nietzscheanas 52
abril 12, 2019 Comentarios desactivados en nietzscheanas 52
O bien un árbol sagrado no es más que un árbol en el que algunos creen ver la presencia de un dios, o bien un árbol sagrado es más que un árbol y no solo nos lo parece. Entre una cosa y otra anda la disputa entre los tiempos antiguos y la modernidad. Es sabido que Nietzsche sostuvo que no podemos decidir entre ambas posibilidades. Pues no hay algo así como hechos puros (y, por consiguiente, no hay algo así como la verdad). Nadie ve lo que quiere, sino lo que puede, según el prejuicio que configura una época o cultura, en definitiva, un mundo. De ahí que Nietzsche dijera que Dios había muerto y no solo que ahora nos hemos dado cuenta de que la vieja creencia en Dios no era más que una falsa creencia, un malentendido. Y es que no vamos a ver lo mismo donde partamos del supuesto de que hay otro mundo, ontológica y normativamente superior, que donde damos por sentado que no lo hay. Dios ha muerto porque, ciertamente, hubo Dios. Todo hecho es visto desde un cierto saber de antemano. O por decirlo con otras palabras, no hay visión que no posea una carga teórica. Así, donde vemos un martillo, pongamos por caso, vemos un clavo. Quien no ve el clavo al ver un martillo no ve propiamente un martillo, sino un hacha defectuosa o algo por el estilo. Sin embargo, Nietzsche no se limitó a decirnos lo anterior. La mirada no solo arrastra una interpretación, sino que también obedece a un interés. De este modo, el interés que preside nuestra fe en la objetividad científica, como quien dice, responde en el fondo a la voluntad de dominar técnicamente el mundo. Sencillamente, un árbol sagrado no puede ser talado para hacer muebles. Es por eso que el científico necesite decirse, a la hora de ejercer como tal, que no hay nada que sea intrínsecamente sagrado o valioso. Las cosas, desde la óptica de la ciencia, solo son en tanto que pueden ser cuantificadas. Pero esto está lejos de ser evidente. Al fin y al cabo, nuestra preocupación por la verdad no es por la verdad, sino por la verdad como instrumento de la voluntad de dominio. Vence quien convence apelando a la verdad. De ahí que, según Nietzsche, la pregunta fundamental acerca de la verdad no sea la que se interroga por su criterio —por aquellas condiciones que, de satisfacerse, nos permitan asegurar que estamos en lo cierto—, sino la que intenta descubrir a quién le interesa que lo afirmado sea, precisamente, indiscutible.
No obstante, podríamos preguntarnos, hasta qué punto Nietzsche tiene razón. Sin duda, donde la verdad es entendida como adecuación entre nuestras ideas o representaciones mentales y los hechos no podemos ir más allá de lo que nos parece que es. Pues la adecuación siempre se da en relación con lo que damos, interesadamente, por sentado. Pero la verdad es, antes que adecuación, un tener lugar. Es decir, la verdad originariamente se da con respecto a lo genuinamente otro —a una alteridad insoslayable o, si se prefiere, irreductible a la representación—. Como supo ver Platón, el único modo de trascendender las apariencias es reconociendo que lo real solo puede mostrarse donde su carácter de algo absolutamente otro desaparece del campo de visión en el momento, precisamente, de ofrecerse a una sensibilidad o modo de ver. Hay más realidad en el fue que en la presencia. La verdad sería, en este sentido, el resto invisible de lo visible, el continuo retroceso de lo absoluto —de lo enteramente otro—. De ahí que estén más cerca de la verdad aquellos padres que, habiendo perdido a su hijo, conservan el balón con el que jugaba como sagrado que en aquellos que, por estar mal situados, no ven más que un balón al que esos padres le dan un valor… que, en sí mismo, no posee. Ciertamente, el reconocimiento de lo sagrado exige encontrarse en una determinada posición. Pero de ahí no se sigue que cualquier visión valga por igual. Podríamos decir que al pensamiento de Nietzsche, a pesar de sus logros, le faltan unas cuantas dosis de dialéctica para que podamos tomárnoslo definitivamente en serio.
Protegido: algunos exámenes top
abril 9, 2019 Comentarios desactivados en Protegido: algunos exámenes top
nietzscheanas 51
abril 6, 2019 Comentarios desactivados en nietzscheanas 51
La muerte de Dios, tal y como supo verlo Nietzsche, tiene raíces cristianas. Y no únicamente porque el primero en proclamar que Dios había muerto colgando de un cruz fuera Tertuliano, sino también porque solo un Dios encarnado pudo liberarnos del terrible peso de la divinidad religiosa. Que Dios se hiciera hombre y no solo adoptara su aspecto —y que esto revelase la verdad de Dios— convierte en inviable la noción de un dios que, desde las alturas, mantiene la distancia de seguridad, la que revela, precisamente, su congénita supremacía. Sencillamente, un Dios hecho hombre es un Dios vaciado de divinidad, como quien dice. Esto es parecido a lo que ocurre cuando vemos a una chica de Victoria’s Secret sin maquillaje. Pues lo que ocurre es que deja de ser una diosa —de a-parecer como tal. Un Dios encarnado nos desata del dios al que espontáneamente nos hallamos sujetos. No hay quien pueda soportar un ente superior, y menos si es omnipresente… a menos que pueda perderlo de vista, reducirlo a abstracción —a idea—, en definitiva, a supuesto. Y quizá esto tenga que ver con que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, por decirlo a la bíblica. Como escribió Nietzsche, los dioses no existen, pues de lo contrario no podría soportar no ser un dios. Y en esto Nietzsche demostró ser un buen psicólogo. De ahí que alguien que se nos muestre como divino —sin tara— nos resulte tan insoportable. Dios tuvo que hacerse hombre para que el hombre pudiera desembarazarse del espejismo de dios —de su reflejo en algunos hombres o mujeres. Puede que Nietzsche, aunque fuera consciente del poso de ateísmo que subyace en la confesión cristiana, no terminara de sacarle punta al lápiz. Y es que el resentimiento cristiano estuvo antes al servicio de la desacralización del mundo que de la perversión de los valores originarios. Mejor dicho, ambas operaciones son las dos caras de una misma operación. Cuando menos, porque los valores originarios —lo bueno es lo que me hace más fuerte, lo malo es lo que me debilita— son aquellos que fácilmente nos someten al poder de una divinidad religiosa. El cristianismo no solo proclama que Dios está de parte del esclavo (y que, por eso mismo, no tolera el orgullo del hombre), sino que no hay otro Dios que el que se encarna en un apestado de Dios. Sencillamente, Dios no llega a ser el que es sin la respuesta del hombre a su entrega o sacrificio. En este sentido, puede que el noble que imaginó Nietzsche tuviera más necesidad de un dios que el desgraciado. No en vano la nobleza históricamente, y a la hora de justificar sus privilegios, siempre creyó contar con la bendición de los dioses.
nietzscheanas 50
abril 1, 2019 Comentarios desactivados en nietzscheanas 50
Esto de la muerte de Dios significa, entre otras cosas, que el imaginario que proporcionaba un sentido a la existencia solo pervive, literalmente, como ciencia ficción. Espontáneamente, tan solo podemos tomárnoslo en serio dentro de una sala de cine, donde, como sabemos, se suspende la incredulidad. De hecho, Star Wars no deja de ser una película religiosa. En ella encontramos los típicos temas: el combate entre el bien y el mal; la fuerza como el poder divino al que debemos conectarnos; Lucas Skywalker haciendo de mesías… Pero aún cuando podamos creer, mientras vemos Star Wars, que una bestia como Chiwaka es capaz de hablar, aunque solo la entienda Hans Solo, no cabe que, en el día a día, nos tomemos en serio que somos los protagonistas de un drama cósmico. No tengo claro, sin embargo, que ello suponga un progreso moral. Pues la muerte de Dios implica la desaparición de cualquier fuente de valor. Es como si las películas románticas, historias que aún nos permiten creer en el amor, hubieran pasado a ser vistas como actualmente vemos Star Wars. Difícilmente, las relaciones entre hombre y mujer podrían, de entrada, representar un significado —difícilmente podrían ir más allá de lo contractual. Otro asunto es que sentido y valor estén en un mismo saco. Pues quizá el valor nazca de la crisis del sentido. Tarde o temprano deberíamos caer en la cuenta que la vida se carga con el aura de lo sagrado porque se nos dio desde el derrumbe de los cielos.
Protegido: ejemplo de redacción
febrero 24, 2019 Comentarios desactivados en Protegido: ejemplo de redacción
Protegido: apuntes sobre el bien y el mal
enero 30, 2019 Comentarios desactivados en Protegido: apuntes sobre el bien y el mal
de un plumazo
enero 28, 2019 Comentarios desactivados en de un plumazo
Por poco que reflexionemos sobre la experiencia nos daremos cuenta de que si vemos lo que vemos es porque hay en lo que vemos algo que no vemos, a saber, el eso que soporta los rasgos, las características que captamos sensiblemente. En el caso del otro-yo es casi evidente: el carácter otro de quien tenemos enfrente es lo que siempre damos por descontado, el resto invisible de lo visible. El yo siempre se encuentra más allá de sí mismo, de su aspecto. La diferencia entre el sujeto premoderno y el moderno pasa por cómo se entiende este más allá. Para Platón y compañía, lo real consiste, precisamente, en su exceso o paso atrás con respecto a lo visible. Tan solo por medio del pensamiento podemos llegar a reconocer la naturaleza trascendente de lo real. En cambio para Hume, el más allá de lo real es lo en cualquier caso supuesto, al fin y al cabo, un constructo mental. Pues no hay saber, si lo hubiera, que no proceda de los sense data. La mente construye la idea de sustancia integrando impresiones de diferente orden (aunque ello implique ir más allá de la impresión). En este sentido, podríamos decir que las cosas serían como las cebollas. Ciertamente, las capas de una cebolla nos provocan la ilusión de un núcleo duro que, estando por debajo, las sostiene o soporta. Pero si quitamos las capas, no vamos a ver nada. Tan solo el vacío. Así, puesto que no hay una impresión directa del eso —de la sustancia, del carácter otro de lo real— no podemos garantizar que hayan realmente cosas fuera de nuestra mente. En cualquier caso, creemos que las hay. De ahí que, modernamente, digamos que hay mundo solo en relación con un yo, esto es, con las condiciones de posibilidad de la receptividad. El sujeto más que formar parte del mundo, lo soporta. No es casual que la posición fundamental del sujeto moderno sea la de la sospecha, en modo alguno la del asombro. De ahí que en la Modernidad, el yo se comprenda a sí mismo como la sustancia, literalmente, del mundo. Pues el mundo es lo que se corresponde a una representación garantizada del mundo (y aquí lo de menos es qué criterio proporciona dicha garantía). Modernamente, lo primero no es un encontrase expuestos al exceso de lo real, sino a la idea de dicho exceso, idea que como tal podría ser una ilusión. Como dijo Berkeley, esse est percipi. Esto es, nada hay que no se nos muestre. De ahí que el sujeto moderno no sepa cómo situarse ante la genuina alteridad, ante el carácter enteramente otro de lo real. Hará falta un Hegel, para volver a la idea que si hay algo que se nos muestra es porque ese algo en sí mismo no se nos muestra. Aunque, precisamente porque ya no podía hablar de otro mundo a la manera de Platón, tuviera que pensar la dialéctica del ser y el no ser como Historia.
el cuerpo y la cárcel
noviembre 13, 2018 Comentarios desactivados en el cuerpo y la cárcel
Como es sabido, Platón sostuvo que el cuerpo es algo así como el zulo del alma. En este sentido, no seríamos una mezcla de espíritu y materia, sino que más bien nos encontraríamos atados a la materia. Esto, hoy en día, puede sonar a ideología. Pues espontáneamente somos de la opinión de que prima lo corporal. En este sentido, decimos como quien no quiere la cosa que el gen determina en gran medida nuestra conducta o modo de ser. Sin embargo, si somos algo más que cuerpo —si Platón, al margen de su concepción del alma como un espectro interior, da en el clavo— es porque somos un problema para nosotros mismos. Nadie termina de reconocerse en el cuerpo con el que, por otro lado, se identifica. Hay en nosotros una aspiración, nunca colmada, hacia lo verdadero o sólido. El cuerpo solo sabe de cuanto puede ingerir (y, por eso mismo, excretar). Y nada hay de verdadero, por decirlo así, en lo que puede ser, literalmente, desestimado. Como si solo hubiera verdad en lo que exige ser amado, esto es, perseguido hasta el final, un final que, sin embargo, nunca llega (y quizá mejor que sea así). Pues existimos en relación con el resto invisible de lo visible. Pero los cuerpos solo atienden a lo visible. Así, el hombre, instintivamente y sobre todo si es joven y fuerte, se cansa de aquella mujer que termina poseyendo. Quizá haya vislumbrado, con un poco de suerte, el alma que, más allá de ese cuerpo hasta cierto punto degustable, le reclama una adhesión, un ir a por ella. Pero, el gen es como un dios: tarde o temprano, exige su tributo. De ahí que Platón dijera, casi sin pestañear, que el cuerpo no deja de ser una prisión para quien ha visto más allá de un palmo de sus narices. O que no hubiera otra libertad que la de quien se libera del impulso elemental, la de quien se encuentra por encima de sí mismo en nombre de lo que realmente importa.
