las gritonas
agosto 10, 2020 § 2 comentarios
Cito a Javier Melloni (de su El Cristo interior): orar es ver a las personas desde la profundidad de la que emanan; es también percibirlas desde el final, desde la plenitud a la que todo está llamado […]. Orar supone ese lento girar de la mirada, de la escucha, de la sensibilidad, de la mente y el corazón traspuestos, para vivir las diversas situaciones desde el origen que las posibilita e impulsa. Está muy bien lo que dice Javier, dejando a un lado que esto del orar admite unas cuantas variantes. Junto al apartamento que ahora ocupamos han llegado unas vecinas de una cierta edad. No es que hablen alto: hablan gritando. Y hablan mucho. Lo que gritan es, habitualmente, desagradable, soez. Es inevitable sentir un cierto desprecio. Molestan como pueden molestar las chinches. Javier, en continuidad con la mejor tradición espiritual, propone verlo con otros ojos. Al fin y al cabo, unos y otros, no dejamos de ser unos indigentes. Aun cuando, una vida examinada, como decía Platón, posea más valor desde la óptica del mundo, una óptica, en definitiva, natural. El mundo pone a cada uno en su lugar. A unos arriba, a otros en medio. Y a una buena parte, afuera. Sin embargo, este es el problema. Que el lugar en el que nos pone el mundo no es el lugar que nos corresponde como hijos de un mismo padre, por decirlo así. Ver lo que nos rodea con los ojos de la bondad —más allá de las vísceras— nos libera de las tenazas de una jerarquía superficial. Sin duda, es mejor verlo así. Pero no nos sitúa por encima. En realidad, nadie puede asegurar quién dará el primer paso en el momento de la verdad, aquel en el que se nos exige una respuesta (y no tan solo una reacción). De hecho, según los evangelios, serán las gritonas, y no los escribas, quienes te ofrecerán el pan de cada día cuando te falte.
Ahora bien, y dicho sea de paso, donde permanecemos sepultados por el horror, la oración difícilmente puede concretarse como un ver a las personas desde la profundidad de la que emanan. Al menos, porque en los Gulag de la historia, esa profundidad es también la del abismo. Y en el abismo, lo que nos conmociona espiritualmente no es tanto nuestro sufrimiento como el de los demás. Ahí probablemente las gritonas lleven la iniciativa espiritual. Pues, como decía Metz, al fin y al cabo, rezar no es mucho más que pedirle a Dios por Dios. Una profundidad que no termine en un clamar por Dios corre el riesgo de caer en la autosuficiencia del estoico, por no hablar de creer que podemos alcanzar la transfiguración por nuestra cuenta. En Getsemaní, de hecho, hubo más grito que contemplación. Y porque ese grito fue la última expresión de una fidelidad incondicional, el crucificado se reveló como la respuesta de Dios a ese clamor —en definitiva, como su cuerpo— y no simplemente como un maestro espiritual.
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Buenas tardes,
Jesús nos ha dicho cómo orar dejándonos el Padrenuestro. Y ya. No nos ha dejado un manual de espiritualidad enrevesada. La espiritualidad está muy bien pero, observo que, según cómo se mire, también lía la cosa innecesariamente. Hasta el punto de ver con ojos criticones a quienes van a misa todos los Domingos y luego, durante la semana, hacen lo que buenamente pueden en su vida diaria. ¡Vaya cristianos que no hacen por tener experiencias místicas! Hay muchos cristianos que piensan así, son los más fervorosos, los más puros (y cuidado con los puros)
Bueno, yo creo que somos peregrinos en este mundo y Dios sabe de nuestra condición miserable.
Y aunque tengamos que intentar ser buena gente y cuidar nuestra fe, la imagen del pecador con la cabeza agachada frente al fariseo orgulloso, la de la prostituta llorando y besando los pies a Jesús y sus palabras acerca de nuestra inutilidad irremediable y su perdón, me proporcionan más paz que la del intento de pirueta espiritual por intentar tocar lo inalcanzable.
Porque, al fin y al cabo » ni ojo vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado lo que Dios ha preparado para los que le aman» y pretender alcanzar lo inalcanzable, ahora, es como pretender querer dejar de ser los gusanillos que somos.
Un cordial saludo
Iñaki