la religión, la fe y la nada

May 9, 2024 § 1 comentario

El creyente avant la lettre, como también el filósofo, viven en un estado de suspensión… salvo durante el tiempo del despiste —pues tampoco es que podamos soportar demasiada realidad. ¿Por qué? Aquí casi es obligado ponerse estupendamente especulativos. En principio: nada es lo que parece. Ahora bien, podemos entender esto último desde dos ópticas: la común y la de la reflexión. Según la primera, las apariencias ocultan el verdadero aspecto. Así, decimos, pongamos por caso, de hecho es más simpático de lo que parece. En cambio, desde la segunda, tras las apariencias no se esconde un aspecto más auténtico. De hecho, no se esconde ningún aspecto.

Es cierto que nuestras primeras impresiones no siempre dan en el clavo. El error de perspectiva es, sin duda, una posibilidad. Sin embargo, mientras nos limitemos a corregirlo a través de una observación más ajustada, aún estaremos lejos de llegar al tuétano del asunto. Y es que el tuétano del asunto es que no hay nada que descubrir tras el velo de las apariencias. En realidad, cuando corregimos nuestras primeras impresiones lo único que hacemos es sustituir una apariencia por otra más estable.

Para entender lo anterior, la escisión que constituye la subjetividad nos viene como anillo al dedo. Pues son escisiones paralelas. Es verdad que a menudo podemos mostrarnos como quienes no somos. Es verdad que podemos parecer unos bordes y no serlo en realidad. O al revés. Pero por poco que rasquemos nos daremos cuenta de que incluso nuestro carácter es, al fin y al cabo, una máscara. Pues el yo nunca termina de coincidir con los rasgos con los que se identifica. De hecho, esta falta de coincidencia —este continuo diferir de sí— es lo que hace posible, precisamente, la identificación. La conciencia de sí es, precisamente, de sí. Este de sí, desde nuestra psicología particular hasta el propio cuerpo, permanece, en cierto modo, frente al yo. Es por eso que los simios no tienen cuerpo: son cuerpo. De ahí que nunca lleguen a ser un problema para sí mismos. Ningún simio tiene que resolverse, decirse a sí mismos quiénes son.

Ahora bien, y por lo que acabamos de decir, el yo en cuanto tal o en sí no es aún nadie, sino una permanente negación de sí en favor, precisamente, de su apariencia. Para ser alguien debe negarse a sí mismo en la dirección de lo otro de sí, de lo que no es. Sin embargo, ese otro de sí —y precisamente como otro— es, a su vez, la negación el yo como tal. El yo aparece como apariencia de sí. Y no puede darse de otro modo. Pero se trata de un apariencia que es continuamente como apariencia y, por tanto, como lo que no es. Arrancarle la máscara al yo es matarlo. Pero mantenerla pegada a la piel supone su falsificación. La verdad del yo es un estar siempre en falso.

Pues bien, la religión, podríamos decir, equivale a permanecer en la perspectiva común: Dios sería, por tanto, lo que hay que descubrir tras el cortinaje de las apariencias. Como si fuese un desvelar. Así, religiosamente se nos dice, por ejemplo, que más allá de cuanto nos traemos entre manos hay un poder superior que es luz, fondo nutricio o amor. En este sentido, y según nuestro paralelismo, Dios se correspondería con el aspecto auténtico de quien se nos mostró, en un primer momento, con unos rasgos muy distintos. Como si los cielos o las profundidades fuesen otra dimensión a la que, sin embargo, podemos acceder, aunque siempre hasta cierto punto, a través de una serie de vasos comunicantes… lo cual no quita que a menudo tengamos la impresión de que estos vasos están embozados.

La fe en cambio parte de la revelación —y la revelación no es un desvelar, sino un volver a velar… tras el aparente desvelamiento. Y lo que se le revela al creyente avant la lettre —e ignora el homo religiosus— es que Dios no es nadie sin su cuerpo —y un cuerpo con los huesos quebrados. En este sentido, el creyente sabe, aun cuando solo tras llorar sangre, que es responsable de Dios. Literalmente: el que debe responder. En cierto modo, podríamos decir que el creyente es el espejo de Dios. Ahora bien, ¿qué le dice la imagen de Dios a Dios? Soy el que soy: tu decepción, aquel que, por eso mismo, tiene que negarte… para que llegues a ser el que eres. En cambio, ¿qué se dice Dios a sí mismo al mirarse al espejo: yo no soy ese que soy . Es decir, soy no siendo el que soy. El único modo que tiene Dios de salir de la trampa narcisista es que deje de importarle, por decirlo así, ser alguien. Esto es, aceptando la humillación de no ser nadie. Traducción: queriendo ser el que no es. Y esto es Dios. De ahí que Dios, bíblicamente, no sea un dios.

¿Qué tienen en común, sin embargo, la fe y la religión? Como decíamos al principio, nada es lo que parece. Y tanto una como la otra parten de ahí. Pero la religión se conforma con poco. Esto es, con las apariencias, aunque estas sean aparentemente más sofisticadas que aquellas que envuelven al homo economicus. Algo parecido podríamos decir del contraste entre un ensayo de Anagrama y el Parménides de Platón. La religión se queda, por decirlo así, a medio camino. No llega al Gólgota.

§ Una respuesta a la religión, la fe y la nada

  • Carmen dice:

    La religión y la fe, al menos en el caso del cristianismo, tendrían también en común el concepto de auto-sacrificio que, si te entiendo bien, podría ser salida de la trampa narcisista ¿pero para la primera se convierte fácilmente en norma moralizante («castradora, moral de esclavos») mientras que en la segunda sería una experiencia vital, que en un momento determinado se ha autoimpuesto, aunque también como resultado de una libre opción? De ser así, la religión intentaría adelantarse impositivamente a la vida, en vez de ser maestra para ella. ¿La estética, productora de símbolos significativos que hay que «madurar» vitalmente, pasaría a ser prematuramente moral impuesta que puede cercenar hasta la posibilidad de la experiencia?

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