teoría del pack
agosto 24, 2020 § 4 comentarios
Una cosmovisión es un pack —una red de prácticas y significados que, al remitir espontáneamente unos a otros, generan una tópica, un mundo en común—. El paso de una cosmovisión a otra no tiene un factor determinante. Las dos dimensiones de lo histórico —la pedestre y la simbólica— avanzan según su propia lógica, pero incidiéndose entre sí como hilos que se entrelazan hasta tejer una nueva época. Así, a la hora de explicar el origen de una cosmovisión, podemos cortar el pastel por donde nos plazca. Así, la palabra cosa no significa lo mismo hoy en día que en la Antigüedad. Actualmente, una cosa es, antes que nada, algo susceptible de ser manipulado. En este sentido, todo es cosa hoy en día, incluso los cuerpos de los demás. El capitalismo disuelve cualquier solidez. Todo tiende a circunscribirse dentro de la lógica del intercambio. Hasta compramos el servicio que atiende a nuestros padres, ya ancianos. En este sentido, preocuparse por ellos —preocuparse de que estén bien cuidados— se asienta sobre una despreocupación de fondo. Sin embargo, tampoco podemos hacer mucho más… si permanecemos dentro del sistema. Se trata de lo normal. El valor se entiende, por su parte, según la medida del deseo. Pero el deseo es mudable. Todo vale significa todo puede valer… si hay alguien que lo desea intensamente. No hay valor que no sea revisable. Ningún tabú constituye un límite absoluto. La ley se adopta por consenso, aunque sea implícitamente. La desconfianza común con respecto a la verdad —el relativismo moderno, cada uno tiene su verdad— es el correlato epistemológico de un mundo que se ha convertido en supermercado. El científico, ciertamente, ocupó el lugar del sacerdote como juez de última instancia. Pero la ciencia solo opera con lo que admite una medida y, por eso mismo, es susceptible de ser modificado… según nuestro interés. No hay otra voluntad —y la ciencia sería su exponente— que la voluntad de poder. En vez del es más que propio de los tiempos antiguos, el no es más que característico de la reducción científica. Dios, evidentemente, ya no interesa, ni siquiera como cuestión. Aunque todavía sirva como la fantasía que sacia la necesidad de amparo de algunos. En cualquier caso, las creencias que uno pueda tener sobre lo último no son más que la expresión de una preferencia personal. Uno cree en Dios como otros pueden creer en Yoda. La cuestión sobre el valor de verdad de la creencia es socialmente implanteable. Ahora bien, donde la pregunta por la verdad deviene impertinente; donde la verdad solo admite hechos comprobables, obviando que no hay hechos sin prejuicios —donde la filosofía se convierte en una especialidad de raritos—, no somos mucho más que bolas de billar, cuerpos sometidos al poder de lo impersonal. Es posible que esto siempre haya sido así. Con todo, hay diferencias de grado. Y puede que estas no sean irrelevantes. El tren de mercancías y el Ave discurren a diferentes velocidades. Pero el segundo tiene más números de estrellarse catastróficamente que el primero.
Buenos días,
me ha parecido interesante su escrito y muy a propósito de un debate que hemos tenido en un grupo de cristianos, del que formo parte, acerca de la fecundación in vitro.
La cuestión que su escrito me ha hecho surgir es si, por el hecho de desear algo con mucha fuerza, se tiene vía libre para conseguirla. Está claro que, en sociedades capitalistas como la nuestra, la respuesta es sí. Pero, esto ¿no estará transformando nuestro sistema de valores, o mejor, no nos lo estarán manipulando o incluso aniquilando?
Le dejo estás mínimas reflexiones.
Nada más, reciba un cordial saludo y gracias por compartir sus reflexiones.
Iñaki
La idea de que solo basta con “desear algo con mucha fuerza” para conseguirlo es un perfecta estupidez, como intuyes perfectamente Iñaki. No todo es posible (y añadiría, por suerte). De hecho, lo más probable es que, de no conseguirlo, acabemos como la zorra de la fábula; diciéndonos a nosotros mismos que las uvas estaban verdes. Por no hablar, de la sensación de culpa —inmerecida— que suele acompañar nuestro “fracaso” (“no habré tenido la suficiente fuerza”). Por otro lado, la cuestión que me parece más interesante no es si tendremos la suficiente fuerza como para conseguir lo que deseamos, sino qué sucede después de conseguirlo. Y por poco que hayamos vivido ya conocemos la respuesta: nada de cuanto hayamos podido desear nos satisface. De ahí que vayamos de deseo en deseo y tiro porque me toca. En esto consiste nuestro error: en equiparar lo que uno desea con lo que uno quiere. Sabemos qué deseamos —la publicidad se encarga de que lo sepamos—, pero no fácilmente lo que queremos. Frente al deseo, reaccionamos. Frente a lo amamos, respondemos. No es lo mismo. El objeto de deseo es fantasmagórico. En cambio, cuanto exige nuestra entrega es insoslayable (y por eso mismo, real, aunque también inalcanzable). Pero uno es lo que ama, no lo que desea. Evidentemente, como también sugieres, nuestro capitalismo no nos proporciona un lenguaje para que lleguemos a situar esta distinción. Más bien, nos da a entender que uno ama lo que desea intensamente. Sin embargo, solo aparentemente la intensidad se muestra como la medida del amor. Ello va con que “los valores” se hayan perdido de vista. Originariamente, el valor conecta con lo sagrado. De ahí que solo podamos reconocer lo que vale, en modo alguno “crearlo”. No es casual que Marx dijera que, con el capitalismo, todo lo sólido se desvanece en el aire. Y en esas estamos.
