amor y violencia
julio 1, 2021 § 1 comentario
Creer en la fuerza del amor no es moco de pavo. Sobre todo, si se trata de amar al enemigo. La pregunta no es si esto es posible, sino dónde o bajo qué situación se nos da esta posibilidad. Mejor aún, quién la lleva a cabo (pues probablemente hablemos de los muertos, de aquellos que ya no tienen vida por delante de hundidos que están). El Mal muestra la resistencia del diamante. Hay orcos a las puertas. El enemigo no tendrá piedad. Ni de ti, ni de tus hijos. Quiere exterminaros. Ciertamente, hay milagros: ovejas que lograron, con su bondad, paralizar la mandíbula del lobo. Pero la excepción confirma la norma (y de ahí que el milagro sea el indicio de otro mundo). Pues mundo significa el amor no transforma. El reino de la bondad es imposible, esto es, no se ofrece como una posibilidad del mundo. Hace falta mucha fe para creer en el triunfo final del amor. Y esto es lo mismo que decir mucha confianza en lo increíble (en nombre, precisamente, del milagro). Donde la fe es sustituida por la hipótesis —donde se convierte en un ideal— es como si dijéramos que mañana saldrá el sol tras cuarenta días de lluvia. Quien cree que el orco no tendrá la última palabra porque los muertos resucitarán como quien cree que, al fin y al cabo, todo terminará bien porque así lo siente —porque su carácter le predispone al buen rollo— le hace un flaco favor a la causa de la fe. Pues, siendo sensatos, es como si dijera que los orcos tendrán la última palabra. Nadie se tomaría en serio a quien dijera que la tierra es plana porque soy Napoleón. Salvo que fuese un modo irónico de decir que la tierra es, efectivamente, redonda.
Nurit levantó la mirada hacia el horizonte y suspiró. No podía entender lo que le explicaba su marido, tras haber hablado con Moisés. Doron era el mejor guía del desierto y un viejo amigo del gran profeta. Cuando el pueblo judío abandonó Egipto Moisés hizo llamar a Doron, que entonces se hallaba cerca de Cirene, para que guiara a su pueblo a través del laberinto que dibujan las dunas de arena. Ahora, tras una larga travesía, los israelitas habían conseguido cruzar la península del Sinaí y debían reflexionar sobre la mejor ruta a tomar. Doron lo tenía muy claro: hacia levante les esperaban las fértiles tierras del Sumer, regadas por los ríos Tigris y Éufrates. Cuando así se lo expuso a Moisés, este sonrió, puso su mano sobre el hombro de su amigo y le dijo: “Conduce a mi gente hacia el norte, a las tierras de Canaán”. Doron lo miró extrañado: “Mi señor, lo sé muy bien, en esa dirección solo encontraremos desolación, tierras desérticas con un lago de agua salada y caminos sembrados de peligros”. Moisés le respondió son solemnidad: “Así me lo ha pedido Yahvé”. Doron miró al suelo, no sabía qué responder…
Nurit estaba enojada. No comprendía cómo se sometía su marido a los deseos del profeta con una razón tan caprichosa. “¿Cómo sabemos si es cierto que Dios habla con él? Probablemente se trate tan solo de visiones o desvaríos que surgen en su mente”.
Doron miraba a Moisés, que hablaba a lo lejos con su gente, apoyado en su cayado. Su sonrisa transmitía paz y sus ojos amor. “No he podido oponerme a su deseo. Hay algo en este hombre que me obliga a seguir sus pasos”. Mientras Nurit insistía en sus protestas, Doron contemplaba al profeta: Moisés sonreía serenamente mientras escuchaba con paciencia los lamentos de los que se acercaban en búsqueda de un consuelo. Tan solo una mirada de aquel hombre bastaba para calmar la inquietud, levantar el ánimo, suscitar la confianza en un mañana mejor.
Doron sabía perfectamente que virar hacia el norte era una elección que los conducía hacia el hambre, la sed y la guerra. Seguir hacia el este era sin duda alguna la decisión más razonable. Nurit se acercó a su oreja y le susurró: “¿Por qué no dividimos el grupo y nos dirigimos nosotros hacia levante? Ya has hecho mucho por Moisés, no estás obligado a asumir este grave error”. Doron se giró hacia su mujer y la miró con ternura. Ambos sabían que no tenían elección. No podían abandonar a Moisés. Es posible que aquel hombre fuera un visionario irracional que los condujera hacia la muerte. Estaba claro que la ruta del norte era una mala elección. Pero algo había en la mirada de Moisés que los impelía a seguirlo. Ciegamente. Hasta el final. Nunca le fallarían…