ser y pensar es lo mismo: sobre Parménides de Elea

septiembre 30, 2020 § 2 comentarios

El pensamiento occidental se asienta sobre la sentencia de Parménides, según la cual ser y pensar es lo mismo. Traducción: tan solo es lo que encaja dentro de las exigencias de la razón (pues, como sabemos, la razón obliga). No cabe pensar contra los principios de la razón. Por ejemplo, todo lo que digamos con sentido o es verdadero o no lo es. En modo alguno, cabe una tercera opción. Esto lo sabemos de entrada, es decir, antes de cualquier contacto con el mundo, de cualquier ver y tocar. Dicho en el argot filosófico, lo sabemos a priori. Sin duda, podemos ignorar si lo que decimos o nos dicen es verdadero o falso. Pero lo cierto es que tiene que ajustarse a los hechos… o no. Desde la óptica de la lógica, el gato de Schrödinger está vivo o muerto. No puede estar, a la vez, vivo y muerto (de ahí que la mecánica cuántica sea tan desconcertante, por no decir, incomprensible). También sabemos a priori que todo es, al fin y al cabo, modificaciones de una y la misma cosa. Esto es, con anterioridad a la experiencia, la razón presupone que el mundo es mundo porque tiene un fundamento —un arjé—… aunque, de momento, no sepamos en qué consiste. Si continuamos investigando —si seguimos intentando descubrir ese arjé— es, precisamente, porque tiene que haberlo. Y esto es lo mismo que decir que la necesidad de un arjé no es algo que hayamos podido constatar a través de una cuidadosa observación. Al contrario: si cabe observar cuanto sucede en el mundo es porque hay mundo. Y que haya mundo depende de que demos racionalmente por sentado que hay un fundamento, aun cuando ignoremos su naturaleza o definición. Si la razón no diera por obvio que todo reposa sobre un principio —que todo obedece a la naturaleza de una cosa última— no habría mundo. No podría haberlo. El arjé es lo que confiere unidad al mundo, lo que hace posible que podamos hablar de una totalidad: todo no es más que… Si cabe hablar del todo es porque una de las operaciones básicas de la razón consiste en la reducción de la diversidad a un denominador común. La totalidad no es, de hecho, observable. El acceso a la totalidad solo puede ser racional. Consecuentemente, decir mundo equivale a decir que no todo es posible. Pues lo posible es lo que naturaleza de la cosa última —el denominador común— admite como posibilidad. Cuanto es no es más —ni menos— que una modificación del arjé, un modo de ser de esa cosa última. Donde todo fuera posible, no habría mundo —no habría cosmos—, sino caos. En verdad, el caos es lo que no puede ser. Un mundo caótico es, sencillamente, inconcebible y, por eso mismo, imposible: tan solo lo racional es posible. El mundo es mundo porque cuanto es en el mundo se encuentra sometido a lo que da de sí el arjé. Si el mundo a veces nos parece un desorden es que aún no hemos dado con el principio del orden, con su Ley.

Ahora bien, lo que también exige la razón —mejor dicho, la conciencia racional— es que las sensaciones o ideas que podamos tener de lo real es, precisamente, de lo real. En este sentido no es casual que logos en griego, la raíz de nuestra palabra razón, signifique a la vez pensamiento y lenguaje. El decir lo que es supone, cuando menos, dar por supuesto que lo que es se encuentra afuera, en el exterior. Pues que el mundo sea el ámbito de las cosas que son es porque, en última instancia, podemos decir algo de algo. Para las bestias no hay mundo, aunque estén en el mundo. Para las bestias, nada es. Pues nada estrictamente se les muestra o aparece: su conducta es mera reacción a estímulos. Como si fueran máquinas complejas. Las bestias carecen de logos.

