre el lenguaje disponible y aquella experiencia que, para la mayoría de nosotros, continuaba en nuestro cuerpo. Aquí, no es que, como en el caso de muchos místicos, nos falten las palabras. Más bien, sobran.
¿Estamos ante otro inefable? ¿O, por el contrario, deberíamos hablar del enmudecimiento que provoca la absoluta falta de piedad? Quienes están dispuestos a reconocer a Dios como causa de la experiencia mística, ¿acaso no deberían admitir la presencia de Moloch donde sienten el abismo? Las víctimas ¿no percibieron el aliento de lo demoníaco como el místico experimentó el amor de Dios? El maniqueísmo y sus variantes siempre tuvieron en cuenta este dato. Podríamos decir que el maniqueísmo es la opción más razonable o espontáena. Por poco que salgamos de nuestra burbuja, fácilmente nos inclinaremos a creer que existimos en medio de poderes que combaten entre sí. O si se prefiere, entre el lado luminoso y oscuro de la fuerza. En cambio, a la hora de explicar la facticidad del Mal, el cristianismo se decantó por la ausencia de Bien. Tan solo hay un poder —el de la bondad de Dios—. El dominio de Moloch es aparente. Por consiguiente, el Mal debería entenderse como déficit antes que como un poder superlativo… aunque lo suframos como tal. Así, suele decirse que, al igual que la oscuridad se debe a la falta de luz, la efectividad del Mal obedecería al retroceso del Bien. Hay Mal porque nos vimos privados de Dios. Sin embargo, a flor de piel, ¿podemos contentarnos con esta justificación? Si la experiencia valida, en principio, la convicción del místico ¿no podríamos decir lo mismo con respecto a quienes sufrieron indecentemente la opacidad de los lager? A la hora de pensar la experiencia, las víctimas ¿no tienen igual derecho a concluir que no hay Dios —o que Moloch, simplemente, puede más? ¿Es que su padecimiento fue una ilusión, un error de perspectiva? Más aún: ¿puede haber luz sin oscuridad?
El maniqueísmo tiene las de ganar donde únicamente apelamos a lo que sentimos en lo más profundo. De ahí que la Biblia desconfíe de las sensaciones en el momento de dar fe de la realidad de Dios. Y no porque esta última solo pueda ser pensada —esto es lo que diría, en cualquier caso, el filósofo—, sino porque no hay algo así como una experiencia inmediata de Dios. La inmediatez de la experiencia tanto nos permite hablar de Yavhé como de Moloch. No es anecdótico que el paganismo sea, literalmente, una religión campesina. En cambio, para el profeta, no es posible contactar con un Dios cuya trascendencia no debería entenderse como si Dios habitase en la dimensión oculta del cosmos. En modo alguno, la experiencia de Dios es el resultado de poner los dedos en un enchufe. En cualquier caso, dicha experiencia es, bíblicamente hablando, de lo debido a Dios, a su des-aparición o paso atrás. Su más allá es un más allá del presente, de cualquier presente, incluyendo aquí el supuestamente sobrenatural. La trascendencia de Dios es temporal antes que espacial.
Ahora bien, lo debido a Dios es tanto la bendición como la maldición. Hay don porque hay Dios. Pero porque hay Dios, hay también sufrimiento. La luz y la tiniebla responden a un Dios que fue desplazado a un pasado inmemorial, una vez el hombre fue arrojado al mundo. Estamos ante un Dios que, porque no quiso ser sin el hombre, no puede funcionar como Dios Por eso, el haber de Dios —su en sí— es el de un fue absoluto. Y por eso mismo, el creyente permanece a la espera de Dios, de su regreso. Dios se revela, bíblicamente, como promesa de Dios. Aunque el regreso de Dios suponga el fin de los tiempos. Pues mientras haya tiempo, Dios es un Dios por-venir. Existimos como arrancados —y no solo separados— de Dios. El problema de quien creer haber experimentado directamente a Dios, aun cuando sea de manera incompleta o parcial, es que da por sentado que estamos separados de Dios solo por el grosor de un muro. Pero, como decíamos antes, ese dios aún no sería Dios, sino un Dios en apariencia, poco más que un ente de más. Aun cuando sea inconmensurablemente superior. Al fin y al cabo, a Jesús no se le iluminó el rostro cuando experimentó directamente a Dios en Getsemaní. Más bien, quedó cubierto por lágrimas de sangre. La experiencia directa de Dios tiene más que ver con sufrir su silencio que con las vibraciones.
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