Gott ist nicht Wesen noch Güte

febrero 6, 2021 § Deja un comentario

La sentencia del maestro Eckhart —Dios no es ni esencia ni bondad—, una sentencia que fue objeto de condena pontificia, es más que interesante: es el lugar en donde se juega la distinción entre fe y religión. En apariencia, se trata de la mística. Pero me atrevería a decir que no de la mística que entendemos por tal. Y es que la intuición del maestro Eckhart posee una raíz bíblica, antes que oriental, aunque no sé hasta qué punto él era consciente de ello. Ciertamente, Dios carece de atributos — de esencia—. En la Biblia nunca encontraremos un concepto de Yavhé. Al contrario: el es el que es o será. O lo que viene a ser lo mismo, es el que será. Yavhé se revela como el nombre Yavhé, un nombre, y esto no es causal, de hecho impronunciable. El nombre de Dios no es Yavhé, como podría ser otro, sino que Yavhé es el nombre que es Dios. Y esto equivale a decir que, al no estar asociado a una descripción definida, es un nombre que tiene pendiente su referente, su esencia o modo de ser, en definitiva, su quién. Estamos ante una de las consecuencias, si no la principal, de la caída. Pues esta afecta al hombre en tanto que también —y quizá sobre todo— afecta al ser de Dios, a su identidad. Por eso, cuanto podamos decir de Dios no es directamente de Dios, sino de lo debido a Dios, a su falta de entidad o consistencia. Dios ex-siste como ex-siste el hombre. O por decirlo de otro modo, Dios es el símbolo —que no el signo— del hombre como el hombre lo es de Dios. Pues un símbolo siempre señala a esa parte que encuentra en falta, aquella de la que fue separado en el origen. Así, cuando el creyente proclama, pongamos por caso, que Dios es misericordioso, no está exponiendo, a pesar de lo que sugiere la gramática, un rasgo de Dios, sino que se limita a decir que existimos bajo una medida de gracia. Pues seguimos con vida a pesar de no merecerla. Estrictamente, siendo aquí más judíos que griegos, la cópula gramatical expresaría un deber ser. Puesto que nos hallamos bajo un estado de gracia, Dios tiene que ser misericordioso. Para el judaísmo, el presente no se cierre sobre sí mismo, sino que solo significa en la medida en que apunta a un futuro incierto —a una esperanza sin expectativa—. El presente es, literalmente, un presente. Nada se nos da si no es bajo el modo de la espera. Estamos lejos del presupuesto de la religión, según el cual el modo de ser Dios está determinado en las alturas como en el mundo pueda estarlo el de las moscas. Añadir que no terminamos de conocer el modo de ser de Dios no marca la diferencia: es hacer de Dios una cosa misteriosa, lo cual más que divinizar a Dios, lo cosifica. Tampoco acabamos de saber en qué consiste la materia y no por eso la materia es divina. Y es que lo que nos pone de rodillas no es un ente superior —en cualquier caso, que nos arrodillemos ante él solo tiene que ver con nosotros, con nuestra sensación—, sino un Dios herido de muerte.

Hasta aquí, nada que sorprenda a quien esté familiarizado con los textos bíblicos o con la tradición de la metafísica. Desde Plotino hasta santo Tomás, pasando por Avicena, la existencia de Dios —o del Uno— está por encima de su esencia, hasta el punto de que la esencia deja de ser suya, por decirlo así. Y esto está muy cerca de decir que Dios se encuentra más allá del ser —y que por eso mismo, no es, aun cuando exista—. Eckhart quizá diría que Dios no es porque ex-siste. Sin embargo, la metafísica, a diferencia de lo que leemos en la Biblia, no entiende el carácter inesencial de la realidad de Dios como una falta que, desde el lado de Dios, esté por resolver. De ahí que el metafísico no se comprenda a sí mismo como el que se halla ante el clamor de Dios. Y acaso sea por esto que filosofía y cristianismo no terminen de casar. El filósofo difílcimente puede dejar de ser una conciencia insatisfecha, por decirlo a la manera de Hegel, aunque pueda lograr una cierta paz en la contemplación. En este sentido, el cristianismo fue más audaz —y lo sigue siendo, a pesar de los malentendidos que lo encubren—. Pues su tesis, como quien dice, es que la bondad de Dios es la de aquel hombre que terminó colgando de una cruz en nombre, precisamente, de Dios. Ahora bien, esto equivale a decir que Dios no tiene otra bondad que la encarnada. Y no la tiene porque no quiso tenerla. Al fin y al cabo, el cristianismo declara que Dios se reencuentra con su quién en la cima del Gólgota —que el referente del nombre de Yavhé es un ajusticiado que muere como un abandonado de Yavhé; que Dios dejó de ser el aún nadie colgando de una cruz—.

Quizá no fuese casual que los antiguos padres de la Iglesia se arrimaran al árbol de Plotino. Pues Plotino sostuvo que el Uno, hallándose más allá de la esencia y, por eso mismo, del ser, debía entenderse como voluntad, y una voluntad que, lejos de lo arbitrario, solo podía realizarse como Bien. Sin embargo, lo que no dijo Plotino —pues tampoco podía decirlo, si tenemos en cuenta su desprecio de la materia— es que ese Bien solo podía darse como cuerpo. Pero ya se sabe que el fruto tiene que caer del árbol para fecundar la tierra. En este sentido, puede que la deriva griega del cristianismo, deriva de la que se acusa desde Harnack a los padres de la Iglesia, fuese más bien un intento de preservar la herencia de Israel. Pues Atenas, como viera Filón, una vez extrae las últimas consecuencias de los presupuestos de la metafísica —y esto es lo que hizo Plotino—, llega a Jerusalén. O, cuando menos, se queda muy cerca.

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