Por defecto, lo que es aparece bajo un aspecto u otro. Pero el aspecto que percibimos depende de nuestra sensibilidad o punto de vista. Si nuestra sensibilidad fuese otra —su fuéramos sensibles, pongamos por caso, a los infrarrojos, si nuestro cerebro no procesase las formas de los objetos tal y como lo hace— el mundo tendría, sin duda, otro aspecto. Y porque lo real se da siempre en relación con una sensibilidad o punto de vista, decimos que la percepción es relativa. Por eso mismo, las apariencias son contingentes o, si se prefiere, variables. Lo que hoy nos parece indiscutiblemente agradable o bello, otro día o bajo distintas circunstancias puede parecernos no tan agradable o bello. Es cierto que, inicialmente, tendemos a creer que las cosas son tal y como nos parece que son. Así, decimos de un acto que es, por ejemplo, aberrante porque lo sentimos como tal. Tampoco es casual que nos inclinemos a creer en las apariencias. Pues nada es que no aparezca, que no se haga presente —y presente a una conciencia—. La presencia es el sello de cuanto es. Sin embargo, lo que confiere realidad a lo que percibimos no es estrictamente la percepción —lo que nos parece que es, el aspecto que nos muestra lo real—, sino el algo del cual decimos, precisamente, algo en concreto. Ahora bien, porque ese algo al que atrubuímos determinadas propiedades queda oculto por sus rasgos, el algo siempre permanece más allá o por debajo de su aspecto (y en tanto que permanece por debajo, lo cual no deja de ser una manera de hablar, decimos que ese algo es sustancia, literalmente, lo que subyace y soporta un aspecto). Lo que confiere realidad a cuanto percibimos es, al fin y al cabo, ese resto invisible de lo visible. Y es que no cabe experimentar el algo en cuanto tal, esto es, al margen de los rasgos que manifiesta. De ahí que la razón lo dé por descontado. O dicho de otro modo, lo real en sí —esto es, al margen de su aspecto— solo puede ser pensado, en ningún caso percibido. En cualquier caso, percibimos su aspecto, en modo alguno el carácter otro del algo. De ahí que el algo no sea estrictamene cosa, ni siquiera última. Lo real —lo absoluto o enteramente otro— solo puede darse a la conciencia como concepto. Si llegásemos a experimentar una exterioridad pura —una exterioridad sin cosas—, la experimentaríamos como la presencia de la nada. Pues nada se hace presente en el puro y simple haber. El algo-otro es, en definitiva, el índice de la exterioridad. Lo primero es el puro y simple haber. Pero lo primero no es accesible a la sensibilidad. La sensibilidad no puede trascedender el horizonte de lo tangible. El límite de la sensibilidad es el mundo, el ámbito de las cosas. Ahora bien, hay mundo porque previamente —y esta anterioridad no es estrictamente temporal, sino lógica— hay un puro haber. Racionalmente, tiene que haberlo. El mundo es lo que hay. Pero el haber en cuanto tal —el ser, lo real al margen de su aspecto— no se muestra sensiblemente. No puede hacerlo. El puro haber permanece eternamente tras el velo de las apariencias. De ahí que solo pueda ser pensado. Un mundo puede resultarnos, sin duda, muy extraño. Para el aborigen del Mato Grosso que nunca ha visto a un hombre blanco, la ciudad de Nueva York es, literalmente, otro mundo —un mundo alucinante—. Pero si dicho aborigen puede decir que está en otro mundo es porque, cuando menos, es capaz de decir que en ese mundo hay cosas… aunque no sepa a ciencia cierta qué son. En definitiva, porque a pesar de las diferencias culturales, está sometido, como cualquiera de nosotros, al dictado de la razón.

