meditaciones cartesianas 17
febrero 4, 2020 § Deja un comentario
En Dios, por defecto, coinciden esencia y existencia: su modo de ser —su esencia— consiste, precisamente, en su existencia. Por decirlo en breve, Dios es el que es. No es el caso del resto de los entes: la esencia de una foca —la idea de lo que una foca es— no implica necesariamente que hayan focas. Las focas, bajo el presupuesto de la duda radical, podrían estar solo en mi mente. La esencia de las cosas que, suponemos, hay en el mundo, tan solo constituyen su posibilidad. El que existan no se desprende de su definición. Como sabemos, esto es lo que hay detrás de la primera demostración sobre la existencia de Dios que encontramos en las Meditaciones. Sin embargo, algo parecido podríamos decir del cogito: el es su consciencia de sí mismo, de su propia existencia… mientras siga pensando. La operación de Descartes coloca al cogito en la posición de Dios. Ahora bien, solo en lo que respecta a la posibilidad de un saber, no en lo relativo al ser. El yo es primero en el orden del conocimiento, pero no en el orden de lo real. Y esto es así debido, precisamente, a la finitud del cogito. Pues la conciencia de la propia limitación, en este caso temporal, exige un afuera —un eterno y previo haber—. No hay conciencia del límite que no implique lo que queda más allá de ese límite como su condición de posibilidad, aun cuando este más allá sea el del vacío —el de un simple hay—.
Ahora bien, la primacía epistemológica del cogito tiende a concretarse como primacía real u ontológica una vez el yo comprende que el afuera es el resultado de la negación de sí que constituye, precisamente, la subjetividad. Pues el yo nace para sí mismo cuando dice de sí mismo no soy el que empíricamente soy —o en clave más psicológica, no termino de ser en mi particular modo de ser—. Y esto en nombre de un deber ser incondicional, el que, de hecho, soy. De ahí que el originario no soy genere, a través del poder de lo negativo como diría Hegel, el puro haber. Es como si lo previo fuese constituido por lo posterior, o mejor dicho, como si la positividad (y anterioridad) de lo real-exterior fuese el producto del factum constituyente de la conciencia de sí. Este es el paso que darán, como sabemos, Schelling, Fichte y Hegel. Con el idealismo alemán el Yo ocupa definitivamente el lugar de Dios.
Por consiguiente, acaso el único modo de salir de la primacía del Yo, no solo epistemológica, sino también ontológica, sea a la manera de Hume, esto es, mostrando el carácter ficticio del Yo. Aquí la clave consiste en detectar el paso en falso que da Descartes a la hora de certificar el cogito como principio y fundamento del saber. Y es que, desde el rigor de una sospecha hiperbólica, Descartes no podría ni siquiera estar seguro de que exite como sustancia pensante. Pues si el Yo es lo que permanece inmutable por debajo del flujo de los pensamientos —si el Yo es la sustancia que soportándolos les confiere unidad, pues lo que los diferentes pensamientos tienen en común es, precisamente, que son míos—, entonces el Yo tiene que poder fiarse de su memoria: debe poder decirse a sí mismo que sigue siendo el mismo que hace un momento. Y esto, para quien se encuentra sometido al dictamen de la duda radical, es mucho fiar. Podría darse el caso de que lo que recuerdo de mí no fuera mucho más que un espejismo, una suposición. Estrictamente, el cogito solo puede asegurar su existencia durante el instante en que afirma que existe. Pero —y he aquí el problema— el instante no dura. Y si no hay duración, no cabe un Yo que permanezca inmutable como el soporte de unos pensamientos que fluyen en el tiempo. La certeza de sí como certeza apodíctica tiene los pies de barro. Como dijera Hume, la idea de un Yo no deja de ser un constructo, el resultado de aquella operación mental que, a través de la memoria, construye por asociación o integración la ficción de la sustancia.