Platón dame reggaeton
noviembre 6, 2018 Comentarios desactivados en Platón dame reggaeton
Es obvio —o debería serlo— que si podemos discutir sobre lo justo (o lo bello o lo bueno…) no es tanto porque cada uno posea diferentes concepciones de lo justo, (o lo bello o lo bueno), cosa que resulta obvia, sino porque partimos de una misma definición de lo justo (o de lo bello, o lo bueno), a saber, que lo justo es darle a cada uno lo que se merece. Si no partiéramos de ahí, no cabría la discusión. El problema es que la medida de lo justo está por ver. De hecho, esta medida se determina siempre en relación con un punto de vista o sensibilidad. Qué se merezca cada uno solo se concreta desde lo que nos parece justo. Platón aquí estaría de acuerdo con los sofistas. La diferencia entre Platón y los sofistas pasa porque para los primeros la idea de lo justo es tan solo un contenido mental —una mera definición formal—, mientras que, para el segundo, si tenemos en mente la idea de justicia es porque la mente reconoce la realidad —el carácter otro o exterior— de la idea de lo justo. Si podemos ver un paisaje desde diferentes ópticas es porque hay ciertamente paisaje, aun cuando el paisaje en sí mismo, esto es, al margen de su hacerse presente a una sensibilidad, permanezca fuera del campo de visión. Sin duda, la justicia —o la belleza o el bien— se muestra o aparece en las decisiones justas. Pero siempre en relación con un punto de vista y, por eso mismo, hasta cierto punto o medida. De ahí que la justicia —o la belleza o el bien— desaparezca como tal en su hacerse presente a una sensibilidad. Pues decir que una decisión es justa solo en cierta medida implica poder decir que, en cierto sentido, no lo es. De ahí que el sofista pueda en cualquier caso mostrarnos una decisión justa como lo contrario. Precisamente por esto, para Platón únicamente la idea es real, lo que significa que lo real, en su carácter absoluto o enteramente otro, tan solo puede ser pensado (o visto con los ojos de la razón). Ciertamente, lo real es lo que podemos ver y tocar. Pero si podemos ver y tocar algo es porque ese algo, en su carácter absoluto, no podemos verlo ni tocarlo. Únicamente reconocerlo como eso que, en su mostrarse, se sustrae a la percepción.
Sin embargo, en Platón, las idea de lo justo (o lo bello, o lo bueno)… no se encuentra fuera de la mente como si fuera una especie de ente espectral, aunque una lectura de manual así nos lo dé a entender. Más bien, el carácter otro o trascendente de la idea de lo justo (o lo bello, o lo bueno) tenemos que entenderlo del siguiente modo: lo real es justo (o bello, o bueno). Lo real, ciertamente, trasciende el orden de lo sensible. Pues nada aparece, como decíamos, sin que, como tal, dé un paso atrás. Nada nunca del todo. Ahora bien, decir que nada acaba de ser lo que parece —que no hay decisiones justas o cuerpos bellos que sean por entero justos o bellos— equivale a decir que nada termina de ser lo que debiera. De ahí que Platón defienda que lo real se ofrece como lo que debe ser —como la norma o paradigma de lo sensible—. Ser y deber-ser —Ser y Bien— son lo mismo. Sin embargo, la justicia (o la belleza o el bien) no cabe entenderla como un rasgo característico de lo real. Cuando decimos que lo real es justo, el verbo “ser” no funciona como cópula, sino como el índice de una identidad: decir ser equivale a decir lo justo (o lo bello o lo bueno). O por emplear otras palabras, referirse a lo que es en verdad es lo mismo que referirse a lo que tiene que ser. Las decisiones justas se muestran como tales porque se encuentran sometidas a la exigencias de ser enteramente justas, aun cuando no puedan serlo… en tanto que concretamente justas.
Por consiguiente, hay cosas porque en su hacerse presente a una sensibilidad lo que debe ser se sustrae a la presencia o deja de ser. Pues lo real es eso otro que se hace presente de un modo determinado, perdiendo por el camino, precisamente, su carácter absoluto. Ahora bien, la alteridad de lo real solo tiene lugar en su hacerse presente, esto es, al desaparecer en el momento de mostrarse. Porque lo real queda reducido a apariencia, lo real es desplazado fuera de lo sensible. No es, propiamente, anterior al hecho de aparecer, sino que deviene otro o real en su aparecer. Lo real no es independiente de su mostrarse, aun cuando en su mostrarse se separe o distancie de su concreción sensible. Como en el caso del yo, lo real difiere continuamente de su aspecto (y por eso mismo es más que su aspecto, aunque como tal no sea nada en concreto. No puede serlo). Y esto es el tiempo. Estamos en el tiempo porque lo real solo llega a la presencia como eso que fue o es dejado atrás en su aparecer. Ciertamente, lo que acabamos de decir tan solo lo encontramos en el Platón de los últimos diálogos… que no es el que figura en las descripciones escolares de Platón. En cualquier caso, nada en el mundo es tal y como tiene que ser. Y esto por el simple hecho de que es.
Heraclitus
octubre 6, 2018 Comentarios desactivados en Heraclitus
Como es sabido, según Parménides la nada no es. Ciertamente, podemos construir la expresión «no-ser», pues disponemos de la palabra «no» y de la palabra «ser». Y porque podemos construirla, fácilmente llegamos a creer que significa algo. Pero que creamos que tiene un sentido no implica que lo tenga. Una palabra o expresión resulta significativa en tanto que apunta a un posible referente. Por ejemplo, entendemos el término «unicornio», no porque haya unicornios, que no los hay, sino porque en principio podría haberlos. Un significado es un posibilidad. Pero la nada no es una posibilidad. Sencillamente, desde la óptica de la razón, la nada es inconcebible. No podemos hacernos una idea de la nada. De hecho, creemos que entendemos la palabra «nada» porque imaginamos que su referente es el vacío. Pero el vacío es en la medida que cabe referirse al vacío. En cambio, la palabra «nada» refiere… a nada. Pues si fuera posible la nada, entonces la nada debería poder mostrársenos de algún modo y, en ese caso, sería algo. Que no podamos evitar imaginar la nada como vacío no supone que la nada sea en cierto sentido. Para Parménides la expresión «no-ser» sería un constructo lingüístico sin significado real. Como si nos encontrásemos con un montón de letras agrupadas al azar. Por ejemplo, WHLJYTYV. Es verdad que cuando nos referimos a lo que no es foca, pongamos por caso, de hecho nos referimos a todo cuanto no es foca. Y de ahí que espontáneamente creamos que la expresión «no-ser» apunta a lo que no es. Pero cuando empleamos la expresión «no-ser» en un sentido absoluto, esto es, como antónimo de la palabra «ser», resulta absurdo desde un punto de vista lógico que nos preguntemos por su referente. Parménides tiene algo de razón cuando sostiene que la nada no puede ser en modo alguno. Quizá, demasiada razón. Al menos, porque no es posible que la nada aparezca o se muestre. En este sentido, la nada es, sencillamente, imposible y, por eso mismo, inconcebible.
Sin embargo, cuando decimos que la nada es imposible de algún modo, aunque sea problemático desde un punto de vista lógico, admitimos la posibilidad de lo imposible. La palabra «nada» no equivale a WHLJYTYV. De hecho comprendemos la pregunta del asombro, a saber, ¿por qué algo en vez de nada? De ningún modo, aquella que se interrogara por la posibilidad de WHLJTYV. Ciertamente, Parménides diría que creemos comprenderla. Pero ocurre aquí como en el caso de las meigas gallegas, que, a pesar de que no existen, haberlas, haylas. No parece que simplemente estemos ante una ilusión lingüística.
Heráclito, como también es sabido, se situó en la orilla opuesta a la de Parménides. Según Heráclito ser y no-ser se revelan como las dos caras de lo mismo. Algo es o aparece en tanto que no es o aparece. Sin duda, esto suena a contradicción. Sin embargo, propiamente estaríamos ante una especie de paradoja. Para Heráclito lo real acontece como la mútua implicación de contrarios. Por decirlo en breve, hay luz porque hay oscuridad. Y viceversa. Si todo fuera luz, no habría ciertamente oscuridad, pero tampoco habría luz. Y quien dice luz y oscuridad, dice bien y mal. La realidad es dialéctica (y me atrevería a decir que no hay pensamiento profundo que no termine siendo dialéctico y, en última instancia, aporético). De hecho, si habitáramos un mundo en donde todo fuera perfecto, como quien dice, no podríamos evitar la sensación de irrealidad. Y no solo porque no estuviéramos acostumbrados, sino sencillamente porque no puede ser. En este sentido, no es casual que Heráclito recurriera a la imagen del fuego como metáfora de lo real. Pues el fuego es posible en tanto que consume la madera que lo hace posible —en tanto que es en la negación de sí—. Ahora bien, decir que cuanto es o aparece arraiga en la tensión entre el ser y la nada es lo mismo que decir que todo al fin y al cabo se encuentra sujeto al tiempo. Todo pasa, nada permanece. Las cosas son en tanto que van dejando de ser. O también, nada termina de ser lo que parece. Y esto es así porque las cosas son… no porque no sean. Nada es que no se encuentre sujeto al tiempo. Todo es porque no termina de ser. Y lo que no termina de ser, estrictamente, no es. Aquí podríamos tener en cuenta que los diferentes dibujos que podamos hacer de un paisaje son, a pesar de sus diferencias, del paisaje. Si podemos ver el paisaje desde diferentes puntos de vista es porque hay paisaje. Esto es obvio. Pero quizá no lo sea tanto el hecho de que si podemos ver el paisaje es porque no podemos ver el paisaje como tal o en sí mismo. No hay una visión del paisaje al margen del punto de vista y, por consiguiente, al margen de lo que nos parece que es. Lo real, por definición, es lo que, estando ahí, se muestra o se hace presente de un determinado modo o, lo que viene a ser lo mismo, a una determinada sensibilidad. Ahora bien, esto equivale a decir que lo real se muestra relativamente y, por consiguiente, no absolutamente. Lo real aparece en tanto que, como algo absolutamente otro, no aparece —en tanto que en sí mismo desaparece en su aparecer—. O por decirlo con otras palabras, lo real es o aparece en tanto que, en sí mismo, no es o no aparece. El carácter enteramente otro de cuanto es da un paso atrás, por decirlo así, en su hacerse presente a una sensibilidad. Lo real es porque ya no es —porque fue—. Y esto es en definitiva el tiempo. La pregunta por qué pueda ser lo real con independencia de su mostrarse no se responde en los términos de algo determinado o concreto. Pues lo real es en la medida en que, en sí mismo, no es. De ahí que podamos responder a la pregunta por qué hay algo en vez de nada diciendo que hay lo que hay porque lo que hay es que nada hay. Hay mundo porque en definitiva no hay nada, porque hay la nada. O también, porque la nada es en el modo de un pasado absoluto, anterior a los tiempos. El retroceso del carácter absolutamente otro de lo real en su aparecer es la raíz del tiempo. El mundo es, por decirlo así, la revelación de la nada. No es casual que la filosofía ande, desde sus orígenes, rozando el nihilismo.
