Pluto nunca tuvo las espaldas anchas (y 3)
noviembre 3, 2025 § Deja un comentario
Al emplear la palabra idea Platón no pretendió darnos a entender que lo que ejemplificaban los cuerpos bellos o las decisiones justas sea simplemente una noción o concepto mental. Hay cuerpos bellos porque hay belleza y no tan solo una definición de diccionario o un patrón mental, culturalmente establecido. En esto, Platón se opuso a los sofistas.
Nadie niega que si cabe discutir sobre lo bello, lo justo, el bien… es porque las diferentes sensibilidades u opiniones acerca de lo justo, bello, bueno… comparten una misma definición de la belleza, de lo justo o de lo bueno. De hecho, se discute sobre lo justo, bello, bueno… Para los sofistas, no obstante, la definición, y debido a su carácter formal o vacío de contenido, no remite a nada real. Se trata simplemente de definiciones que van con el ejercicio de la razón. Y, por eso mismo, poseen un alcance general. Demasiado general. Así, sería irracional decir, como señalaba en la entrada anterior, que lo justo fuese darle a cada uno lo que no se merece. No hay modo de sostener que esto último sea una concepción particular de lo justo. Sin embargo, de la definición formal de lo justo —darle a cada uno lo que se merece— no se desprende qué se merece cada uno. Y de ahí que discutamos a menudo sobre lo justo.
Por consiguiente, la definición de lo justo , y debido, precisamente, a su carácter meramente formal, no supone, según los sofistas, que haya algo así como la justicia. Tan solo las leyes o decisiones que consideramos, convencionalmente, justas… conforme a una determinada sensibilidad. No hay hechos —decisiones o leyes objetivamente justas— a los que podamos referirnos a la hora de zanjar de una vez por todas nuestras disputas en torno a lo justo… como sí cabe apelar a los hechos cuando discutimos sobre si el líquido que hay en el vaso es agua o ginebra. De ahí que nuestras disputas sobre los asuntos político-morales sean interminables.
Platón, en cambio, sostuvo que, aun cuando, efectivamente, no haya decisiones o leyes indiscutibles justas, hay justicia… por encima de las decisiones más o menos justas. O belleza por encima de los cuerpos bellos. Las ideas no son simplemente definiciones formales… que nos permiten discutir sobre lo justo, lo bello, lo bueno. Sin embargo, lo que no dirá es que haya la justicia, la belleza, el bien… flotando por encima de nuestras cabezas como entes espectrales, aunque, a veces, una lectura despreocupada de sus primeros diálogos, la que encontramos en muchos manuales, nos dé a entender que es esto lo que dijo Platón. Más bien, lo que defendió, y frente a la sofística, es que referirse a lo real en sí mismo equivale a referirse a lo justo, lo bello… en definitiva, al Bien —a lo que debe ser. De ahí que la idea —el en sí— posea un carácter normativo o, en los términos de Platón, paradigmático.
Así, lo justo es, en sí mismo, exigencia de lo justo. Al igual que, en sí mismo, lo bello es exigencia de lo bello. El haber de lo justo equivale, por tanto, a debe haber lo justo. El haber de lo bello, a debe haber lo bello. Es por eso que tradicionalmente la idea se ha entendido también como ideal. Sin embargo, conviene subrayarlo, se trata de un ideal.. sin aspecto, de una pura exigencia. Y es que el aspecto implica concreción. Los ideales de justicia o belleza culturalmente determinados ya suponen una delimitación particular de la exigencia absoluta de lo justo o lo bello. Por encima de los patrones culturales de justicia o belleza, sigue habiendo las ideas de justicia o belleza, esto es, el en sí de lo justo o bello. Como vimos en la entrada anterior, lo único que excluye las ideas de lo justo o lo bello… es la contradicción, lo imposible, al fin y al cabo, la nada. Y en cada caso, respectivamente, lo imposible, por ininteligible, es que debamos darle a cada uno lo que no se merece o que haya lo que, no exigiendo nuestra atención, nos paralice.
