el ave Fénix
noviembre 28, 2019 § Deja un comentario
Comenzamos nuestros proyectos con ilusión. Un nuevo trabajo, una nueva pareja, un nuevo hijo. Incluso con heroísmo, en el caso de quienes se entregan incondicionalmente a los demás, sobre todo a los que sufren. Pero, tarde o temprano, la ilusión se resuelve en oficio (un buen oficio, en el mejor de los casos). Esto es sencillamente así. Sin embargo, nos prepararon para el consumo, no para el día a día del oficinista. Así, por poco que podamos tendemos a renovar el producto que ha sufrido un desgaste. Pensamos que no hay alternativa. O renovación o resignación. Como si el oficio no fuera con nosotros. Como si hubiéramos sido destinados a una adolescencia perpetua. Pero al creerlo nos equivocamos (o al menos, a menudo). Pues hay que aprender a vivir el tiempo. Es cierto que la ilusión es un espejismo. Pero también el índice de lo puro. Cínicamente, podríamos concluir que el deslumbramiento de lo puro es un señuelo. Ahora bien, igualmente podríamos decirnos que hay pureza, aunque no podamos permanecer en ella. No en vano Rimbaud escribió que los amantes se encuentran fuera del mundo. Con todo, acaso lo puro no sea tanto lo que inevitablemente dejaremos atrás como lo que renace de las cenizas, una carne redimida. Hay más amor en el perdón que en la fusión. Donde llenamos fácilmente los contenedores, no nos damos tiempo para resucitar. Y si no hay más que el chute emocional del instante, no hay otro porvenir que el de la novedad. Y la novedad, en tanto que apenas simula lo nuevo, tiene fecha de caducidad. De ahí que quien se contenta con la novedad esté condenado a la repetición —a un continuo ir y venir, de casa al gran almacén, ese templo moderno. Así, o el Fénix o Sísifo. Tertium non datur.
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