raíces

enero 28, 2025 § Deja un comentario

Diría que no cabe pensar la divinidad al margen del asunto del poder. Pues un dios es, en principio, una fuerza que nos puede y que no es posible dominar. De ahí que, de entrada, siendo frágiles como fuimos, todo estuviera poblado de dioses —o, aún más originariamente, de alma, incluso las piedras. Esta fue una visión espontánea, en modo alguno una creencia. Nadie se atrevió a ponerlo en duda. Al igual que nadie cuestiona sensatamente que las cosas estén ahí. Es lo que se da por sentado, una obviedad.

Ahora bien, lo cierto es que había poderes que nos beneficiaban y otros que se presentaban como maléficos. Y quizá por eso mismo, un dios, a pesar de su invisibilidad, estuvo inicialmente cerca, hasta el punto de rozar nuestra piel. Que hubiera una divinidad suprema y que esta se situara a una debida distancia probablemente fuera el correlato de la jerarquía política que se impuso con el surgimiento de la ciudad. Un rey no se mezcla. Tampoco digo que la trascendencia del dios fuera consecuencia de la transformación política. Una vez fuimos capaces de hacer fuego, los dioses comenzaron a retroceder. Pero que la nobleza poseyera los rasgos de un dios —mejores alimentos, más belleza— también resultó evidente. De manera natural, el noble devino sagrado, esto es, intocable: la pureza no hay que mancharla con manos campesinas.

De ahí que la operación cristiana —aquella que señala como único Dios a quién muere como un animal infecto— tuviera fuertes implicaciones políticas. El triunfo de la cristiandad, ciertamente, las desactivó: los mismos perros con distintos collares. Sin embargo, sigue siendo cierto que un Dios hecho carne en modo alguno puede experimentarse —y ya no solo concebirse— como un dios al uso. El efecto espiritual de la experiencia cristiana de Dios es, no obstante, doble. Por un lado, el ateísmo. Por otro, el permanecer a la espera de un imposible final de los tiempos. Aun cuando sea —o deba ser— con el mazo dando. No es lo mismo. Aun cuando ambos efectos puedan entenderse como las dos caras de una misma moneda.

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