Visto lo visto, parece confirmarse la idea de que Parménides y Heráclito se encuentran en posiciones opuestas. Sin embargo, no están tan lejos como podamos creer en un primer momento. Pues, Heráclito parte de la idea de que ser es permanecer. Tampoco podría ser de otro modo. Pues no cabe pensar sin estar sometidos a las exigencias de la razón. Ahora bien, y a diferencia de Parménides, para Heráclito lo que permanece es, precisamente, que nada permanece. La razón, cuando la estiramos, conduce inevitablemente a la paradoja. De ahí que Sócrates terminase reconociendo que lo único que podemos saber es que, al fin y al cabo, no sabemos nada. Las grandes palabras siempre nos quedaron demasiado grandes.
acerca de lo que hay (y 3)
mayo 11, 2018 Comentarios desactivados en acerca de lo que hay (y 3)
Lo que hay es lo que vemos que hay (o al menos podríamos ver, si estuviéramos en el lugar adecuado). Nada es que no aparezca o se muestre (o pueda aparecer o mostrarse) a una sensibilidad como algo determinado, esto es, como algo de lo que cabe decir que es de un modo u otro. Sencillamente, si algo no puede ser visto, aunque sea indirectamente, no es. Todo se hace presente como un particular modo de ser. Ver es, en cualquier caso, ver como (ver algo como árbol, foca, martillo…). Tal y como subrayamos en la segunda entrada de esta serie, toda visión posee una carga teórica. No hay visión que no incluya o presuponga implícitamente un cierto saber acerca de lo visto. La interpretación va con la visión, por decirlo así, aun cuando una vez visto lo visto podamos perfectamente añadir alguna que otra creencia, que, en tanto que de más, sería en principio discutible. Así, podemos ver, pongamos por caso, un martillo… aunque podamos suponer, además, que no termina de funcionar como debiera. Al decir de algo que es un martillo, ya damos por sentado que se trata de algo que sirve para clavar o desclavar. Que sirva más o menos es algo que habría que ver —algo que podríamos discutir—, pues podría ser que no nos parezca útil porque no somos lo suficientemente hábiles.
Que no haya visión que no incluya un cierto saber depende, en definitiva, de que todo lo que vemos, lo vemos dentro de un contexto. No vemos cosas aisladas, sino cosas que forman parte de un mundo. Y un mundo es, en cualquier caso, un mundo interpretado. Un mundo siempre se ofrece en relación con los presupuestos que rigen una visión del mundo. Estos presupuestos son, al fin y al cabo, lo que damos por descontado en nuestra experiencia del mundo. Por decirlo así, no hay experiencia pura, esto es, no hay experiencia que no quede encajada dentro de los presupuestos, en definitiva culturales, que expresan una posición fundamental frente al mundo. Por ejemplo, en la Antigüedad se daba por hecho que había un más allá, un mundo inaccesible, cualitativamente diferenciado y, por extensión, normativamente superior. Un mundo de dioses. El mundo de la Antigüedad era, por defecto, un mundo dividido en tres niveles (cielo, tierra e infierno, como suele decirse). Todo cuanto podía ser visto —los hechos que podían ser constatados— era visto desde el horizonte de dicho prejuicio epocal. En este sentido, cualquier acontecimiento podía ser entendido como una señal de otra dimensión. De ahí que dijéramos, en la entrada anterior, que los antiguos no andaban equivocados cuando veían dioses o espíritus por todas partes. Ellos veían efectivamente la presencia de un dios donde nosotros tan solo vemos la erupción de un volcán. Desde nuestra óptica —desde nuestra posición fundamental—, la carga teórica que iba con la visión del mundo antiguo queda fuera de la visión de lo que sucede. Y no puede ser de otro modo. Nosotros, sencillamente, no podemos ver las cosas como ellos. Nuestro marco cultural —nuestro mundo— es muy distinto. De ahí que nosotros entendamos el saber que permanecía enquistado en su visión de las cosas como una interpretación añadida a la percepción de los hechos. Sin embargo, ellos no suponían que la erupción de un volcán era una expresión de la ira divina como si la suposición se agregase a la visión de un dato objetivo. Ellos veían la ira divina en la erupción de un volván. La erupción de un volcán era directamente el reflejo de dicha ira. Los antiguos no creían en dioses, sino que veían dioses o, mejor dicho, los signos de su presencia. Sus creencias fundamentales estaban incrustadas en su visión… como las nuestras lo están en cuanto podamos constatar como hecho. Ahora bien, nosotros no estamos más cerca de los puros hechos que los antiguos. No hay hechos puros, sino hechos dentro de un mundo interpretado. Como decíamos al principio, lo que hay no es independiente de la visión de lo que hay. Y no hay visión que no esté preñada de un cierto saber. El saber —la creencia incrustada— que va con la visión es, en definitiva, lo que damos por descontado al ver lo que vemos. Ciertamente, podríamos preguntarnos de dónde procede eso que damos por descontado. Podríamos preguntarnos, pongamos por caso, por qué en un período histórico damos por descontado que hay otros mundos y en otro período, no. Probablemente, esto tenga que ver con las condiciones materiales de la existencia, que decía Marx. Pero este sería otro asunto.
Por eso mismo, cabe preguntarse qué puedan ser las cosas en sí mismas, esto es, al margen de su hacerse presente a una sensibilidad como tal o cual cosa. Ahora bien, esta pregunta ¿tiene sentido? ¿Es posible ir más allá de lo que nos parece? En principio, estamos tentados de decir que no, pues como acabamos de subrayar, no hay cosas al margen del verlas como algo determinado por un saber implícito y, en última instancia, por su conexión con el resto de cosas que constituyen el mundo del que formamos parte. Como dijimos en su momento, ver un martillo es ver un clavo. El carácter concreto de cuanto vemos está determinado por una sensibilidad configurada culturalmente y, en último término, por el mundo del que formamos parte. Así, creemos, pongamos por caso, que el canibalismo es aberrante porque así nos lo parece, aunque desde la óptica de los pueblos caníbales, la práctica de devorar el cuerpo del enemigo sea una norma cultural (y, por eso mismo, no tenga nada de aberrante). Sin embargo, aun cuando podamos entender el sentido del ritual caníbal dentro de su contexto, es imposible que podamos verlo como una práctica aceptable. No pertenecemos a su mundo.
Sin embargo, a pesar de lo que acabamos de decir, tiene sentido preguntarse qué pueda ser la realidad al margen de lo que pueda parecernos, esto es, al margen de su hacerse presente a una sensibilidad en concreto. Al menos, porque de entrada creemos entender la pregunta. ¿Qué podemos decir acerca de lo real, esto es, más allá de la deformación que impone un punto de vista? Ahora bien, preguntarse por qué pueda ser una cosa en sí misma, en tanto que implica poder verla con independencia de su determinación como martillo, dinero, foca…, es lo mismo que preguntarse en qué consiste su carácter de algo entera o absolutamente otro. La pregunta, por consiguiente, tiene su qué. Pues, si la cosa en sí es al margen de su aparecer como algo determinado, entonces las cosa en sí, estrictamente hablando, no aparece. Y si no aparece, no es. Pues algo es si aparece como (al igual que ver es, en cualquier caso, ver como). La cosa en sí —la alteridad propia de lo real, su carácter enteramente otro— sería como el resto invisible de lo visible. No cabe una visión del carácter enteramente otro de cuanto vemos.
Por consiguiente, si no cabe ver nada enteramente otro como tal ¿como podemos preguntarnos por lo que pueda ser? ¿Acaso, como acabamos de subrayar, no es cierto que cuanto es aparece, se muestra a una sensibilidad? ¿No hay aquí una cierta contradicción? Puede. Pero quizá, en vez de contradicción, deberíamos hablar de la naturaleza dialéctica de lo real. Una contradicción supone afirmar y negar lo mismo y al mismo tiempo. Esto es, caeríamos en una contradicción si dijéramos que aquí y ahora, pongamos por caso, llueve y no llueve. Una contradicción no hay quien la entienda. La dialéctica, en cambio, revela la mútua implicación de los contrarios. Es verdad que espontáneamente creemos que si todo fuera luz, no habría oscuridad. Pero si lo pensamos bien, nos daremos cuenta de que lo que no habría es precisamente luz. Si todo fuera luz, no habría luz. Pues la luz es luz únicamente en relación con su contrario, la oscuridad. Análogamente, si hablamos de la naturaleza dialéctica de lo real es porque si todo fuera apariencia, no habría estrictamente apariencia. Hay apariencia porque en el aparecer de lo real hay lo que no aparece, a saber, el carácter absolutamente otro de lo real. Veámos esto último con un poco más de calma.
Por definición, lo real es eso otro —eso exterior— que se muestra, aparece, se hace presente, se revela… a una sensibilidad como algo que posee un aspecto determinado, un particular modo de ser. Es en este sentido que decimos que ver es siempre un ver como, algo como algo en concreto: esto como piedra, foca, martillo… Ahora bien, por poco que reflexionemos sobre lo que estamos diciendo, caeremos en la cuenta de que lo que no vemos en lo que vemos es, precisamente, el carácter enteramente otro de lo que tenemos enfrente. El carácter enteramente otro de lo que está ahí no aparece en su aparecer como algo determinado. O por decirlo con otras palabras, el carácter de algo absolutamente otro de cuanto es se oculta —da un paso atrás— en su mostrarse a una sensibilidad. El carácter otro de lo que es se da en relación a una sensibilidad y, por tanto, relativamente. Esto es, nunca por entero o absolutamente —nunca como tal—. De hecho, lo relativo, por definición, se opone a lo absoluto. Es por esto, que lo enteramente otro siempre puede mostrarse, desde el punto de vista de los diferentes marcos culturales, como cosas distintas. El dinero es dinero —y lo es indiscutiblemente— en nuestro mundo, pero no en aquel donde no se funciona con dinero. Para un mundo sin dinero, eso que vemos como dinero no es másque un trozo de papel. En un mundo sin dinero, eso que nosotros manejamos espontáneamente como dinero, no aparece —no puede aparecer— como dinero.
De ahí que no sea casual que la palabra apariencia posea un doble sentido. Por un lado, significa lo que no termina de ser real. Así decimos de alguien que parece simpático, para dar a entender que en verdad no lo es. Sin embargo, por otro lado, también significa que en su aparecer las cosas se muestran, al menos hasta cierto punto, tal y como son. Así también decimos de alguien que acabamos de conocer que parece simpático queriendo decir que probablemente lo sea. Este doble sentido, por tanto, obedece a la estructura misma del aparecer de lo real. Cuanto es aparece (y así la apariencia tiene que ver con lo que es). Pero en su aparecer, lo que aparece desaparece como eso absolutamente otro. Toda apariencia es problemática. El mundo es mundo porque el carácter en verdad otro de cuanto es dio un paso atrás, por decirlo así, en su mostrarse a una sensibilidad. Hay lo visible porque hay lo invisible. Y viceversa. Lo invisible y lo visible son las dos caras de una misma moneda. No hay estrictamente cosas. Hay el aparecer. Pues, en sí mismo, lo invisible no es nada, en tanto que no aparece. Aunque del mismo modo que lo visible no es tampoco nada consistente sin su estar referido a la desaparición —al continuo más allá— de su ser algo absolutamente otro. Sin este estar referido a lo en verdad otro —una verdad que se revela en su perderla de vista—, nuestro mundo no dejaría de ser un mundo virtual. En realidad, lo que vemos, en tanto que es asimilado, reducido al marco de una sensibilidad particular, no acaba de ser enteramente otro (y por consiguiente no es en verdad otro). Pues lo enteramente otro, por definición, es lo que no cabe asimilar, lo esencial o irreductiblemente extraño. Como dijimos en su momento, no hay diferencia desde la óptica de una sensibilidad —desde el ver y el tocar— entre el mundo real y el virtual. Ciertamente, si creemos que nos encontramos en un mundo real y no virtual es porque damos por descontado que cuanto vemos responde a algo-otro-ahí. Ahora bien, este dar por descontado, y esto es lo decisivo, no es tan solo una creencia elemental, aquella que va con el uso del lenguaje y que, por eso mismo, podemos poner en cuestión. Hay lo absolutamente otro porque, de lo contrario, no habría apariencia, no veríamos nada. De hecho, los animales no ven nada porque son incapaces de referir la sensaciones visuales que puedan tener a algo-otro-ahí —a algo que se encuentra más allá de la sensación—. No hay mundo que valga para el animal. Un animal no es más que un mecanismo capaz de reaccionar a determinado estimulos. Como una máquina de café, aunque, sin duda, más sofisticada. Descartes pudo preguntarse si acaso no podríamos estar dentro de un sueño —si acaso podría no haber nada exterior— porque consideraba que nuestro estar referido a una exterioridad reposaba solo en una creencia que, como tal, podía ponerse en duda. Pero como hemos visto no se trata tan solo de una creencia, sino en cualquier caso de una creencia que obedece a la estructura misma del aparecer. De hecho, cualquier mundo es, en el fondo, un mundo virtual. Pero únicamente porque la apariencia solo es posible en relación con la desaparición —el continuo paso atrás— del carácter enteramente otro de lo real. Únicamente, hay el aparecer. Pero en el aparecer, lo que aparece —lo enteramente otro— aparece como no-enteramente-otro y, por eso mismo, como lo que no aparece en su aparecer. Al margen de su modo de ser, lo otro como tal —lo otro en sí mismo— no es. Pues lo absolutamente otro se revela en su continuo diferir de su mostrarse como algo en particular. Ahora bien, al igual que las cosas que nos traemos entre manos no son sin su estar referidas a lo en verdad otro —a lo que se oculta en su mostrarse—.
