empirismo, racionalismo… y Platón

febrero 1, 2025 § Deja un comentario

El contraste entre la filosofía griega y la moderna tiene que ver con la cuestión que se plantea en torno a la noción de realidad, a saber, si esta se identifica con la mera exterioridad o con el mundo, en definitiva, si tan solo lo absoluto es real —y lo absoluto es sin darse como tal— o si no hay más realidad que la del mundo… tal y como aparece, sea a la sensibilidad o a la razón.

El lema de Berkeley esse est percipi es un buen punto de partida para ver por dónde van los tiros del pensamiento moderno. Pues lo que sostiene Berkeley es que no podemos asegurar que haya un mundo en sí que esté por debajo o más allá de nuestras representaciones del mundo. Estas representaciones, las cuales son el resultado del trabajo que realiza nuestra mente con las impresiones recibidas, son, efectivamente, del mundo. Ahora bien, esto es así únicamente porque lo que hay es el resultado de operaciones mentales, las cuáles suceden espontáneamente. Si nuestra mente funcionase de otro modo, no es que el mundo nos pareciese distinto —esto es lo que daría por sentado el sentido común—, sino que sería distinto, es decir, otro mundo. Toda idea que no sea simple —toda idea que no sea una impresión— es, en definitiva, un constructo mental —y, por eso mismo, un supuesto de la mente, algo puesto por ella. Que ciertas ideas nos parezcan innatas —como, por ejemplo, la idea de sustancia o la de unidad— tiene que ver con el hecho de que no somos conscientes del proceso de construcción.

Sin embargo, el empirismo no puede negar la exterioridad como tal. Pues somos pasivos con respecto a las impresiones. O dicho de otro modo: estas son recibidas o dadas y, por eso mismo, podemos decir que vienen de afuera. Ahora bien, esa exterioridad no es el en sí del mundo —no es el mundo como tal. No hay otro mundo —otra “realidad”— que la construida por nuestra mente. La pura exterioridad no es nada en particular. Y por eso mismo, nada.

En cambio, según el racionalismo, los enunciados de la matemática describen adecuadamente el en sí del mundo. La sensibilidad sigue siendo incierta. Es decir, con el ver y el tocar no es posible trascender el horizonte de lo que nos parece, en definitiva, la perspectiva. Un color es una longitud de onda… al margen de cómo llegamos a percibirlo. En este sentido, el racionalismo legitima la cosmovisión científica, aquella según la cual —y por emplear las palabras de Galileo— Dios escribe en el libro de la naturaleza con el lenguaje de la matemática. La sospecha escéptica no afectaría a la razón como fuente del saber o criterio de certeza… porque, aunque en un momento dado pongamos en suspenso la pretensión de verdad de los enunciados de la matemática, la razón, simplemente sometida a las normas que constituyen su validez, es capaz de alcanzar la exterioridad —esto es, de demostrar que hay un afuera, un más allá de las representaciones mentales, aquel al que estas representaciones, precisamente, apuntan.

Veamos como procede la demostración. En principio, podría suceder que en el afuera “el gato estuviera vivo y muerto” —y que, siendo lo anterior inconcebible, y por eso mismo, siendo imposible, la razón fuese incapaz de garantizar hasta el final su pretensión de dar en el clavo de lo verdadero… entendiendo por verdad la adecuación entre lo pensado o dicho y los hechos del mundo. No obstante, si solo puedo estar seguro de mi existencia mientras pienso, entonces necesariamente hay un más allá del limite que supone dicho mientras, aunque ignore en qué consiste. El cogito y la exterioridad serían las dos caras de una misma moneda.

Sin embargo, que la exterioridad sea la propia de un mundo —y en concreto, del mundo que corresponde a una descripción matemática del mundo— es lo que aún faltaría por demostrar. Descartes solo pudo demostrarlo recurriendo a la bondad de Dios. Pero este argumento es, de hecho, un ejercicio de retórica. Pues cojea de algunos pies. Por ejemplo, no resulta evidente que la bondad de Dios quedase en suspenso si este hubiese querido limitar el alcance de la razón. La pregunta es, por tanto, ¿qué hay detrás de dicha retórica? ¿Cómo pasar de la exterioridad —de un puro afuera— al mundo sin apelar a un Dios que dejaría atrás su perfección si quisiera engañarnos?

Este paso, me atrevería a decir, solo puede darse desde el lado de la mera exterioridad. Al fin y al cabo, es cuestión de caer en la cuenta de que esta es, por defecto, contradictoria. Realmente, en el puro afuera, el gato está vivo y muerto. Pues, la exterioridad en cuanto tal, es decir, en tanto que indeterminada, incluye tanto el ser —hay el haber— como el no-ser —la pura exterioridad no es nada en concreto… y por eso mismo es no siendo nada. De ahí que la exterioridad en cuanto tal incluya todos los mundos posibles. Todas las posibilidades se dan al mismo tiempo, esto es, mientras aún no hay tiempo y, por eso mismo, nada.

Platón, como sabemos, se enfrentó a la cuestión de por qué había mundo y no tan solo idea. Dejando a un lado la solución imaginativa —el mundo es el resultado de un acto creador por parte de un demiurgo—, lo cierto es que, si lo pensamos bien, el ser, al margen de su aparecer, es no siendo nada. La contradicción es, por tanto, inherente al ser —a un puro haber. Por eso mismo, el puro haber no puede existir como puro haber. Tan solo puede hacerse presente negando su eternidad, en definitiva, su pureza —y por eso mismo, solo puede hacerse presente como el haber del mundo. En definitiva, dándose como aquello que no termina de ser.

Platón lo expresó a través del término participación. Y es que si las cosas que podemos ver y tocar están sometidas al tiempo —y en consecuencia, son siempre hasta cierto punto o nunca por entero— es porque, en definitiva, son, es decir, porque participan de la contradicción inherente al puro haber.

Nadie dijo que el clavo de lo verdadero —de lo que en verdad acontece en cuanto pasa— fuese fácil de clavar. Y menos, de aceptar.

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