Por tanto, cuando Parménides, el padre de la metafísica, se pregunta en qué consiste lo real —de que hablamos cuando hablamos de lo que es— se pregunta, en definitiva, por el carácter absoluto de lo real —por lo que cabe decir de lo real al margen de su mostrarse a una sensibilidad—. Y esto solo es posible a través del puro ejercicio de la razón. Únicamente la razón nos permite transcender el límite de lo aparente en la dirección de lo absolutamente real. Según Parménides, la razón se apoya sobre un principio fundamental: tan solo es lo que es; la nada no es. Aparentemente, estamos ante una perogrullada. Pero lo que se deduce de este principio en modo alguno lo es. Y lo que se deduce, precisamente, es que cuando hablamos de lo real hablamos de lo uno, lo eterno e inmutable, de lo infinito. Así, decir lo real equivale a decir lo uno, lo eterno, etc. Aquí conviene tener en cuenta que Parménides no está enumerando las propiedades de lo real —no dice que lo real sea una cosa eterna, inmutable… Pues no es cosa en absoluto. De hecho, las cosas son precisamente cosas porque se encuentran ancladas en lo uno, lo eterno, lo inmóvil, lo infinito o ilimitado… O mejor dicho, ancladas en la unidad, la eternidad, la inmutabilidad, la infinitud. Y esto tiene que ser así conforme a razón. Pues si lo real no fuera uno —o eterno, inmutable, infinito— nos veríamos obligados a admitir la realidad de la nada, lo cual es lógicamente inadmisible. Aquí hay que tener en cuenta que la nada no es el vacío; pues aunque nos imaginemos la nada como un inmenso vacío, este en cuanto tal ya es de por sí algo, a saber, un espacio vacío.

En este sentido, el algo del que decimos algo en concreto sería, en cualquier caso, uno y el mismo algo. Con respecto al algo-subyacente —a lo real en sí— no hay diferencia entre las cosas. La diferencia entre las cosas —su singularidad— salta, por decirlo así, con la atribución de propiedades. Como decíamos el algo sería el índice, la expresión lingüística del puro y simple haber. Y el puro y simple haber, en cuanto tal, es infinito, eterno, inmutable… De no ser así, no habría nada —no habría mundo—. Por eso mismo, no estamos hablando de una cosa en particular. Ni siquiera última. Parménides no es Tales.

Todo lo anterior es, sin duda, sumamente abstracto. De hecho, tan abstracto que roza lo ininteligible. Sin embargo, Parménides no hace más que exponer lo que cualquiera da por descontado, aunque no sea consciente de sus últimas consecuencias, cuando se refiere a lo que es en realidad. Así, cuando decimos de alguien, pongamos por caso, que es bueno —y no solo que lo parece— lo que damos por descontado es que siempre lo es. El problema es que, lógicamente, nada en concreto —ninguna de las cosas a las que nos enfrentamos— dura lo suficiente en su aspecto como para ser real. Todo pasa y nada termina de ser lo que parece. Y si creemos que hay algo eterno es porque no vivimos lo suficiente. Por eso, Parménides dirá que lo real se encuentra, en cierto sentido, más allá de lo sensible. O también, que lo real en cuanto tal solo puede ser pensado. La filosofía de Platón se encargará de sacarle punta a este lápiz. Sin embargo, será una punta que inevitablemente apuntará al pensamiento de Heráclito. Pues si lo real en cuanto tal no se muestra a una sensibilidad, en cierto modo podríamos decir que no es. Al menos, porque, por defecto, todo cuanto es aparece o se hace presente a una sensibilidad. Pero este es otro asunto.

§ 2 respuestas a ser y pensar es lo mismo: sobre Parménides de Elea

  • Luis dice:

    Lo único que sabemos
    Porque nos
    Falta. Es el diente que se nos
    Ha caído. Comiendonos
    Esta piedra china.

    Gracias Josep, que obligas a hacer pausas, con la pluma..

  • Iñaki dice:

    Hola Josep,
    Tan sólo algunas pequeñas cosas inconexas, porque tu escrito tiene mucho contenido.
    En la Grecia presocrática, ser para las cosas no puede pensarse sin su aparecer de una manera determinada, ser un algo. Su ser algo va de la mano con no ser cualquier cosa (caos). Sería primordial en la ontología griega el aparecer, que no es lo mismo que aparentar, no ser nada en concreto, no poder llegar a ser algo. Por esto pensar el arché griego, lo ilimitado, lo infinito, adquiere su consistencia precisamente de la aparición de las cosas de un modo determinado que le hace ostentar un sentido: el límite se lo constituye. Pensar esto como logos es, muy difícil para una mente moderna como la mía. Son sólo aproximaciones lejanas del asunto. Quizá ese logos esté más cerca del principio de no contradicción aristotélico que de otra cosa. Lo de Heráclito es ya otro cantar.
    Un saludo y gracias por tus reflexiones
    Iñaki

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