los dos planos

mayo 19, 2022 § 1 comentario

Hay el plano del cuerpo. Pero también el del alma. No tienen por qué ir a la par. Pero pueden ir —y cabe añadir, deberían. Aquí uno puede dejarse llevar por la tópica y creer que el alma es un producto lateral del cuerpo —que sus razones no son más que racionalizaciones, un intento de convencerse a uno mismo que lo que se decide emocionalmente es lo que, en cualquier caso, debe ser. Esto es Hume, aunque no solo Hume: el alma —la razón— es esclava de las pasiones, y por eso mismo carece de fuerza motivadora. Sin embargo, el alma no es solo razón, esto es, no solo es la capacidad de ver lo que se encuentra más allá de los sentidos, sino también eros (Platón, dixit). Y quien dice eros dice impulso hacia el bien. En el fondo, uno es lo que ama —y tan solo cabe amar lo que no podemos poseer y, con todo, exige ser perseguido. Nadie quiere ser, pongamos por caso, médico, sino un buen médico (y si no fuera así —si nos bastase con ejercer la medicina—, entonces podríamos decir que, en realidad, no queremos ser médicos). Otro asunto es que no terminemos de saber qué es lo que, en el fondo, queremos. Saber lo que uno quiere —saber cuál es nuestra vocación— cuesta. Es fácil saber lo que deseamos. No tanto, lo que amamos. Pero nuestro deseo no nos pertenece. Pues, al fin y al cabo, todo deseo es un implante. No obstante, el alma es impulso hacia el bien porque somos ese continuo diferir del cuerpo con el que por otro lado nos identificamos: nunca terminamos de encontrarnos en donde estamos —en las reacciones del bonobo que llevamos dentro. Decir alma es decir inquietud —y no me atrevería a decir que haya por ahí algún bonobo que sea un problema para sí mismo, que se sienta llamado a descentrarse en nombre de lo que importa.

Sea como sea, donde el cuerpo se alinea con la aspiración del alma —cuando nuestra sensibilidad inicial ha sido modificada como el fuego transforma el hierro—, entonces la imaginación está al servicio de la verdad, esto es, de lo que en verdad tiene lugar y no simplemente pasa. Por ejemplo, tan solo llegamos a distinguir entre lo que importa y lo que no cuando nos anuncian que nos queda poco tiempo de vida. Y hay que meditar bastante para anticiparse a ese momento —al momento de la verdad. De ahí el recurso al imaginario. Pues es más fácil interiorizar el memento mori donde culturalmente podemos tomarnos en serio, pongamos por caso, la imagen de que llevamos incubando un alien desde que nacemos —un monstruito que, cuando crezca, terminará por rasgar nuestras entrañas. Ciertamente, el imaginario corre el riesgo de sustituir la luna por el dedo que la señala. Pero una cosa no quita la otra. La crítica ilustrada al imaginario religioso tuvo su razón de ser. Sin embargo, acabó por tirar al niño con el agua sucia. Y de esas lluvias, estos lodos —los de nuestra dificultad epocal para los asuntos de Dios.

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