En términos generales, podríamos decir que el en sí —lo real al margen de su realización— sería exigencia… de realización. De ahí que, según Platón, el debe ser —el Bien— y el en sí de cuanto es en tanto que es —el Ser— sean dos caras de lo mismo. En el esquema de Platón, la idea de Bien, como sabemos, es la idea suprema, aquella de la que participa cuanto existe. O por decirlo con otras palabras, la realidad en su carácter otro o absoluto —el ser en cuanto tal— es exigencia de ser algo en particular. Podríamos decir que lo absoluto es únicamente exigencia de hacerse presente. O, puesto que todo se hace presente en relación con un punto de vista —esto es, relativamente—, la exigencia inherente a lo absoluto es la de una negación de sí. Hay lo absoluto. Pero lo absoluto es negación de sí. Y por eso mismo, hay lo que hay, a saber, mundo. Veamos esto último con más calma.
Exigencia es, por defecto, posibilidad. Ahora bien, posibilidad, en griego, significa poder de ser, poder de realización, en definitiva, deber ser. Así, lo real, al margen de su realización, es un tener que realizarse. De ahí que nada es que no se haga presente. Y, por eso mismo, no se trata de una posibilidad que sea temporalmente anterior a su realización. Pues de serlo, entonces sería algo, aunque fuese etéreo o espectral. Y no lo es. No obstante, comprender de qué estamos hablando en última instancia supone reflexionar sobre qué significa decir que la nada no es. Y a partir de ahora la zona se vuelve pantanosa. Más aún.
El punto de partida es que hay cosas —hay lo que podemos ver y tocar. Así, lo que tienen en común las cosas que hay es, precisamente, el haber. Interrogarse por lo real al margen de su realización equivale, por tanto, a interrogarse por el haber en cuanto tal —por el puro haber. Sin embargo, el puro haber —el en sí de lo que hay en tanto que es— no es nada en concreto. De enfrentarnos a un puro haber, si eso fuera posible, nos enfrenteríamos a la nada —a una oscuridad y silencio absolutos. Ahora bien, la nada no es nada. ¿Cómo integrar que el ser —el en sí absoluto— sea poder de ser con que la nada de un puro haber no sea, precisamente, nada?
La respuesta es lógica —y no puede dejar de serlo… teniendo en cuenta que razón y ser son lo mismo. Veamos. Porque hay el haber de las cosas hay el haber en cuanto tal. Pero el haber en cuanto tal —el puro haber, el en sí de cuanto es en tanto que es— no es nada. Como decía en la entrada anterior, oscuridad y silencio absolutos. Podríamos decir que el puro haber es no siendo nada. Ahora bien, que la nada de un puro haber no sea nada entraña una doble negación. (La) nada no es, el puro haber no (es nada). Y una doble negeción equivale a una afirmación. Que el puro haber sea no siendo nada significa, por tanto, que tiene que haber algo. El poder de ser es inherente, como decía, a que la nada no pueda ser. La clave de este embrollo pasa por comprender que el poder ser es interno a que el puro haber sea no siendo nada. En este sentido, podríamos decir que la negación de sí es inherente al puro haber —a su nada. El puro haber —el en sí de lo que es en tanto que simplemente es o está ahí— es exigencia de realizarse como haber de las cosas, de lo particular. Hay mundo —hay el haber de las cosas— porque la nada de un puro haber es negación de sí —y, consecuentemente, poder de ser. O por jugar significativamente con las palabras: el puro haber en absoluto es. Es decir, en modo alguno es. Y por eso mismo, es absuelto del mundo. La trascendencia de lo absolutamente otro es el envés de su negación de sí.
No obstante, y por seguir desliando la madeja, que el fundamento del mundo sea la negación de sí de la nada de un puro haber —de lo que es absolutamente— implica que (la) nada termine de ser. Que la nada de un puro haber se realice como negación de sí significa que el haber de lo que hay no acabe siendo un puro y eterno haber. Nada permanece. Es decir, la nada permanece en su negación de sí. Y esto es el tiempo: la realización de la nada como algo que pasa.
Al final, el resultado de la reflexión extrema es tan elemental que cuesta comprenderlo. ¿Por qué hay algo en vez de nada? Porque la nada no es.
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