Así, ser y no ser son las dos caras de lo mismo. Lo absolutamente otro es en tanto que se revela en los cuerpos que podemos ver y tocar. Ahora bien, se revela como algo-otro-ahí al precio de perder por el camino su radical alteridad (y en este sentido decimos que deja de ser). Lo absolutamente otro es (aparece) en la misma medida en que no es (no aparece). Nadie puede ver lo otro como tal. Pero de ahí no se sigue que no sea en absoluto. Al contrario. Hay lo absoluto porque en su mostrarse no se muestra como tal. Platón decía que lo real se manifiesta en las cosas que podemos ver y tocar como eso que las trasciende. Consecuentemente, lo real en cuanto tal tan solo podía ser pensado. Vemos la apariencia de lo real, pero no su carácter absoluto, su ser algo en verdad otro. Tan solo por medio de la reflexión sobre la experiencia de lo real, podemos caer en la cuenta del fundamento invisible de lo visible. De ahí que Platón dijera que tan solo la idea es real. Que tan solo por medio del pensamiento podemos acceder a la naturaleza absoluta de lo real. Lo que no dijo Platón es que la idea no es nada sin la cosa que la representa. Fue su discípulo Aristóteles quien se encargo de apuntarlo. Pero este es otro asunto.
Para comprender mejor la naturaleza dialéctica de lo real, quizá hagamos bien en compararla con la estructura, también dialéctica, de la subjetividad. Pues algo semejante decimos cuando nos preguntamos por lo que pueda ser el yo. Por definición, un yo es alguien para sí mismo. Las piedras, los árboles, las focas… no son sistemas autorreferenciales. En tanto que consciente de sí mismo, el yo es capaz de decir algo de sí mismo. Un yo puede verse como otro…, en tanto que se encuentra a una cierta distancia de sí mismo. Las piedras, los árboles, las focas… son. En cambio, tan solo el hombre existe. Pues existir significa, literalmente, estar fuera del sí mismo. Como aquel que ha sido arrancado de cuanto es. De hecho, un yo siempre tiene pendiente, precisamente, llegar a ser. No hay animal que se busque a sí mismo. Sin duda, el yo se identifica con un determinado aspecto o modo de ser. Pero por eso mismo —porque hay identificación— el yo no termina de coincidir con su particular modo de ser. La identificación supone poder decir yo soy ese. Un yo siempre podrá decir de sí mismo que no acaba de ser lo que parece, el cuerpo con el que se identifica. No porque sea un hipócrita, sino porque es siempre más que lo que muestra. Ahora bien, este más no es un alguien en concreto, sino un continuo diferir de su aspecto. En realidad, el yo es una esencial falta de ser. Su identificación no deja de ser problemática. Las crisis de identidad —el que podamos cambiar incluso de carácter, si cambiasen nuestras circunstancias— así nos lo dan a entender. Un yo se encuentra más allá de sí mismo. De hecho, nunca se encuentra en donde está. Es como si estuviera fuera del mundo. De ahí que nos molesten tanto las etiquetas. Pues, como acabamos de decir, siempre somos más de lo que los otros pueden ver de nosotros mismos. Etiquetar es reducir lo que el otro es como, precisamente, otro. No es casual que la palabra persona signifique originariamente máscara. El yo se oculta tras la máscara que lo revela o muestra. Ciertamente, sin esa máscara el yo no es nadie. Si la arrancáramos no veríamos el yo más auténtico, sino que no veríamos nada (o mejor dicho, a nadie). Como hemos subrayado el yo es el continuo diferir de sí mismo —su continuo paso atrás, su no acabar de ser lo que parece—. Ahora bien, la máscara no sería lo que es —a saber, una máscara—, si no encubriese a su portador. Si alguien no fuera más que su máscara sería, literalmente, un perfecto idiota, alguien incapaz de salir de sí mismo. El yo se oculta en su revelarse como alguien. Como en el caso de lo absoluto.
acerca de lo que hay (2)
mayo 4, 2018 Comentarios desactivados en acerca de lo que hay (2)
¿Qué hay? Pues cuanto podemos ver y tocar. De acuerdo. Esto es lo que decimos como quien no quiere la cosa. Y en cierto modo es así. Nadie pondría en duda, pongamos por caso, que hay efectivamente focas o dinero. Así, cuando vemos un billete de cincuenta euros no vemos tan solo un trozo de papel al que, convencionalmente, le damos importancia. Directamente vemos dinero (o las cosas que podemos obtener a cambio). Hay dinero porque lo podemos ver y tocar. Incluso algunos son capaces de olerlo. Sin embargo, supongamos que en el futuro hubiéramos regresado al trueque, que viviéramos de compartir lo que, de hecho, nos sobra. ¿Cómo verían los hombres y mujeres de la nueva cultura nuestra relación con el dinero? Probablemente, como nosotros vemos la relación que mantenían los antiguos con los dioses: como una relación supersticiosa. Pues para nosotros, es evidente que el homo religiosus de la Antigüedad se equivocaba al creer que la erupción de un volcán, pongamos por caso, era la manifestación de la ira divina. Una erupción volcánica no es mas que una erupción volcánica. Del mismo modo, los hombres y mujeres de nuestro hipotético futuro entenderían espontáneamente que nosotros andábamos equivocados al creer que ciertos papelitos tenían poderes especiales. Para ellos, de hecho, no pueden ser otra cosa que papel. Y algo de razón tendrían. Nos pasamos media vida intentando acumular cuantos más, mejor. Fácilmente damos por descontado que el dinero da la felicidad o que al menos la facilita. Por dinero somos capaces de hacer casi cualquier cosa. El dinero doblega la voluntad de la mayoría de los hombres… En nuestro mundo, el dinero posee, sin duda, el aura de lo divino. El megamillonario tiene el poder de un dios. Esto es lo que creemos. Y porque lo creemos así, lo vemos así. Ahora bien, es innegable que, a pesar de lo dicho, para los hombres y mujeres de nuestro experimento mental, nunca ha habido dinero en realidad, sino una falsa creencia en su valor (al igual que espontáneamente nos decimos a nosotros mismos que nunca han habido dioses, sino en cualquier caso una falsa creencia en dioses). La pregunta es quién tiene razón —quién está más cerca de la verdad de los hechos—.
Ciertamente, podemos entender la manera de ver las cosas de quienes forman parte de un mundo sin dinero. Pero no podemos verlas como ellos. Y esto es importante subrayarlo: no todo lo que podamos entender podemos incorporarlo, literalmente, como visión. Para nosotros es indiscutible que hay dinero. No estamos equivocados cuando vemos un trozo de papel como dinero. Y si podemos decir que hay dinero y no tan solo una falsa creencia es porque lo que hay no depende solo de lo que haya ahí afuera, por decirlo así. Depende también de cómo lo vemos, esto es, de los presupuestos desde los que se determina una visión del mundo. Nadie ve nada con solo abrir los ojos. Nadie ve nada sin comprender, al menos hasta cierto punto, qué está viendo. No hay visión que no incorpore un cierto saber —no hay visión que no se integre en el marco de una cosmovisión—. Toda visión de las cosas que nos traemos entre manos posee una carga teórica, por emplear el término de NR Hanson. Con otras palabras, la interpretación —el de qué se trata— va con la visión. Las cosas que vemos no las vemos aisladamente, sino dentro de un contexto. Las cosas son lo que son en tanto que forman parte de un mundo. Dentro del mundo, todo está conectado. Una cosa remite a otra (y por eso podemos hablar de mundo; un mundo no es un saco). Así, cuando vemos, pongamos por caso, un martillo, vemos para qué sirve o cómo podría ser utilizado. Mejor dicho, cuando vemos un martillo, vemos también un clavo. De ahí que los hombres y mujeres de nuestro futuro imaginario no puedan ver como dinero lo que para ellos no es más que un trozo de papel. En su mundo, sencillamente, no hay dinero. Pero al igual que para nosotros es innegable que el dinero es más que un trozo de papel. Los del mundo futuro no están equivocados al creer que el dinero no es más que un trozo de papel. Se equivocan al creer espontáneamente que nunca lo hubo. Que nuestra relación con el dinero es una superstición. No lo es. Como no lo es nuestra relación con un martillo. De entrada, nosotros vemos un trozo de papel como dinero, no como si fuera dinero. Para nosotros, la interpretación de un trozo de papel como dinero se encuentra enquistada en la visión. Sin embargo, para ellos nuestra interpretación queda fuera de su visión, como si nosotros añadiéramos un valor a lo que, en sí mismo, no es más que trozo de papel. Nuestro ver como es para ellos, y no puede ser de otro modo, un ver como si. No pueden ver lo que nosotros vemos sencillamente porque su mundo no es el nuestro (y vicerversa). De ahí que entiendan nuestra relación con el dinero como si creyéramos, falsamente, que ciertos trozos de papel poseen un valor que como tales no tienen. Pero, como decíamos, nosotros no creemos que el dinero tenga valor porque así lo supongamos después de ver un trozo de papel. De entrada, vemos dinero, un trozo de papel como dinero. En cualquier caso, ellos no están más cerca de la verdad que nosotros.
Por consiguiente, no podemos responder a la pregunta acerca de lo que hay con independencia del mundo del que formamos parte. Esto es, no hay una posición privilegiada desde la que podamos ver qué son las cosas en sí mismas, al margen de nuestra comprensión. O por decirlo a lo bruto, no hay, literalmente, teoría. Como es sabido la palabra teoría, del griego θεωρία, apunta a la visión imparcial de una divinidad que contempla los asuntos humanos desde las gradas del espectador, es decir, imparcialmente, tal y como son en sí mismos, al margen de lo que nos puedan parecer. Ahora bien, no hay gradas desde las que, como un dios omnisciente, podamos desembarazarnos del velo de las apariencias, de los prejuicios desde los que se determina lo que nos parece que es como lo que es. Siempre vemos lo vemos desde el mundo al que pertenecemos. En cualquier caso, hay visiones que, al estar fuera del mundo que observan, parecen objetivas y, por eso mismo, pueden pasar como teorías. Sin embargo, no dejan de ser visiones particulares que colocamos en el lugar de las que tienen aquellos que pertenecen al mundo que observamos desde fuera, mejor dicho, desde otro mundo. Como subrayábamos antes, los hombres y mujeres de un hipotético mundo sin dinero no están más cerca de la verdad de los hechos cuando sostienen que nunca hubo en realidad dinero, sino tan solo una falsa creencia en su valor; que el dinero no es más que un trozo de papel. O al menos no están más cerca que nosotros. De hecho, acaso la única teoría posible sea la matemática. Pero la matemática, estrictamente, no es una visión. Nada humano sobrevive en la concepción matemática del mundo. En el mundo de la matemática —en la descripción matemática del mundo— tan solo hay estructuras, nadie que pueda ver algo como algo determinado.
