santo vs sabio

junio 22, 2021 § 1 comentario

Para comprender la distancia que separa Atenas de Jerusalén basta con poner frente a frente la figura del sabio, tal y como la entendió el helenismo, y la del santo. En el primero, el horizonte es el de la autosuficiencia —un estar por encima de cuanto sucede—. O, como decía Lucrecio, el de poder contemplar el naufragio ajeno desde la atalaya del espectador. En el segundo, se trata de plegarse a la voluntad que se desprende de un Dios trascendente hasta rozar la nada —de instalarse en el sentimiento de una dependencia fundamental—. Para el sabio, el cosmos no tiene propósito. Es posible que las piezas encajen —puede que haya un sentido—, pero no para nosotros. En cambio, el santo se encuentra expuesto a la demanda insatisfacible que arraiga en los estómagos del hambre, una demanda que experimenta como la demanda misma de Dios. O el despreciado —y espontáneamente despreciable— nos incumbe, o no. Esta es la única disyuntiva, aquella ante la que se decide nuestra justificación. Para el sabio, por contra, lo único que está en juego es la libertad que se da como indiferencia ante lo que no importa sub specie aeternitatis (aunque desde esta óptica cuanto importa quede siempre en suspenso). En cualquier caso, lo que tienen en común ambas figuras es su extrañamiento del mundo (y, por eso mismo, un cierto sentido de la donación). Pues el todo nunca termina de ser el todo ni para el sabio, ni para el santo (aun cuando lo cierto es que no se sitúan de igual modo ante esta esencial incompletud).

§ Una respuesta a santo vs sabio

  • Quentin dice:

    Primero sabio, después santo.

    Este es el orden correcto a seguir en el progreso de la persona. Porque garantiza el resultado final, el realmente deseado, el de ser santo.

    Aquel que apunta directamente a la santidad puede fácilmente virar por los caminos seductores de la ignorancia que lo precipiten hacia el mal. Son tantos los ejemplos que prueban esta realidad a lo largo de la historia del hombre que llenaríamos páginas con solo enumerarlos. El que se proclama santo habrá seguido a un líder o a unas escrituras sin ser capaz de levantar la mirada del suelo o de las páginas sagradas. Y acabará cayendo en el precipicio.

    El sabio de Atenas en cambio escuchará a los distintos santos que se le presentan proclamando cada uno sus vías de acceso a la perfección y contrastará sus discursos en su interior. Meditará buscando la lucidez y la verdad en lo que se le expone. Leerá libros diversos y observará con espíritu crítico y exigente las obras reales de aquellos que proclaman su santidad al público.

    El santo de Jerusalén escuchará solo a sus sacerdotes, mirará hacia su interior y se negará a escuchar cualquier reflexión que pueda contradecir el camino que le marca su profeta. Será un hombre con la palabra alta y clara pero con la mente ciega y confundida.

    El sabio de Atenas comprenderá que la lucha por la dignidad es lo que dota de sentido a la existencia humana y explorará con ilusión la validez de cada una de las virtudes para ayudarle en el camino del progreso. Será un hombre con el verbo prudente y leve pero con la mente preclara y visionaria.

    El sabio ateniense prudente sí alcanzará la santidad que anuncia Jesús. El creyente jerosolimitano que se proclama santo no.

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