dime de lo que hablas
mayo 15, 2023 § 1 comentario
En las canchas cristianas, suele hablarse de la importancia de la experiencia: no basta con recitar el credo; hay que experimentarlo. De acuerdo. Pero ¿qué significa aquí experimentar? Por lo común —y esto sería un resto del viejo pietismo—, se trata de experimentar algo así como una relación personal con Dios. Ciertamente, la sombra de Agustín es alargada. Pero quizá no sea lo mismo experimentar íntimamente a Dios en un mundo que da a Dios por descontado que en otro donde Dios —el Dios que preferimos imaginar— se ha convertido en una hipótesis que el creyente mantiene por su cuenta y riesgo (aunque sea con el apoyo de la bona gent que suele haber en las comunidades cristianas). Y no es lo mismo porque el punto de partida —el presupuesto desde el que se decide lo que cabe entender por experiencia— ya no es el vivir a flor de piel el encontrarse bajo un poder que nos sobrepasa. Por no hablar del misterio. De ahí que el riesgo de la experiencia termine reduciéndose a emoción… afectando, de paso, a la verdad de Dios al sentirlo como una variante del amigo invisible de la infancia. El problema de basar la fe principalmente en el factor emocional es que la experiencia no es de Dios, sino de uno mismo en tanto que necesitado de un amparo espectral.
En los evangelios, la experiencia de Dios posee una doble faz, por así decirlo. En primer lugar, es la que tiene Jesús de Nazaret en Getsemaní (y no da la impresión de que en Getsemaní Jesús sientiese mariposas en el estómago). Y en segundo, la que conduce, como extensión de la primera, a reconocer al crucificado como Hijo (y aquí acaso tendríamos que hablar antes de la experiencia de Dios, en el sentido subjetivo de la preposición). Es verdad que algunos teólogos sostienen que tras el tercer día quedó confirmada la experiencia de Dios del Jesús de Galilea. Pero de ser esto exactamente así, los sucesos de la Pascua nada nos hubieran revelado acerca de Dios. Esto es, no nos hubieran revelado al crucificado como el quién de Dios. A lo sumo, a Jesús como el último profeta (con permiso del Islam). El Jesús de Galilea invocaba a Dios como Padre. Sin embargo, la cruz nos revela, precisamente, que el Padre aún no era Dios. Y no lo era porque, desde el principio, no quiso serlo sin la adhesión del Hijo del Hombre. La fe cristiana es una fe en el Padre solo a través del Hijo. No, una fe en el Padre y además en el Hijo… como vete a saber qué. Para Jesús, Dios fue el Padre. Para un cristiano Dios es la unión entre el Padre y el Hijo. Y no diría que se trate estrictamente de lo mismo. El Padre no se hace presente sin el Hijo. Y lo que no se hace de algún modo presente aún no es. (Y aquí alguien podría objetar que el Padre se hizo presente, antes de la Encarnación, como Creador. Pero comprender la Creación significa comprender, precisamente, que esta consiste en el retroceso del Padre hacia el futuro del Hijo del Hombre. Pero este ya es otro asunto.)
Evidentemente, la experiencia de Dios de los primeros cristianos fue también consoladora (o mejor dicho: sobre todo consoladora). Pero únicamente tras la resurrección (y puede que este sea el asunto más espinoso hoy en día). En cualquier caso, lo que vengo a decir es que, cristianamente, la experiencia de Dios es muy física —muy de carne y hueso. Y por eso no deja de resultar desconcertante que muchos sigan dirigiéndose a Dios como si no hubiese habido Encarnación —como si Dios fuese alguien al margen del crucificado. Donde no hay carne de por medio no hay fe. O cuando menos, una fe que merezca el nombre de cristiana. Si nos llenamos tanto la boca con nuestra experiencia de Dios será porque es lo que nos falta. Al menos, por aquello de dime con qué te inflas y te diré de lo que careces. Quienes sobrevivieron a Auschwitz nunca dieron testimonio del horror —ni de lo que pudieron haber visto más allá— en los términos de un haber tenido una experiencia. Más bien, prefirieron guardar silencio (y algunos, obrar en consecuencia). De hecho, quienes han experimentado a Dios, más que hablar de sus intensas emociones, suelen contarnos historias. E historias que inevitablemente comienzan diciendo había una vez un hombre… Como los evangelistas. En realidad, si lo pensamos bien, las emociones de los creyentes ejemplares no interesan a nadie, salvo a sus madres.
¿cómo puede la experiencia de Dios ser comprendida y experimentada en un mundo donde la idea de Dios ha sido cuestionada y desafiada?
si hay diferentes puntos de vista sobre el tema y no hay una única respuesta correcta, otra pregunta sería:
¿cómo se relacionan las ideas presentadas en el texto «dime de lo que hablas» con otras interpretaciones de la relación entre Dios, Jesús y la fe cristiana?