Llegados a este punto alguien podría objetarnos que no siempre que nos encontramos ante algo sabemos de qué se trata. No sería la primera vez que topamos con algo que no sabemos qué es, aun cuando, ciertamente, podamos decir que es. Aquí da la impresión que baste con abrir los ojos para constatar la presencia de un algo. Por tanto, no parece que podamos sostener que no hay visión que no posea una carga teórica. Es verdad que cuando topamos con algo que no sabemos qué es lo primero que hacemos es intentar relacionarlo con lo que ya sabemos. Así, la primera vez que los comanches vieron un tren desplazarse por las llanuras de su territorio creyeron ver un caballo de hierro. La metáfora es el modo espontáneo de intentar comprender lo que, de entrada, no sabemos qué es. Pero puede darse el caso de que no encontremos la metáfora adecuada, que la cosa siga siendo un misterio. Sin embargo, no es cierto que en la visión de la cosa como un simple algo-otro-ahí no hayan presupuestos teóricos o conceptuales. Sin duda, lo que no hay son los presupuestos culturales que determinan una cosmovisión como tal. Pero de aquí no se sigue que no haya presupuesto alguno. De hecho, lo que damos por descontado cuando vemos cualquier cosa, incluso en el caso de que inicialmente no sepamos de qué se trata, es precisamente que se trata de algo que se encuentra fuera de nuestra mente. Esta es la creencia implícita que determina una visión como tal. No basta con abrir los ojos, por decirlo así, ni siquiera donde topamos con algo que no sabemos qué es, para ver algo como algo. Siempre que vemos algo lo vemos como algo-otro-ahí. Es lo que suponemos naturalmente cuando vemos lo que vemos. De ahí que estemos ante un presupuesto racional, el presupuesto que compartimos todos los que tenemos una mente por el mero hecho de tenerla. Si nuestra mente se estropeara, tendríamos sensaciones visuales, pero no veríamos nada. De hecho, los animales no ven nada, pues son incapaces de reconocer algo-otro-ahí en lo que ven. Reaccionan, ciertamente, ante los estímulos visuales que son capaces de procesar, pero estrictamente no ven nada. Ver es reconocer que cuanto vemos se encuentra de algún modo frente a nosotros. Y este reconocimiento se sostiene sobre lo que nuestra razón da por descontado, en última instancia, sobre el hecho de poder reconocernos como un yo. Pues si hay un yo, hay un afuera. Incluso nuestro cuerpo está, en cierto sentido, frente a nosotros. De lo contrario, ni siquiera podríamos intentar mejorar nuestro aspecto.
Ahora bien, precisamente porque se trata de una creencia que va con la visión —porque, aunque implícita, no deja de ser una creencia, un suponer que—, siempre cabe ponerla en cuestión. Esto es, de hecho, lo que hizo Descartes cuando se preguntó si podíamos estar absolutamente seguros de que hay un mundo exterior que se corresponda, al menos hasta cierto punto, con lo que vemos y tocamos. La pregunta, aun cuando sea poco razonable, tiene su qué, pues desde el punto de vista de la mera sensibilidad no hay diferencia entre el mundo real y uno virtual. En principio, cabe la posibilidad de que estemos dentro de una inmensa alucinación. Sin embargo, lo que no comprendió Descartes es que si hay mundo, no es porque lo veamos, sino porque en lo que vemos el carácter otro de lo real da un paso atrás, desaparece por decirlo así, en su mostrarse a una sensibilidad, en su aparecer o hacerse presente. Pero de esto hablamos en las próximas entregas.
acerca de lo que hay (1)
mayo 3, 2018 Comentarios desactivados en acerca de lo que hay (1)
Nadie discutirá que haya árboles, piedras o focas. Esto es, nadie discutirá que lo que hay es cuanto podemos ver y tocar, lo que aparece o se muestra a una sensibilidad. Sin embargo, supongamos que nos empequeñeciéramos hasta el punto de que tuviéramos la impresión de habitar en tierra de gigantes. ¿Seguirían habiendo árboles, piedras o focas? Sin duda, aunque enormes. Aquí tan solo habríamos cambiado de perspectiva, por decirlo así. Ahora bien, supongamos qué siguiéramos haciéndonos cada vez más pequeños hasta el punto de penetrar en la materia de cuanto tenemos delante. ¿Nuestra perspectiva sería otra? No estrictamente. Pues ya no veríamos ni árboles, ni piedras, ni focas. Todas estas cosas habrían desaparecido de nuestro campo de visión. De hecho, habríamos cambiado de mundo, pues vagaríamos por el interior de la materia como si esta fuera una variante del espacio interestelar. Los átomos serían algo así como estrellas o planetas dentro un cosmos prácticamente vacío. Evidentemente, porque habitaríamos el interior de la materia viniendo de otro mundo, tendríamos tan solo la impresión de que hemos cambiado de dimensión, pero no de mundo. Que en el mundo siguen habiendo árboles, mesas y focas, solo que no aparecen en la dimensión en la que tan solo hay átomos. Sin embargo, si hubiéramos nacido en esta otra dimensión, ni siquiera llegaríamos a imaginar la existencia de un mundo de árboles, mesas o focas. De hecho, si se nos preguntara qué hay probablemente diríamos que no hay más que puntos luminosos en medio de una inmensa oscuridad. Quizá sospecháramos de la existencia de otro mundo, pero no podríamos imaginar si quiera cómo podría ser. Los ácaros del polvo, pongamos por caso, quizá intuyan que hay un mundo superior (si es que son capaces de intuir algo). Pero solo podrían concebirlo análogamente al suyo. Como si el otro mundo fuera un mundo de superácaros o sin depredadores. De hecho, no pueden ver nada de nuestro mundo… en el que por otro lado están. No hay conexion entre los diferentes mundos posibles. Podemos ver los mundos que hay por debajo, como quien dice, pero no los que nos superan por entero, si es que los hubiera, aunque podemos sospechar que haberlos, haylos. Así, podríamos decir que hay una sola exterioridad —un único afuera—, pero unos cuantos mundos. Ahora bien, un mundo sin exterioridad es tan solo una alucinación de la mente. Pero una exterioridad sin mundo es un contenedor vacío. Por consiguiente, lo que hay siempre se da en la medida del sujeto de conocimiento —dentro del esquema de una determinada sensibilidad—. En tanto que no aparece, mejor dicho, en tanto que no puede aparecer, lo que queda fuera de esa medida o marco, sencillamente, no es. Pues cuanto es aparece de un modo u otro. No cabe que algo sea sin que pudiera ser de algún modo constatado, aunque sea indirectamente. Y, sin embargo, aun cuando no haya árboles para los ácaros, los hay para nosotros. Puede que haya más de cuanto podemos ver y tocar. Pero no para el hombre. Con todo, quizá deberíamos decir que solo es en verdad lo que queda fuera de esa medida y que por eso mismo se nos presenta como lo absolutamente otro, como el resto invisible de lo visible. Aunque no sepamos qué es o pueda ser en sí mismo, esto es, al margen de su mostrarse o aparecer, si es que se trata de algo que pueda ser en sí mismo. Pues lo que es no es tan solo lo que se muestra a una sensibilidad, sino lo que se muestra como algo en verdad otro. Algo real es algo otro que se hace presente. Pero lo cierto es que en su hacerse presente lo que se sustrae a la presencia es, precisamente, su carácter de algo enteramente otro. Pero de esto hablamos en las próximas entradas de esta serie.
nietzscheanas 49
abril 25, 2018 Comentarios desactivados en nietzscheanas 49
La verdad es metáfora, decia Nietzcshe, un esto como aquello. Mejor dicho, como si fuera aquello. Y efectivamente hay mucha lucidez en el diagnóstico. Pues decir es juzgar. Nada de cuanto nos traemos entre manos se nos da como algo químicamente puro. Lo que nos atrae poderosamente, también nos destruye. El amor puede incluso ahogarnos. El fondo que subyace a las palabras no es algo que quepa designar. Todo es continuo cambio, un eterno fluir, una oscilación. Algo de esto intuyeron quienes, en la Antigüedad, dijeron que la metamorfosis es la única ley. Incluso los dioses se transformaban. Sin embargo, el hombre necesita afirmar, una tierra en la que arraigar. El decir decanta la mezcla. Como clavar la mariposa en el corcho con un alfiler. O como el juez que dicta sentencia. Al proclamar la inocencia del hombre bueno, pongamos por caso, dejamos a un lado el fondo oscuro de su alma, el cual, sin duda, también se encuentra ahí. De este modo, estimar es desestimar (y viceversa). En última instancia, nuestro compromiso con la verdad es el síntoma de nuestra necesidad. Necesitamos decirnos quelas cosas son tal y como nos las decimos. Pero la designación, mejor dicho, la suposición metafísica que la sostiene, enmascara que en la designación —en el decir esto es así o asá— no hay más que un ojalá sea así. La esperanza —Nietzsche diría la fantasía— se encuentra enquistada en la constatación del presente. En cualquier caso, creer que el lenguaje es al fin y al cabo un invento del poeta confirma nuestro nihilismo epocal: nada por debajo de nuestras palabras (y menos si son grandes). Con todo, si Nietzsche pudo decir lo que dijo con respecto a la verdad es porque no hay, para Nietzsche, alteridad que valga, nada o nadie en verdad otro. Pues la verdad, antes que representación —antes que ficción— es el tener lugar de lo otro. Ahora bien, nada otro —o mejor dicho, nadie otro— tiene lugar sin desaparecer como tal, esto es, como eso —o aquel— que da un paso atrás en su aparecer o hacerse presente. El otro es el resto invisible de lo visible. Esto, sencillamente, es así. De ahí que la promesa que anida en el lenguaje no sea un simple desideratum de quien se encuentra arrojado al mundo, sino el reflejo de que hay presente porque el enteramente otro retrocedió en su hacerse presente. La verdad es acontecimiento. Y nada acontece sin que, en sí mismo, no acontezca, salvo como esa alteridad que perdimos de vista, precisamente, en su ofrecerse a una sensibilidad. Nada es en el presente. Pero de ello no se desprende que nada sea. Al contrario. El otro, en el presente, se revela como el ausente. Si la verdad ha llegado a ser el juicio del poeta es porque hace tiempo que dejamos de comprender que cuanto es tan solo puede dársenos como ese continuo diferir de lo visible y, por eso mismo, como un eterno porvenir o, si se prefiere, como la posibilidad de la extinción. Cuando menos, porque la irrupción del otro como tal suspende la sucesión de los días.
