nietzscheanas 62
mayo 13, 2023 § Deja un comentario
Estrictamente, no hay yo en el übermensch —en el que es capaz de bailar tanto sobre un campo de amapolas como sobre una pira de gaseados. Por defecto, un yo —la conciencia de sí— difiere de sí mismo, es decir, nunca termina de reconocerse en el cuerpo con el que, por otro lado, se identifica. Y el übermensch es su danza, al fin y al cabo, un estado de embriaguez. Quizá podríamos decir, siendo más honestos con Nietzsche, que el übermensch difiere de la nada que abraza y que, como tal, soporta el brillo de cuanto sucede —y difiere precisamente al ponerse a bailar. Porque no hay nada más allá, no hay nada que esperar que no sea el estribillo de la ilusión. Queda el reggaeton.
En cualquier caso, la inquietud socrática pertenece al culpable. Y no hay culpable que no tenga un Padre. De ello, se dio perfecta cuenta Nietzsche: somos quienes nos buscamos sin encontrarnos. Y aquí podríamos añadir que no nos encontramos porque nadie puede obedecer hasta el final al fantasma de su Padre. Hamlet sería la figura moderna de esta irreparable indecisión. Sin embargo, a Nietzsche probablemente se le pasó por alto que el Hijo solo llega a ocupar el lugar del Padre —y por eso mismo, a serle fiel— levantándolo de la muerte (y de ahí que acaso no comprendamos la resurrección mientras la sigamos viendo como el resultado de la intervención de un deus ex machina, y que, por eso mismo, tan solo afectó a un crucificado). Por no decir que a Nietzsche acaso también se le pasara por alto aquello que decían los griegos de los dioses: que envidiaban la mortalidad de los mortales. Y quien dice mortalidad, dice indigencia.
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