el hijo

julio 15, 2024 § Deja un comentario

Hablemos del hijo que se niega a desconectar a su madre, la cual, siendo consciente de sí misma, apenas puede mover una pestaña. Y no solo esto, sino que también charla a diario con ella, está junto a ella, la acaricia. ¿Se equivoca? No me atrevería a decirlo. A menos que el amor sea un error. Pues esto es el amor: un preservar frente a la muerte la vida que nos fue dada —y por extensión, la vida a la que le debemos la vida. Y preservarla hasta el final. No hay amor sin sentido de la deuda.

Ciertamente, el amor es sobrenatural —hoy diríamos superogatorio. No es algo que se nos pueda exigir naturalmente. Otro asunto es la atracción —el gusto, las preferencias. Pues, aun cuando en sus inicios, lo que empuja a los amantes sea el deseo, ningún deseo puede cargar con las exigencias del amor. Todo deseo reposa sobre una ilusión. De ahí que el amor, de darse, solo pueda tener lugar hacia el final. Esto es, cuando ya no nos queda ninguna ilusión por delante. Al final, no hay apariencias que valgan: todo se nos ofrece crudamente, sin cocción. Así, tan solo desde el horizonte de la nada —y como último acto de resistencia— el hijo puede hallar su definitivo impulso. Ahora bien, en ese caso, el impulso ya no será meramente algo corporal. Y es que desde dicho horizonte, el debes vivir alcanza una dimensión cósmica. Pues la nada abraza cuanto es.

En este sentido, no debería extrañarnos que, para la sensibilidad bíblica, el hacia donde de la existencia sea el final de los tiempos. Pues solo al final se decide nuestra salvación o condena. Y la condena es, en realidad, un quedarse a solas. Sin embargo, para esta condena no es necesario que intervenga ningún juez. Y es que los condenados están solos porque antes condenaron a los otros a morir. De ahí que su redención dependa de lo imposible, esto es, de que alguna de sus víctimas salga a su encuentro y se apiade de ellos. Y esto, obviamente, se halla muy cerca de decir que no habrá redención para los malditos. La resurrección se recibió, en cualquier caso, como un acto de piedad, en definitiva, como la última oportunidad para quienes habitaron —y habitan— los infiernos. Ningún amor verdadero se da sin que medie el perdón. Y es que quienes se aman siempre tienen algo que perdonarse.

Postscriptum: sin embargo, ¿qué hijo podrá cuidar de su madre paralizada… más allá de la visita de cortesía que tranquiliza su conciencia? O mejor ¿qué hijo, sin inmolarse? ¿Acaso su inmolación no sería un abandonarse a la madre que, al quedar enmudecida, lo abandonó? ¿Quizá solo podrá dar el paso cuando, de hecho, deje de confiar en su posibilidad —cuando haya dejado de creerse alguien? No entendemos nada de lo que dice el cristianismo sobre el sacrificio expiatorio mientras sigamos teniendo en mente a un superman, eso sí, de naturaleza espectral, como Dios. Pues lo que revela el silencio de Dios en la cruz es, al fin y al cabo, que Dios-en-sí —esto es, al margen de su incorporación— coincide con su humillación.

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