nietzscheanas 48
abril 21, 2018 Comentarios desactivados en nietzscheanas 48
Según Nietzsche, sentido y valor van de la mano. De ahí que la muerte de Dios afecte tanto a uno como a otro. Por defecto, creemos que cuanto nos traemos entre manos tiene sentido, si encarna lo que vale en verdad, lo que permanece al margen de la erosión. Y lo que vale en verdad se encuentra, en principio, por encima de nuestras cabezas, más allá de las medias tintas de lo que tan solo sucede. Desde esta óptica, un sentido no deja de ser un encaje. Así, decimos que las piezas de un puzle adquieren un sentido cuando encajan en lo que debe ser, el modelo, el paradigma. Ahora bien, no tengo claro que pueda haber un sentido para el yo. A diferencia de las focas o las piedras, un yo existe, esto es, se halla desencajado del sí mismo con el que por otra parte se identifica (aunque, por eso mismo, pueda de hecho identificarse). Las focas o las piedras no existen. Son. Así, supongamos que el sentido de nuestra existencia consistiera en limpiar nuestras almas para que, una vez purificadas, pudiéramos acceder a la otra dimensión. Como el feto tiene que madurar para nacer. Probablemente, si siguiéramos siendo un yo —y deberíamos seguir siéndolo, si es que la otra vida constituye un sentido para nosotros—, difícilmente podríamos evitar preguntarnos si acaso eso es todo. Un yo nunca se encuentra a sí mismo en donde está. No hay mundo que valga para quien existe. Para el yo, un todo es el aún no todo. O como decía Hegel, el yo no deja de ser una conciencia insatisfecha, alguien al que le falta en definitiva ser. El yo habita en la escisión. La totalidad, para el yo, inevitablemente limita con la nada. Y la nada supone la impugnación de las pretensiones de la totalidad. Sin embargo, de ahí no se desprende que no pueda haber valor para el yo. Al contrario. Precisamente, porque no hay sentido que pueda valer para el hombre, la vida se carga con el valor de lo extraordinario, en última instancia, del don. La vida nos ha sido dada desde el horizonte de la nada y, por eso mismo, posee el aura de lo sagrado, del milagro. El valor de lo sagrado, al fin y al cabo, de lo enteramente otro se halla fuera del mundo, de cualquier mundo, incluso del sobrenatural (si es que lo hubiera). Pues un mundo es el ámbito de lo que admite un trato, y nada sagrado —nada en verdad otro— lo admite. Hay demasiado saber en el sentido de tot plegat como para que pueda sobrevivir el halo de la alteridad. Vivimos en un estado de excepción. Y el saber, aun cuando sea hipotético, en tanto que supone situar nuestra existencia dentro del marco de lo general, suprime el carácter excepcional del milagro. En última instancia, suprime la alteridad. Pues un saber siempre reduce el carácter otro de cuanto aparece a los límites del lecho de Procusto que es, en definitiva, el sujeto del saber. La alteridad es, por definición, el resto invisible de lo visible, lo que necesariamente queda fuera de lo que llegamos a ver del otro. La alteridad no encaja en ningún saber o sentido. Nos equivocamos, pues, donde creemos que la existencia se sostiene sobre el sentido de la totalidad. No hay otro sostén que el milagro. Y donde hay milagro seguimos con las manos vacías. De ahí que, como hombres y mujeres, no podamos hacer mucho más que intentar preservar de la degeneración la vida que nos ha sido dada —la nuestra y la de nuestros prójimos— en el mientras tanto del presente. El origen del mandato al que nos encontramos sujetos como humanos no es, por consiguiente, el resentimiento, sino la nada sobre la que se erige la excepción. El resentimiento quizá pueda explicar una psicología moral, pero en modo alguno justificar el tener que guardar el carácter sagrado de la vida de, pongamos por caso, nuestros hijos. Ciertamente, sin alteridad el deber no deja de ser una reacción. Y la psicología es lo que nos queda donde no hay alteridad que valga. Pero si hay alteridad —que la hay—, entonces el deber es un tener que responder. Tan solo es cuestión de caer en la cuenta, más allá de los sucios motivos que puedan impulsarnos inicialmente a obedecer al imperativo del sacerdote ejemplar.
nietzscheanas 47
abril 6, 2018 Comentarios desactivados en nietzscheanas 47
Quienes saben que significó originariamente la palabra Dios, entienden que la relación del hombre con Dios es análoga a la que pueda mediar entre el hombre y el ácaro del polvo. Un ácaro ni siquiera puede concebir qué pueda ser nuestro mundo. Es verdad que, en el caso de que intuyera nuestra presencia, podría tomarnos por dioses. Pero se equivocaría. Aun cuando seamos superiores estamos lejos de ser inmortales. De ahí que la pregunta no es si existe Dios o no, sino en el caso de existir podría reconocerse a sí mismo como Dios. Pues que Dios sea Dios no depende de que a nosotros nos lo parezca. De hecho, Nietzsche no iba desencaminado cuando veía en el monoteísmo bíblico la raíz de nuestra actual dificultad con Dios. Pues lo cierto es que bíblicamente Dios no aparece como dios. En verdad, es el Dios que se echa en falta. Desde una óptica tópicamente religiosa, resulta desconcertante que los capaces de Dios sean, precisamente, los que no parece que cuenten para ningún dios, los desestimados por el mundo, los sin Dios. No parece, por consiguiente, que YWHW sea homologable a las divinidades tutelares del paganismo. La fe, a diferencia de la suposición religiosa, está a un paso del ateísmo. Ahora bien, si el creyente no cae en él es porque permanece a la espera de Dios, de su definitiva intervención, en última instancia, a la espera de la redención de Dios. De ahí que tan solo puedan encontrarse cabe Dios aquellos que, de tan hundidos en la miseria, no son mucho más que su invocación de Dios. Quienes aún confiamos en nuestra posibilidad no podemos honestamente creer. En cualquier caso, el lugar de Dios lo ocuparán aquellas imágenes de Dios que satisfacen nuestra necesidad de dios. Sin embargo, lo más desconcertante con respecto a este asunto no es lo anterior, sino la confesión que proclama que Dios se hace presente como aquel que fue crucificado en su nombre. Que la caída de Dios en la cruz —que Dios tenga el rostro desencajado del que murió como un apestado de Dios— no nos escandalice ya es de por sí el síntoma de lo alejados que estamos de comprender de qué hablamos cuando hablamos de un dios. Tenía razón Hegel cuando dijo que con el paso del tiempo la verdad termina siendo otra cosa. Por tanto, quizá no sea casual que nuestro fácil ateísmo, como viera Nietzsche, sea el producto lateral del cristianismo. Pues un Dios cuyo quien es un crucificado en su nombre no puede valer como un dios al uso. Una delgada línea une la muerte de Dios en la cruz con la contemporánea muerte de Dios. Sencillamente, un Dios no puede amar a los hombres —sacrificarse por ellos— sin dejar de ser un dios.
Protegido: ¿posee Marina un alma oscura?
febrero 24, 2018 Comentarios desactivados en Protegido: ¿posee Marina un alma oscura?
Locke y el constructivismo moderno
febrero 8, 2018 Comentarios desactivados en Locke y el constructivismo moderno
No es casual que hoy en día digamos, siendo intelectualmente sofisticados, que la idea del otro como tal —en términos técnicos, la idea de sustancia— es de hecho un constructo mental, el resultado de integrar sensaciones diversas como si fueran relativas a un algo subyacente. Ese algo sería, por tanto, un supuesto de la mente, literalmente, algo puesto por debajo. Sin duda, no hay experiencia directa de ese algo como tal, esto es, del algo con independencia de su mostrarse a una sensibilidad. En este sentido, tan solo hace falta imaginar que tuviéramos dañada la zona de nuestro cerebro que se encarga de asociar los sonidos a las sensaciones visuales y táctiles para caer en la cuenta de que habitaríamos otro mundo, un mundo de cuerpos silentes. Oiríamos voces, pero estarían en el aire. Del lado del sujeto del conocimiento, no hay, por consiguiente, alteridad que valga. Sin embargo, la experiencia de la alteridad nunca fue sensible, por decirlo así. Al contrario, esa experiencia es la de una falta fundamental. El otro se da precisamente, en el modo de la ausencia. En realidad, es lo que no experimentamos en lo que experimentamos del otro, el hueco que constituye la experiencia del otro como tal. Antiguamente, esa falta era el prius de la experiencia misma de lo real, en modo alguno un constructo, una suposición de la mente. Podríamos decir que los avances de la modernidad se sostienen sobre una modificación del sujeto, al fin y al cabo, sobre un empobrecimiento del sujeto de la experiencia. Pues no es el mismo sujeto el que se comprende a sí mismo en relación con una ausencia originaria que aquel que da por sentado que él es el principio y fundamento de la presencia. La alteridad, en definitiva, solo puede ser constatada, precisamente, como la extrañeza radical que interrumpe nuestra existencia, sacándola de los muros de nuestras certezas.
nietzscheanas 46
septiembre 12, 2017 Comentarios desactivados en nietzscheanas 46
Si Dios existiera, se preguntaba Nietzsche, ¿cómo soportaría no ser Dios? Cierto. Que no tengamos esta reacción con respecto a Dios, sino solo con respecto a los nobles, por decirlo en los términos de Nietzsche, no significa que no anide en lo más profundo del alma humana. Si nos nos atrevemos con Dios es por costumbre o deformación profesional. En esto, como tantas veces, Nietzsche resulta ser más lúcido que la mayoría. En cualquier caso, que a Nietzsche le resultara insoportable no ser como Dios, no tiene que ver tanto con su particular carácter como con nuestra situación de arrojados al mundo. Pues, ¿acaso no renegamos de Dios por querer ser como él? No hay creencia que pueda ocultar nuestro resentimiento. Pues el dios de nuestros supuestos acerca de Dios no deja tener el rostro del hombre que quisiéramos ser. Tras la caída, Dios sencillamente fue dejado atrás como nadie, como el Yo que se quedó sin imagen en la que reconocerse como Dios. Nietzsche habría podido ahorrarse el aforismo, si hubiera sabido que Dios dejó de tener un presente con el repudio de Adán.
la dicha aristocrática de Mill
junio 11, 2017 Comentarios desactivados en la dicha aristocrática de Mill
Mill, como es sabido, decía que prefería ser un Sócrates satisfecho a un cerdo satisfecho. Y creía que esta preferencia era, en el fondo, la que anidaba en el fondo de cualquier hombre o mujer. Ciertamente, Mill también dijo que, para descubrir lo que en definitiva queremos, era necesario recibir una buena formación. Pero una cosa no quita la otra. De hecho, Mill escribió lo anterior a propósito de la crítica que solía hacerse a un utilitarismo de trazo grueso, según la cual, si admitimos la concepción de la felicidad que dicho utilitarismo maneja, no cabía algo así como una crítica de nuestras preferencias o deseos. Si la felicidad consiste tan solo en poder realizar cuanto deseamos, siempre y cuando esto no impida que otros puedan a su vez realizarlo, entonces no parece que tengamos nada qué decirle a quien prefiera vivir como un cerdo. Y Mill, de formación clásica, creía que algo tendríamos que poder decirle a quien decidiera dedicar su vida a revolcarse gozosamente en el fango. Sin embargo, lo críticos de Mill le achacaron que, aun cuando sobre el papel prefiramos, como quien dice, ver The Wire, al final nos pasamos las tardes enchufados a Sálvame, incluso donde somos sensibles a las bondades de la serie de David Simon. Es como si los hombres solo pudiéramos ser felices en la distracción. De ahí que la dificultad de fondo de la concepción utilitarista de la felicidad quizá resida en comprenderla en los estrictos términos de una satisfacción. Pues puede que la felicidad se halle más allá de la disyuntiva entre satisfacción e insatisfacción. Puede que una vida digna consista en terminar aceptando la escisión entre lo que deberíamos querer y lo que, de hecho, preferimos. Al fin y al cabo, el hombre es, en gran medida, esto: un aspirar a lo que probablemente no nos pertenezca.
política y moral en las sociedades complejas
mayo 25, 2017 Comentarios desactivados en política y moral en las sociedades complejas
nietzscheanas 45
mayo 8, 2017 Comentarios desactivados en nietzscheanas 45
Hay en Nietzsche una fascinación de fondo por la inocencia, la belleza animal de la existencia noble. Es desde esta fascinación, no cuestionada, que Nietzsche postula el resentimiento como el origen, abyecto, de la moral cristiana. Es muy posible que él mismo experimentase en sí mismo la incapacidad para aceptar sin denigrarlo el candor infantil de una existencia que no es mucho más que la expresión de una vida no tutelada por el juicio de Dios. La inocencia es tan disfrutable como cruel. El noble, como el niño, se encuentran más allá del bien y el mal porque lo ignoran. Y así son capaces tanto de jugar con el amigo como de asestarle un golpe mortal. Como sabemos, para un niño, lo bueno es simplemente lo que le gusta —lo que le hace sentir bien. En este sentido, el niño y el noble son unos sinvergüenzas y, por consiguiente, unos inconscientes. Pues la conciencia nace como un rechazo de sí, como conciencia de quien se avergüenza de sí mismo —de su aspecto, de su falta de poder. En este sentido, tiene razón Nietzsche cuando dice que los dioses no pueden existir, pues si existiesen, él no podría soportar no ser un dios. Un dios es, precisamente, lo que un hombre no puede soportar. Ahora bien, por eso mismo, podríamos preguntarnos si acaso el pensamiento de Nietzsche no es víctima del mito. Acaso, su idea de una existencia más allá del bien y el mal ¿no será una ficción al servicio de la deconstrucción de la moral cristiana? ¿No será el orgullo propio de la existencia noble en realidad una máscara? Puede que la denuncia judía obedezca en un primer momento al resentimiento, a la rabia que el esclavo siente hacia una vida no sujeta al dictamen moral. Pero de ahí no se desprende que no dé en el clavo. Creer lo contrario supone pecar de empirismo —creer que la verdad de una creencia reside en las condiciones de su aparición, confundir la lógica del descubrimiento con la de la contrastación, como decía Popper (y Kant antes que él, aunque con otros términos). Aunque, al fin y al cabo, puede que el pensamiento de Nietzsche nos haga caer en la cuenta de la disyuntiva en la que nos hallamos. Pues o bien el hombre se encuentra sujeto a una falta de alteridad y, por consiguiente, llamado al encuentro con el otro; o bien se encuentra sujeto a una vida sin juicio y, por tanto, sin alteridad que valga. Y si se trata de esto último, entonces no hay diferencia entre el mundo y un mundo virtual —entre una mujer y una muñeca hinchable. Un noble no deja de jugar al solitario —no deja de ser un onanista. Tenía razón Lou Andrea Salomé cuando decía que Nietzsche era el profeta de una humanidad sin prójimo.
