el prójimo
diciembre 17, 2020 § Deja un comentario
Jesús de Nazaret, como sabemos, responde a la pregunta sobre quién es nuestro prójimo con la parábola del buen samaritano. Una lectura superficial nos da a entender que el prójimo es aquel que, siendo semejante, sufre como un animal abandonado en la cuneta. La idea de fondo es que ante el prójimo no deberíamos pasar de largo. Su llanto es un mandamiento. Por eso mismo, el que nos hallemos ante un imperativo insoslayable ¿no sugiere, cuando menos, que estamos ante algo más que una reacción emocional? ¿Nos inclinamos ante el que yace en la cuneta como nos inclinaríamos también ante un chimpancé herido que nos mirase con una mirada suplicante? Quizá. Al menos por aquello del hermano lobo. En cualquier caso, los evangelios nos dan a entender que no se trata de reaccionar, sino de responder a un llanto que decide el sí o el no de nuestro estar en el mundo. El problema es que espontáneamente no nos sentimos sub iudice. Ahora bien, que no nos sintamos así no implica que no lo estemos, aun cuando hoy en día se haga difícil defender que no hay otra libertad que la de quien se encuentra sujeto a un imperativo tan insatisfacible como ineludible. Como si lo más íntimo tuviera que ver con un imperativo cuya radical heteronomía es anterior a cualquier yo hasta el punto de constituirlo. En cualquier caso, en ausencia de juicio, todo —o casi todo— es biología.
No obstante, podríamos añadir otro problema, el que tiene que ver, precisamente, con la semejanza del semejante. Pues lo habitual es que los que viven como perros sean vistos, de hecho, como perros —como alimañas que pueden morder la mano que los alimenta. Hay algo de tramposo en representarnos al pobre como un pobrecito… aunque sea cierto que hay mucha verdad —y la verdad siempre exigió coraje— en quien es capaz de ver en la alimaña a un abandonado de Dios (y por extensión, a un semejante). Quien se aleja de los hombres se convierte, ciertamente, en un extraño. Y esto es lo mismo que decir en alguien que, de entrada, no podemos reconocer como semejante. De ahí que la cuestión del prójimo se presente, en definitiva, como la cuestión de nuestro estar cabe el extraño. Y es que ante el extraño, de entrada, no podemos evitar la prevención. Acaso sea por esto que los evangelios insistan en que, a pesar de nuestra reacción más natural, no deberíamos tener miedo ante el extraño. Pues la mayor extrañeza no es la del monstruo —esta no deja de ser epidérmica—, sino la de un Dios indigente, un Dios cuyo cuerpo es, en realidad, un cuerpo de más, el de los sobrantes.
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