identidad de género

junio 11, 2022 § Deja un comentario

Está de moda: lo que tu dices de ti mismo es un producto social (y por tanto, un artificio). Incluso —se vocea en la cancha pública— que creas que eres hombre o mujer obedece a un estereotipo cultural. Podríamos aceptarlo hasta cierto punto. Pues es cierto que los modos de ser hombre o mujer varían según las épocas. Sin embargo, esto es así dentro de ciertos márgenes. Hay lo biológico. La chimpancé no está programada como el chimpancé. Estamos, sencillamente, ante algo que nos viene de fábrica, por así decirlo. ¿Somos menos libres por nacer con un género determinado? No me atrevería a defenderlo, aun cuando es indiscutible que, socialmente, el trato entre hombre y mujer está lejos de ser un trato entre iguales.

Es verdad que la conciencia supone una salto cualitativo con respecto al chimpancé. Y es que, en tanto que autoconscientes, tenemos un cuerpo (y no solo somos cuerpo, como es el caso de los chimpancés). Podemos decir yo soy ese cuerpo porque el yo continuamente da un paso atrás con respecto al cuerpo con el que se identifica. Mi cuerpo está, de algún modo, frente a mí. Y por eso puedo tratarlo, embellecerlo, modificarlo. No hay chimpancés que pretendan cambiar de aspecto —no hay chimpancés que sean un problema para sí mismo y, por eso, deban resolverse.

La idea de que deberíamos elegir nuestra identidad, incluyendo el género, sin estar condicionados por nada es absurda. Pues, de hallarnos bajo una absoluta indeterminación, no seríamos nadie. Una decisión que no estuviese influenciada por ningún motivo no sería nuestra decisión: sería un tirar una moneda al aire, pura aribitrariedad. Quizá esta decisión, por arbitraría, podría provocar en nosotros las sensación de libertad. Pero al precio de estar sometidos a las consecuencias de nuestra decisión.

Aquí podría objetarse que no se trata de tirar una moneda al aire, sino de dejarse llevar por lo que no quiere o desea. Ahora bien, ¿quién dijo que nuestro deseo es, en realidad, nuestro? Todo deseo es un implante, como quien dice. Otro asunto es hacer lo que uno quiere. Al menos, porque el querer siempre cuenta con un motivo, el cual nos es dado. Nadie elige sus motivos. Carga con ellos. Así, desde esta óptica, la libertad en tanto que hacer lo que uno quiere consiste en asumir nuestros motivos hasta el final. En última instancia, lo que en el fondo queremos es lo que quiere nuestro padre de nosotros (y aquí la cuestión es quién es tu verdadero padre, quien decide lo que vales). El querer es, en este sentido, una respuesta incondicional a una demanda que, viniendo de arriba, hacemos nuestra, un atarse al mastil en nombre de lo que importa. Que, por lo común, confundamos el querer con el desear es el síntoma de que actualmente ya no sabemos qué hacer con la figura del padre, salvo obviarla, ignorando, de paso, que donde el padre deviene un nadie acabamos siendo su reflejo especular. Esto es, otro nadie.

¿Soy más libre porque, habiendo nacido hombre, pueda decirme a mí mismo que soy mujer —recrearme como tal—… porque así lo siento o me apetece? Si lo creyera entendería que no hay otra libertad que la del consumidor (y esta libertad es, ciertamente, ilusoria). Tenía razón Marx. El mercado termina infectando el conjunto de las relaciones sociales (y aquí podríamos añadir: hasta la relación con uno mismo). Como también Kojéve acertó al decir que el superhombre, el resultado de la muerte de Dios, sería antes un idiota que un clon de Zaratustra.

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