nietzscheanas 44
abril 25, 2017 Comentarios desactivados en nietzscheanas 44
Nietzsche sostiene que no hay algo así como la verdad. La cuestión de la verdad no es la cuestión del criterio de verdad, aquel que, de satisfacerse, asegura la correspondencia entre nuestras representaciones y los hechos, sino la cuestión de a qué interés sirve nuestra verdad. El amor a la verdad —la filosofía— no es inocente. Por debajo de la verdad siempre hay la oscura intención de servirnos de la verdad. La verdad es, por decirlo así, metáfora. Al apuntar a lo real, el enunciado verdadero indica, aunque ocultándolo, el hecho de que se trata de otra cosa. Word is sword que decía Shakespeare. El propósito de la creencia verdadera es convencer, y el convencer siempre implica un vencer. El uso del lenguaje es, en cualquier caso, retórico. El lenguaje no se halla al servicio de la verdad, sino al del combate. No es posible trascender la perspectiva determinada por el interés. Y el interés, en última instancia, es la expresión de una voluntad de poder. Así, la distinición entre lo real y lo aparente, el punto de partida de la metafísica, es lo que necesita el esclavo para decirse a sí mismo que el noble no es lo que parece: que, en el fondo, el noble es tan débil —tan frágil— como los demás. Que su belleza, su fortaleza es una máscara. No hay algo así como una realidad por descubrir bajo el velo de las apariencias (y, por consiguiente, no hay algo así como las apariencias). No hay realidad que nos permita decidir entre perspectivas diferentes. Cada perspectiva es, literalmente, un mundo. O lo que viene a ser lo mismo, mundo y cosmovisión son dos caras de una misma moneda. Hay tantos mundos como visiones del mundo. Y una visión del mundo se halla determinada por su prejuicio fundamental, por aquello que se da por descontado. Así, pongamos por caso, lo que da por sentado la visión científica del mundo es que el mundo es homogéneo, esto es, que no hay dos mundos cualitativamente diferenciados. En cualquier caso, pueden haber dimensiones desconocidas, y esto es algo que podemos fácilmente suponer. Pero esas dimensiones desconocidas no constituyen una genuina trascendencia —no están habitadas por ningún Dios. Así, creemos que aquel que ingiere una dosis de LSD no entra propiamente en otro mundo, sino que sufre una alucinación. Desde nuestros prejuicios o presupuestos no hay otro mundo en el que entrar. En cambio, un antiguo chamán hubiera aceptado que ve lo que ve porque se ha tomado peyote. Pero hubiera añadido que solo porque toma peyote puede cruzar la puerta que nos separa del más allá. Si ve lo que ve es porque hay algo que ver. En su mundo se da por descontado que hay, precisamente, otro mundo, como hoy en día damos por descontado lo contrario. No hay modo de determinar desde un punto de vista exterior o imparcial cuál de las dos cosmovisiones está en lo cierto. Como decíamos, mundo y cosmovisión van de la mano. No hay mundo objetivo por debajo de las diferentes cosmovisiones que podamos describir con independencia del prejuicio que determina una visión del mundo. Ambas cosmovisiones son incomensurables. Hay una ruptura epistemológica entre su mundo y el nuestro. En este sentido, no hay visión que no posea una carga teórica. Ver es, en cualquier caso, ver como. Ver es saber qué se está viendo. Y este qué está determinado por el apriori del prejuicio, el cual está, como decíamos, al servicio de un interés. Así, la visión científica del mundo, la cual pasa por objetiva, no pretende otra cosa que el dominio técnico del mundo. Pues donde no hay nada sagrado —nada que represente una supuesta trascendencia— todo es susceptible de ser explotado. Incluso donde nos encontramos frente a algo que no sabemos qué pueda ser, lo que sí sabemos, cuando menos, es que se trata de algo otro ahí. Podríamos decir que la interpretación va con la visión. Todo se nos da de un modo particular. Y el modo de ser, en último término, se encuentra determinado por lo supuestos de una cultura o época. De ahí que Nietzsche diga que Dios ha muerto y no simplemente que ahora nos hemos dado cuenta de que Dios no existe —y nunca ha existido. Que Dios haya muerto significa, por tanto, que en nuestro mundo Dios no tiene cabida como Dios. Pues aun en el caso de que topáramos con el creador, este no sería mucho más que una inteligencia creadora. No hay diferencia formal entre un Dios creador, tal y como lo entiende habitualmente un creyente, y un extraterrestre que se hubiera entretenido creando nuestro mundo por aquello de experimentar.
nietzscheanas 43
abril 18, 2017 Comentarios desactivados en nietzscheanas 43
Lou Andrea Salomé dijo una vez que Nietzsche era el profeta de una humanidad sin prójimo. Probablemente, diera en el clavo. Pues donde no cabe alteridad —donde todo se da según la medida del yo; donde lo real es antes que nada mis representaciones de lo real; donde la exterioridad es, de entrada, algo por demostrar—, la conducta moral de un sujeto solo puede entenderse como una reacción a estímulos. Sin otro que valga, el hombre es una máquina biológica compleja. Así la compasión, pongamos por caso, no sería más que un dejarse llevar por el sentimiento que provoca nuestra capacidad para ponernos en la piel del que sufre, teniendo en cuenta que si creemos que debemos compadecernos del que sufre es porque esa inclinación ha sido socialmente aplaudida. En cualquier caso, lo dicho: aquí, desde el punto de vista de Nietzsche, no habría más que reacción y una reacción, provocada, en último término, por el resentimiento. La compasión sería la inclinación propia del esclavo, cuando menos porque quien se compadece no puede evitar sentirse por encima. La compasión alivia el sentimiento de inferioridad del esclavo. Quien reacciona —quien se deja llevar por su inclinación— no ve al otro como realmente otro, sino como el motivo de su reacción. Pues, el otro en verdad es la alteridad de quien tienes delante y que, por eso mismo, no es integrable en el marco de una sensibilidad. La alteridad del otro es, por definición, inalcanzable, pues el carácter otro del otro siempre se muestra como un no acabar de ser lo que aparentemente es y podemos asimilar, su aspecto. En tanto que inalcanzable, el otro es superior. La alteridad se revela como la superioridad del indigente. El otro es aquel cuya vida debe ser preservada a cualquier precio. Así, un sujeto o bien se encuentra sujeto al otro, o bien a las exigencias que emanan de su receptividad y que hacen que la alteridad quede reducida a mera representación de la alteridad. No hay alteridad que valga para quien se encuentra sujeto a sí mismo. Para quien no es mucho más que su reacción, el que sufre no es aquel que nos juzga, aquel de cuyo juicio depende el sí o el no de nuestra entera existencia. Ciertamente, nos podemos sentir mal por pasar de largo, pero no condenados. Para que nos comprendamos sub iudice es necesario que el otro sea, como decíamos, nuestro superior —o, por decirlo en cristiano, aquel que ocupa el lugar de un Dios en falta. En última instancia, tan solo hay encuentro con el otro cuando te hallas en sus manos, cuando el otro, en tanto que indigente, es tu Señor, aquel al que le debes una respuesta. No hay, por tanto, encuentro sin culpa —sin un estar en deuda con aquel que padece una falta de ser. Y ello porque, en definitiva, la vida nos ha sido dada desde el horizonte de la nada de Dios.
nietzscheanas 42
abril 6, 2017 Comentarios desactivados en nietzscheanas 42
Antigüamente, las denominadas bajas pasiones eran lo extraño —la bestia que exigía ser dominada—. Así, fácilmente se hablaba en términos de demonios. Como si una fuerza de otro mundo hubiera poseído a quien daba rienda suelta a su instinto. Al menos, para las élites educadas. Hoy en dia, en cambio, gracias a Nietzsche y a Freud, no casualmente lector del primero, el sujeto se comprende en relación con lo desgradable de sí mismo —con el polvo que hay por debajo de la alfombra. Lo elevado es, sencillamente, un espejismo, una excusa, una máscara. La degradación del hombre se entiende como una revelación de su verdadera naturaleza. Los demonios han pasado a ser una superstición. Es lo que tiene la muerte de Dios.
nietzscheanas 41
abril 9, 2016 Comentarios desactivados en nietzscheanas 41
Una vida sin sentido es una vida que no se dirige hacia ninguna meta, una vida devaluada. Nietzsche tiene razón cuando dice que el sentido de la vida —la fuente del valor— es, por definición, exterior a la vida misma. Si lo que nos traemos entre manos significa algo es porque representa, al menos en cierta medida, lo que vale en verdad. Y lo que vale en verdad —lo paradigmático— siempre se encuentra por encima de nuestras cabezas, como quien dice. Por eso, cuando no hay cielo que valga —cuando lo paradigmático deviene ficción—, la vida queda sin valor, sin nada que encarnar. Sin embargo, llevándole la contraria a Nietzsche, podríamos decir que, precisamente, porque la vida no tiene sentido —o, quizá mejor, porque no poseemos el sentido de la existencia—, la vida se carga con un valor infinito. Las grandes preguntas —qué hacemos aquí, de qué va todo esto— permanecen sin respuesta. Pero, precisamente por ello, la vida que nos ha tocado en suerte deviene una excepción, un milagro. La vida no puede valer para quien supone que la vida verdadera se encuentra más allá de los límites de la vida —para quien da por hecho que la muerte es simplemente una puerta de entrada a la existencia bienaventurada. De ahí que quizá la sensibilidad bíblica esté más cerca de Nieztsche que de la religión, cuando rechaza de plano que el sentido de tot plegat esté en manos del hombre —que el hombre pueda conocer el sentido de sus actos—. Sin embargo, y a diferencia de Nietzcshe, la sensibilidad bíblica dará un paso al frente al defender que, debido a la falta de sentido —al hecho de que la última palabra no la pronuncia el hombre, sino un Dios que está por ver— la vida, más aún la vida más débil, la vida del que no cuenta para la vida, se carga con el aura de lo sagrado. Así, puede que la vida ingénua —la vida que se siente tan segura con sus ficciones— esté más alejada del valor que aquella que se queda sin palabras ante el interrogante de la muerte.
nietzscheanas 40
abril 9, 2016 Comentarios desactivados en nietzscheanas 40
El nihilismo no puede esperar ningún novum de la historia. El nihilista no puede aguardar nada nuevo, sino solo el eterno retorno de lo mismo. El futuro es, así, una repetición de lo que la vida siempre ha sido, una historia contada por un discapacitado mental, llena de ruido y furia, sin significado alguno. El nihilista niega la posibilidad misma de un acontecimiento. Ciertamente, los hombres pueden seguir esperando que algo extraordinario tenga lugar en sus vidas —que, en el futuro, el Otro irrumpa en su gris existencia— y, quizá, en tanto que perseveran en su humanidad, no puedan dejar de hacerlo. Pero para quien sufre la mordida del nihilismo, esta esperanza solo puede darse como ilusión. De ahí que en vez de lo nuevo, los hombres, dejados de la mano de Dios, tengan que contentarse con su sucedáneo: la novedad. La sensibilidad religiosa se equivoca cuando cree opornerse al nihilismo con una esperanza que se sostiene únicamente sobre nuestra necesidad de sentido, como si la irrupción de lo nuevo fuese algo que podemos esperar simplemente porque somos en gran medida esa esperanza. Quizá el cristianismo demuestra ser más perspicaz que la típica sensibilidad religiosa cuando sostiene la esperanza en el hecho de que lo nuevo ha tenido lugar en la cavidad de un sepulcro vacío —que la razón de la esperanza reside en que lo nuevo ha tenido efectivamente lugar dentro de la historia. Pero, por eso mismo, acaso Nietzsche esté en lo cierto cuando dice que lo nuevo solo puede darse en verdad como algo que los hombres no pueden honestamente esperar —como el acontecimiento imposible en el que los hombres no pueden creer. Lo nuevo en verdad o es increíble o es más de lo mismo, bajo el oropel de lo nuevo. Por eso, el cristianismo moderno se dispara al pie cuando hace de la resurrección una simple interpretación, una exposición, en lenguaje mítico, del significado de la cruz. Esto es, cuando renuncia, en aras de una mayor inteligibilidad, al carácter histórico de la resurrección. Ahora bien, la paradoja sigue ahí, pues que lo nuevo solo pueda tener lugar como el acontecimiento en el que no podemos sensatamente creer, nos obliga a decir con Kafka que quizá haya esperanza, pero, en cualquier caso, no para los hombres.