Ciertamente, la solución de Hume al problema del estatuto ontológico de la conciencia —su respuesta a la pregunta qué es un yo— no se se halla exenta de dificultades. Pues, cuando menos, aun cuando el Yo fuera el resultado de una operación que la mente lleva a cabo por su cuenta y riesgo, como quien dice, siempre podemos preguntarnos si acaso, una vez producido, el Yo no es más que un constructo mental. Puede que, a pesar de su carácter derivado, sea algo más. El empirismo no puede admitir, si permanece fiel a sus presupuestos, este algo más. O cuando menos, que podamos saber si efectivamente es algo más. En este sentido, no es casual que el empirismo acabe abrazando el escepticismo: no hay razones que nos permitan superar el horizonte de la creencia, de lo que nos parece que es. Así, decimos que hay cosas. Pero, estrictamente, deberíamos decir que suponemos que las hay.
Con todo, y volviendo a la cuestión de la naturaleza del Yo, algo de razón tenía Descartes cuando dijo que la certeza de sí se impone con claridad y distinción, esto es, con independencia de las condiciones empíricas que acaso la hicieron posible. O por decirlo de otro modo, el Yo, una vez constituido —si es que fuera el resultado de una proceso constituyente—, puede poner bajo sospecha sus condiciones de posibilidad —puede *enfrentarse* a ellas, verlas desde fuera—. El Yo es una seta —una seta para sí mismo—. En este sentido, es algo más que las condiciones empíricas que lo hicieron posible. De ahí que el Yo siempre difiera del aspecto o modo de ser con el que, no obstante, se identifica —en el caso del cogito, de sus pensamientos—. O por eso mismo. Porque se identifica tiene que, precisamente, diferenciarse. Así, este algo más se da en la forma de un continuo diferir y, consecuentemente, como temporalidad. La entidad del Yo no es la del ente, sino la del acto por la que un Yo llega a ser consciente de su distancia interior. El Yo siempre retrocede con respecto a sí mismo. Por eso, cabe decir que, en cuanto tal, se encuentra fuera del mundo. Y por eso también se da a sí mismo, como decíamos antes, en el modo de lo negativo: no soy el que soy. O también: no termino de ser en lo que concretamente soy. En consecuencia, y al margen de las exigencias de la duda radical, es posible afirmar que después de nacer para sí mismo, el yo de carne y hueso no puede evitar la pregunta acerca de la verdad —de lo que en verdad tiene lugar al margen de lo que nos parece que es—.
Esta negatividad —esta diferenciación interna— o se revela en relación con el flujo de las representaciones de la conciencia, esto es, en el interior de la duda metódica; o principalmente con respecto al cuerpo. Ahora bien, lo primero no es posible sin caer en la aporía, como hemos visto a propósito de la crítica de Hume. Por tanto, la cuestión del Yo —en qué consiste ser para uno mismo— no puede plantearse si no es con respecto a la corporalidad. No es anecdótico que la fenomenología, desde Husserl hasta Claudio Romano, parta del cuerpo. Como si para continuar con Descartes, antes hubiera sido necesario pasar por Hume. Como tampoco lo es que para la fenomenología actual, sobre todo en el campo francés, la cuestión del Yo sea indisociable de la cuestión de Dios o, si se prefiere, del enteramente otro. Pues la pregunta última a la que debe enfrentarse la conciencia de uno mismo es si efectivamente hay alteridad. O mejor dicho, en qué sentido podemos decir que la hay. Pues es obvio, o debería serlo, que lo que hay no puede darse en el modo del ente, sino en cualquier caso como lo que inevitablemente se pierde de vista en su aparecer como ente. Cuando menos, porque este aparecer solo puede darse en relación con las condiciones a priori de la receptividad —en relación con los esquemas, en el fondo racionales, de un sujeto—. Cuanto no encaja no aparece y, por eso mismo, no se da como cosa. Pero, por eso mismo, la cosa cae bajo el horizonte de lo que nos parece que es. O en términos de Kant, no es más que fenómeno. La cosa en sí, en su carácter de algo absolutamente otro, es lo propiamente real. Pero se trata de una realidad que no puede determinarse como cosa, ni por supuesto como mundo. Estamos ante la pura exterioridad. Por eso mismo, hay más allá. Aunque no se más, aunque tampoco menos, que un simple hay. Como si la negatividad —el vacío— del puro haber fuese el contrapunto de la negatividad del Yo. De hecho, el paso que dará Hegel será el de pensar esa exterioridad como retroceso de un Yo absoluto. Pero este es otro asunto.
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