una imagen vale más que mil palabras

septiembre 19, 2025 § Deja un comentario

¿Sí? Quizá… si no nos hacemos demasiadas preguntas. Pues todo gesto es ambiguo. Ninguna imagen cuenta toda la historia. De ahí la necesidad de un mínimo discurso que apunte a lo que tiene lugar en medio de cuanto sucede… que es lo que la imagen presenta. Sin palabras, la imagen sugiere, pero no dice. A lo sumo, creemos que dice.

Sin embargo, un discurso también guarda sus ases bajo la manga. Pues, en tanto que decir implica juzgar —en definitiva, deshacer la ambigüedad que atraviesa cuanto es—, todo discurso anticipa un veredicto que no está en nuestras manos pronunciar. Así, cuando decimos, pongamos por caso, que la imagen que muestra a una madre abrazando a su hijo representa el amor que siente por él, dejamos a un lado —decidimos no ver— que en ese abrazo también se hace presente el amor al vínculo con el hijo. No es exactamente lo mismo. Nunca terminamos de saber qué pesa más, si lo uno o lo otro. Así, al decir que hay más de lo primero que de lo segundo, no hacemos otra cosa que juzgar antes de tiempo. Y de paso, creer, ingénuamente, que las cosas son tal y como las decimos.

Los filosófos entienden lo anterior como un estar rodeados sombras —como un vivir protegidos por la ilusión. Sin embargo, donde encienden el foco, crecen unas sombras más densas. Es lo que tiene ver directamente el Sol: que nos deja ciegos. Esto es, en un estado de suspensión o fuera del juego. Como si al caer en la cuenta de que hay lo verdadero —lo que tiene lugar en lo que simplemente pasa—, pero no para nosotros, difícilmente pudiéramos seguir tomándonos en serio lo que suele tomarse por serio, la ilusión.

No obstante, el final del trayecto no es la desilusión, sino el aceptar que no podemos hacer más que volver a tomarnos en serio la ilusión. Aun cuando ahora sepamos que se trata, precisamente, de un espejismo. Como el actor que no ignora que debe representar el papel que le ha tocado en suerte… sabiendo que no es más que un papel. De este modo, la ironía, como la más fina expresión del distancia de sí que constituye la individualidad, se impone como el destino vital de quien alimenta nuestra connatural inquietud por lo verdadero.

El resto, como escribiera Shakespeare, es silencio. Esto es, sobre el resto nada qué decir —nada qué juzgar. En cualquier caso, mucho a escuchar. Al menos, porque no hay silencio, salvo el circunstancial, que no sea elocuente.

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