Abraham y la isla del tesoro
agosto 13, 2021 § Deja un comentario
Ante YWHW, Abraham solo se atreve a balbucear aquello de “heme aquí; qué quieres que haga”. Interesante. Veamos por qué. Primero: el heme aquí está lejos de ser una obviedad. Abraham, por supuesto, no indica una coordenada geográfica. Frente a Dios, uno no permanece arrojado a las posibilidades que le ofrece el mundo —de hecho, han dejado de haberlas—, ni tampoco atado por su pasado: simplemente se halla, en el sentido más amplio de la expresión, en donde está. Y esto es lo mismo que decir solo. Puede convenga recordar que aquí YWHW no se revela estrictamente como presencia, sino como un Dios por-venir. Literalmente. No hay epifanía en el episodio de Abraham. Nada numinoso que pueda sobrecogerlo. Tan solo la voz —el silencio elocuente— de un Dios que, por eso mismo, se ofrece como promesa de Dios. Y no porque esté por descubrir, como si Dios fuese un tesoro enterrado que deberíamos localizar. Con respecto a Dios, no hay nada que des-cubrir. Dios no permanece velado por las apariencias, aunque ya nos gustaría que fuese así. Abres la puerta que se te prohibió cruzar… y ahí no hay más que cuatro paredes. Quizá no sea casual que en el sancta santorum, el lugar de la presencia de Dios en el templo de Jerusalén, careciese de imágenes. Ahora bien, Abraham topa con YWHW solo tras fracasar en su búsqueda del tesoro.
Segundo: el qué quieres que haga refleja la disposición de quien cae de rodillas ante un Dios en falta o por ver, la que también se observa en la respuesta del pueblo de Israel a Moisés: primero obedeceremos y luego ya veremos. Podríamos decir que el heme aquí, con cuanto implica, es indisociable de un interrogarse por la voluntad de aquel ante quien nos situamos. Ciertamente, podemos permanecer de pie ante el abismo, como los héroes del romanticismo. Pero en ese caso, seguiríamos inflados de poder. Ningún heme aquí vamos a escuchar de quien experimenta lo sublime al borde de la desmesura de un cosmos sin final o propósitp. Pues solo podemos pronunciarlo ante aquel que, como enteramente otro, no es aún nadie. Y dado que solo lo igual sabe de lo igual, únicamente como nadie podemos hallarnos ante el aún nadie. Por lo común, nos situamos desde la posición que ocupan nuestros ídolos. Son ellos los que, de entrada, establecen la medida de lo que creemos valer para los demás —son ellos quienes, en un primer momento, nos dicen qué debemos ser mayores—. Y aquí ser equivale a lograr. Sin embargo, esta situación carece de solidez. No hay ídolo que no posea pies de barro. Un ídolo nunca cumple su promesa. Nuestra situación deviene un tener lugar tan solo ante el aún nadie. Pues solo ante el aún nadie caemos en la cuenta de que, en realidad, no somos nadie. Ahora bien, si hablamos del aún nadie y no de, simplemente, la nada, no es porque seamos unos fantasiosos, sino porque el hecho de existir supone un estar en el mundo como arrancados del Otro y no solo como unos distantciados. Nadie puede aparecer como Otro, sino en cualquier caso como otro en apariencia (y aquí estamos casi en el terreno de las tautologías: nadie aparece como Otro=el Otro aparece como (el aún) nadie). De ahí que Abraham se pregunte ¿qué quieres de mí?, y no ¿y ahora qué hago?. Esto es, ante Dios estamos solos como nadie y, en consecuencia, en manos de… ¿nadie? Y esto, bíblicamente, está muy cerca de decir en manos de los nadie.
De ahí que la respuesta que escucha Abraham no sea directa, sino la que se desliga de un Dios enmudecido, el Dios del séptimo día, el que está por regresar. No hablamos, por tanto, del esquizofrénico que oye voces en su interior, a menudo imperativas, sino de quien escucha el mandato de Dios en su silencio. Tan solo el que no sabe leer —y no me refiero tanto al texto como a la vida que hay detrás— puede tachar a Abraham de supersticioso. Abraham no fue un iluso. Todo lo contrario: fue un desterrado, un sin tierra y, por consiguiente, un sin Dios (pues, en la época, no había dios que no fuese territorial o, cuando menos, que no tuviera un ámbito). Consecuentemente, no deberíamos leer este fragmento bíblico como si su autor se hubiese limitado a transcribir una conversación telelefónica. La voz de Dios es de Dios no como nuestra voz es nuestra. Nos hallamos ante la voz que se desprende, precisamente, de una alteridad en falta —eternamente en falta—, una voz cuyo eco escuchamos, precisamente, en el clamor de los que no cuentan para nadie. Y solo porque esta es la eternidad de Dios, cabe la Encarnación. Pero este es otro asunto.
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