Buenos días Josep,
El mecanismo descrito acerca del deseo en el hombre es plenamente acertado. ¡Yo mismo, lamentablemente, lo padezco! Parece como si fuera
consecuencia de una maldición de la que ya San Pablo nos hizo una confesión: la contradicción entre querer el bien y acto seguido hacer el mal.
La cuestión ahora es saber si la mujer que decide tener un hijo utilizando los medios de laboratorio disponible, responde a un deseo caprichoso y egoísta o a un querer sincero de maternidad, de amor a su hijo. Quizá resulte injusto argumentar en el caso de esta mujer, que ninguna persona puede ser utilizada como medio para satisfacer sus deseos, pues todos somos fines en sí mismos (como ya nos dijo Kant). Me pregunto entonces si no habré utilizado también a mi hijo como medio cuando nos decidimos mi mujer y yo a ser padres. Quizá la cuestión está más cerca de aquello de que el fin no justifica los medios.
En cualquier caso, también cabe plantearse si Dios quiere que esa mujer sea madre y ame a su hijo utilizando los avances científicos disponibles. La cuestión queda en el aire.
Al margen de esto quería decirle que ayer compré sus dos libros, el que comparte con Javier Melloni e Incapaces de Dios. Cuando termine con lo que tengo entre manos los cogeré con muchas ganas. También estoy viendo un vídeo en el que debate cuestiones muy interesantes con Javier Melloni. Deje que, a bote pronto, le comente lo que intuitivamente me parece ser el impulso de su pensamiento (sin reducir su riqueza a esto sólo por supuesto):
Creo que la incapacidad que encuentra en las sociedades actuales de aquellos que decimos ser cristianos (incluso sin mayores problemas para reconocerlo en público) es la práctica del seguimiento a Jesús. Es decir, la contradicción entre decir y hacer, al menos un hacer valiente, no tibio en el que nos instalamos muchos por comodidad.
Nada más, es un placer dialogar con usted
Un cordial saludo
Iñaki
Dices, Iñaki que “la cuestión ahora es saber si la mujer que decide tener un hijo utilizando los medios de laboratorio disponible, responde a un deseo caprichoso y egoísta o a un querer sincero de maternidad, de amor a su hijo”. Quizá podríamos replantearla. Me explico. Ciertamente, Kant sostuvo que solo actuamos con integridad donde el otro no es un medio, sino un fin en sí mismo. Pero el mismo Kant añadió, lúcidamente, que nadie puede saber hasta qué punto actúa con buena voluntad. No hay sentimiento que sea químicamente puro. De ahí aquello tan bíblico de que solo Dios puede juzgarnos. Sin duda, hay algo de interés propio —que esté determinado geńética o culturalmente aquí es lo de menos— en “tener” un hijo (y en algunos casos, podríamos hablar incluso de capricho, como tú apuntas). Pero también hay o puede haber voluntad de dar vida, por decirlo así. No me parece que pueda haber amor sin que haya voluntad de engendrar. Otro asunto es que esta voluntad pueda realizarse espontánea o naturalmente. Y aquí quizá deberíamos tener en cuenta aquello que decía Hegel: que lo natural en el hombre es dejar de ser natural. Evidentemente, este “dejar de ser natural” entraña el riesgo de caer en lo inhumano. Pero la voluntad del hombre, incluso donde pretende obedecer a Dios, díficilmente puede llevarse a cabo sin distanciarse de “lo natural”. Las epidemias son naturales. Y no me atrevería a decir que Dios quiera que no recurramos a los antibióticos o variantes. Si de repente la humanidad se hubiera vuelto esteril, no creo que fuera ir contra la voluntad de Dios intentarlo con la reproducción asistida. Como decía Ireneo, la voluntad de Dios es que el hombre viva (y que viva no a costa de otros hombres, obviamente).
Por otro lado, tienes razón en lo que dices al final. Si fuéramos capaces de “dar más testimonio”, otro gallo cantaría. Es lo que tiene un Dios encarnado, un Dios que no tiene otra entidad que la del cuerpo que lo encarna. Al fin y al cabo, la fe de muchos depende de la fe de unos pocos —de aquellos que creyeron antes—. Nadie cree por su cuenta y riesgo. En cualquier caso, quien cree por su cuenta y riesgo, no cree, sino que simplemente “supone” (y no es exactamente lo mismo).
Ánimo con los libros, Iñaki… ;)