contra una resurrección por descontado
abril 4, 2021 § 2 comentarios
Jean Améry escribió lo siguiente sobre las torturas que le infligieron los nazis: el primer golpe hace consicente al prisionero de su desamparo —y ya contiene en germen de cuanto sufrirá más tarde—. Tras el primer golpe, la tortura y la muerte […] se presienten como posibilidades reales, incluso como certezas. […] Afuera nadie sabe lo que ocurre dentro, ni nadie hace nada por mí. […] Con el primer golpe se quebranta la confianza en el mundo. El otro, contra el que me sitúo físicamente en el mundo y con el que solo puedo convivir mientras no viole las fronteras de mi epidermis, me impone con el puño su propia corporalidad. Giulia sufrió abusos de su padre, al que adoraba, antes de que él la obligase a ejercer la prostitución. Maria sobrevivió al intento de su madre de ahogarla con sus propias manos porque no podía soportar haber tenido que renunciar a su juventud. Podríamos continuar hasta cansarnos. No hay orden simbólico que resista a la irrupción del horror —de aquel que, como un dios omnipotente, desea tu muerte—. Por defecto, lo real es lo inmodificable. Y lo inmodificable —lo que no admite un nuevo comienzo, ninguna reparación— es el Mal. La flores del campo, la belleza de los desiertos… escupen su ficción sobre el rostro de los muertos vivientes. El trauma —y solo el trauma— siempre fue el sello de lo real. Satán es el dueño del mundo. Y ante Satán, cualquier redención se presenta como ilusoria —cualquier más allá, como imposible. No hay vuelta atrás para los que la única alteridad es la de un ángel sin piedad. En lugar del sueño, el insomnio. En vez del éxtasis, los ojos bien abiertos. El desamparado ha sido despojado de una nueva oportunidad. Quien cree como quien no quiere la cosa que la naturaleza habla de Dios es que aún sigue en las gradas del espectador. Como dijera Primo Levi, tras Auschwitz no es que dejáramos de creer en Dios: dejamos de creer en la humanidad. No hay nadie en quien confiar. Ni siquiera en tus hijos.
¿Quién puede decir, por tanto, que todo terminará bien? ¿Acaso una esperanza naïve —la creencia en una bendición que se da por descontada— no es un insulto para aquellos que apuraron la copa de lo real? ¿No es como si nos riésemos en la cara de aquellos para los que el ángel de la muerte en modo alguno es una figura de la imaginación? ¿Quién puede declarar sin sonrojarse que vivimos atravesados por un amor de dimensiónes cósmicas, que solo Dios basta? No, ciertamente, los que no hemos vuelto con vida del infierno (y quien dice infierno, dice muerte). En modo alguno es casual que bíblicamente solo estén autorizados a hablarnos de Dios aquellos para los que, aparentemente, no hubo ningún Dios de su parte (y si tenemos que hablar, al menos que se hable en su nombre). De ahí que o hubo resurrección, o la esperanza es el trampantojo de quienes no pueden soportar que la película no termine bien. Tan solo, el resucitado puede proclamar que, al final, la luz vence a la oscuridad. Una fe que no arraigue en quienes, contra todo pronóstico, volvieron a la vida cuando no tenían vida por delante —una fe que no parta del milagro, del acontecimiento de lo imposible, de lo que ningún mundo puede admitir como posibilidad— es una fe reducida a opinión. Y la opinión no interesa a nadie.
Son opiniones sacadas de un libro de Jean Guitton.
Lo primero es la inquietud que me causa ponerme a hablar del dolor humano estando bien, aunque quizá sea el único lugar desde donde se puede razonar bien sobre el mal.
Si de lo que se trata es de buscar, a la nietzscheana, sentido de la ausencia de sentido, la película acaba mal, porque de donde no hay no se puede sacar: un mundo sin intención, sin sentido ni lenguaje. Y es que, en un mundo donde las cosas son como son, la pregunta por el problema del mal es irrelevante; hay que saber que la pregunta no tiene respuesta de nuestro lado: en realidad, si la hacemos, sin darnos cuenta se la estamos haciendo a Dios. (Con excepción de los suprahombres nietzscheananos creadores de sentidos, si es que los hubiere). Porque ¿a quién nos quejamos si no hay más allá, si no hay Dios?
Y tampoco podemos separar el problema del mal del destino. Tratarlo como si el dolor estuviera desligado de la historia humana y la relación de Dios con ella.
Sólo nos cabe esperar el final de la historia: todo está en función del más allá y saber, con Gabriel Marcel, que amar a alguien es decirle:»Tú no morirás».
El problema del mal, incluyendo el del dolor del hombre, debe ser resuelto aquí, en este mundo, por nosotros. Es un problema del más acá, y debe ser abordado por el hombre con herramientas propias de él. Si alguien sufre debe ser atendido cuanto antes. Su dolor debe ser atenuado y las causas del mismo analizadas y corregidas para evitar que se reproduzcan de nuevo.
La clave aquí es la acción, no la reflexión. El dolor no pertenece al ámbito de la metafísica sino de la física. La lucha contra el sufrimiento debe ser resuelta por el hombre desde la sabiduría de sus profesiones (medicina, ingeniería, política), con el conocimiento que Dios le ha otorgado.
Hay que evitar que la intensidad del dolor propio o la empatía por el dolor ajeno nos confunda, nos nuble el entendimiento. Debemos ser fríos en este aspecto. Si no lo somos fácilmente podemos caer en confusiones graves (ver a Dios como culpable o inductor del dolor) o en hipótesis absurdas (asociar el dolor al mal o inferir que el hombre es culpable del dolor por un supuesto pecado original).
El dolor es algo real, propio del hombre, no lo ubiquemos en otra dimensión. Y desde luego no tiene nada que ver con la resurrección.
Nada.
Seamos lúcidos.
La actitud a tener ante el tema del dolor es la serenidad. Así podemos pararnos a buscar la mejor solución, desde las ciencias físicas y políticas. Llevemos el dolor al hospital, que es donde se resuelve, y no al templo, que es donde confunde.