nietzscheanas 39
abril 5, 2016 Comentarios desactivados en nietzscheanas 39
Si Dios ha muerto, entonces la pregunta por la existencia de Dios deja de tener sentido. Así, la pregunta no es si Dios existe o no, sino si, en el caso de existir, aún podríamos admitirlo como Dios. Pues, efectivamente, aun en el caso de que existiera una mente creadora, nuestra posición con respecto a ella ya no podría ser la de quienes se doblegan ante ella. Una mente creadora, para el sujeto de la modernidad, no es más que una mente creadora, algo que todavía, aunque se trate de su vértice, pertenece al mundo como para que merezca nuestro estupor. De existir dicha mente, nuestro mundo sería algo parecido al de Mátrix, en modo alguno un mundo sometido al Dios del séptimo día —al Dios que hace posible el mundo, precisamente, con su desaparición. De hecho, la pregunta por la existencia de Dios es una pregunta que, bíblicamente hablando, es implanteable. Y no porque su existencia se dé, bíblicamente, por descontada, sino porque lo que en los textos bíblicos se da por descontado es, de hecho, la realidad de Dios. Y es que, bíblicamente, la realidad de Dios no se comprende en los términos de algo que existe —el Dios bíblico carece de entidad—, sino en los términos de algo que tuvo que dejarse atrás para que sea posible el hombre. Dios, bíblicamente, es el que aparece como el desaparecido. Dios, en tanto que fue, es el que está por ver —el por-venir mismo de Dios. El mundo es creación en la medida en que de-pende de Dios. Ahora bien, esta dependencia no debe entenderse en un sentido físico o instrumental: el mundo depende de Dios en la medida en que el mundo permanece pendiente de Dios. Dios es lo siempre pendiente del mundo. En este sentido, el cristianismo gira alrededor de esta revelación y, quizá por eso mismo, Nietzsche vio con más claridad que muchos creyentes hoy en día que el cristianismo es la religión de la muerte de Dios. Es por eso que, siguiéndole la pista a Nietzcshe, podríamos decir que la razón última del nihilismo contemporáneo hay que buscarla en el Gólgota. Pues la Cruz suprime la posibilidad de una trascendencia típicamente religiosa, una trascendencia que se muestra como ese otro mundo que constituye la norma, el paradigma del mundo que nos ha tocado en suerte. Así, en tanto que herederos de dos mil años de cristianismo, si se demostrara la existencia de otro mundo, nada habríamos avanzado con respecto a Dios. En cualquier caso, habríamos descubierto una nueva América, esto es, en cualquier caso nos veríamos obligados a desplazar las fronteras del mundo, pero en modo alguno podríamos decir que hemos hallado una última verdad, una realidad última. Pues lo último —Dios mismo— y mientras haya mundo es, como decíamos, lo que permenece siempre pendiente del mundo, no algo de otro mundo, sino lo otro del mundo.
meditaciones cartesianas (11)
abril 4, 2016 Comentarios desactivados en meditaciones cartesianas (11)
Que las Meditaciones metafísicas poseen un carácter circular se observa claramente donde caemos en la cuenta de que el argumento del sueño —el argumento sobre el que pivota el giro copernicano que inaugura en gran medida la modernidad— presupone lo que conluye. Pues dicho argumento depende de que el sueño se comprenda, precisamente, como una alucinación en vez de como revelación —como señal de otro mundo—, que es como se comprendía el sueño en la Antigüedad. Así, contra las apariencias que impone el uso retórico del argumento, no es que tras el argumento del sueño pueda sospechar que quizá no haya ningún mundo exterior y que, por tanto, sea solo una mente que segrega mundos o, mejor dicho, representaciones del mundo, sino que, en el momento en que me situo en el centro de la experiencia del mundo, mis representaciones pueden ser objeto de sospecha. Quizá tenga razón Feyerabend al sostener que la razón es menos neutra de lo que le gustaría admitir. O, por decirlo con otras palabras, si creo que hay razones que permitan sospechar de la existencia misma del mundo es porque, de entrada, afirmo que puede que no haya mundo, contra la evidencia del sentido común. La sospecha escéptica depende, pues, de una tesis dura sobre la existencia del mundo. Es decir, si cabe la sospecha es porque el sujeto ya no se encuentra a sí mismo como aquel que depende de un alteridad. Y esta situación no es algo que, ciertamente, se deduzca del ejercicio mismo de la razón.
about Mill
abril 2, 2016 Comentarios desactivados en about Mill
John Stuart Mill defiende lo que, para muchos hoy en día, ha llegado a ser un lugar común: que los hombres solo pueden ser felices donde tienen libertad para elegir ser felices… según crean. El punto de partida es que la cuestión de la felicidad es una cuestión que permanece esencialmente abierta. No hay aquí una última palabra. Así, hay quienes creen que la felicidad pasa por entregarse en cuerpo y alma a una gran causa y quienes creen, pongamos por caso, que solo podrán ser felices si consiguen triunfar como brokers. Por consiguiente, la cuestión política sobre cómo pueden convivir sensibilidades muy distintas no se resuelve en relación con una determinada concepción del Bien o, como suele decirse, de la vida buena. El argumento de Mill, a simple vista, parece irrefutable: si los hombres tuvieran que elegir entre permanecer fijados de por vida a aquella concepción de la vida buena en la que creen o poder cambiar de parecer en el futuro, se decantarían casi sin pensarlo por la segunda opción. Por eso, según Mill, la felicidad pasa, como decíamos, no tanto por un determinado camino, sino por la posibilidad de elegir el camino. Nadie puede ser en verdad feliz donde se le impone una cierta idea de cómo vivir…aunque ésta fuera, es un suponer, la correcta. Sin embargo, cabe añadir un par de notas a pie de página al respecto. En primer lugar, no está claro que los hombres nos decantáramos por la segunda opción, si nos viéramos obligados a elegir. Ciertamente, no hay quien quiera renunciar a su libertad. Pero esto de la libertad podemos entenderlo de dos maneras distintas. En un primer sentido, que es el de Mill, la libertad se entiende grosso modo como la posibilidad de realizar nuestras preferencias o deseos. Esta libertad sería, por decirlo así, la libertad del consumidor. Sin embargo, también podemos entender la libertad como hacer lo que uno quiere. Aparentemente se trata de lo mismo, pues inicialmente creemos que queremos lo que deseamos intensamente. Pero, en el fondo, no se trata lo mismo. Pues cuando uno quiere algo en verdad, se ata al mástil, por decirlo así. Esto es, renuncia, al menos durante un plazo, a cambiar de parecer. Precisamente, porque sabe que los deseos van y vienen, quien quiere, pongamos por caso, dedicarse al violoncello, fácilmente se comprometerá a estudiar unas cuantas horas diarias, desestimando las otras opciones… que, puede darlo por hecho, le parecerán más tentadoras, sobre todo cuando constate que el violencello se le resiste. O, por decirlo con otras palabras, la libertad también puede entenderse como la decisión de permanecer fiel a una opción. Hablamos aquí, por decirlo a la kantiana, de la autonomía, de un imponerse a sí mismo una Ley, al fin y al cabo, hablamos de la fuerza de voluntad. De hecho, se trata de la libertad más genuina, pues, en tanto que nadie elige su propio deseo —en tanto que el deseo es como un implante—, nadie es en verdad libre en relación con su deseo, aunque, sin duda, creamos que somos libres cuando podemos llevarlo a cabo. En segundo lugar, podríamos también introducir otra nota a pie de página con respecto a la noción misma de felicidad. Para el utilitarismo moral, la felicidad se entiende como un poder realizar el propio deseo, con la única restricción de que dicha realización no impida la de los demás. Así, desde esta óptica no parece que quepa una crítica del deseo. Si alguien cree que será feliz como jugador de la play, no parece que podamos decirle nada al respecto. Ahora bien, desde una óptica clásica —desde una óptica como la de Platón, pongamos por caso—, no cualquier deseo conduce a la felicidad. Esto es, nos equivocamos donde creemos que cualquier deseo puede hacernos felices. En realidad, el destino de lo útil, por emplear los términos de Mill —el destino de todo aquello que nos satisface— es ser desestimado. Tarde o temprano, nuestros juguetes acaban en el container. Solo el deseo del alma, por decirlo a la platónica, solo aquello que reclama nuestra voluntad puede colmar una vida humana. Mill, con todo, era consciente de esta dificultad. De ahí que dijera que, en el fondo, los hombres, si recibían una adecuada formación, acabarían por darse cuenta de que en verdad preferían ser unos Sócrates insatisfechos que unos cerdos satisfechos. Sin embargo, uno puede sospechar que es difícil recibir una adecuada formación sin imponer una determinada concepción del bien, de lo que debe desearse en verdad. Sin duda, alguien podría decir sinceramente que es feliz dedicando su vida a jugar a la play. Es decir, no parece que podamos decirle fácilmente que su vida es un error. Sin embargo, sí que podríamos decirle que su horizonte vital es el propio de un niño. Pues un niño no se equivoca cuando cree que no puede haber más felicidad que la que le proporciona una bolsa de chuches, pongamos por caso. Pero, evidentemente, un niño es un niño.
Nietzsche 4: resentimiento y conciencia cristiana
abril 25, 2015 § Deja un comentario
Como es sabido, Nietzsche en la genealogía de la moral intenta ir más allá de lo que fueron los psicólogos ingleses (los Hume de turno). La genealogía es una investigación sobre el origen de la moral cristiana y, según Nietzsche, la raíz del sentido del bien y el mal no reside en impulsos y factores amorales, como puedan ser las emociones que nacen de la empatía o el aplauso social, sino en motivos directamente inmorales. Veamos cómo llega Nietzsche a tal idea.
Para Nietzsche, la distinción básica es la que se da entre el fuerte y el débil. Se trata de una distinción muy pegada a la vida más desnuda, a la vida que se despliega como voluntad de poder, pues la vida no sujeta a ningún valor trascendente —no sujeta al juicio divino— es una vida que no entiende de absolutos. La existencia noble se encuentra más allá del Bien y el Mal —así, con mayúsculas—, aunque no más allá de lo bueno y lo malo. Desde su óptica, una óptica propiamente biológica, lo bueno es lo que le hace más fuerte y lo malo, lo que le debilita. Por eso Nietzsche se pregunta cómo fue posible una moral que invirtiera este sentido originario de lo bueno y lo malo, cómo fue posible, en definitiva, la moral cristiana. Pues dicha moral ensalza la debilidad —la enfermedad, la tara—, mientras denigra el orgullo, la alegría, la impiedad de la vida noble. Felices los pobres, pues de ellos es el Reino de los cielos. ¿Cómo fue posible un Dios que se pusiera del lado del pobre? ¿Cómo fue posible declarar que los tullidos, los enfermos, los miserables eran, de hecho, los preferidos de Dios? ¿Cómo fue posible colocar la compasión en el centro de la sensibilidad moral? La vida como tal no admite la debilidad. El enfermo, el tarado, el deforme es aquel que debe ser apartado de la vida en nombre, precisamente, de la vida misma. ¿Cómo fue posible, por tanto, una moral contraria a la vida?
La respuesta de Nietzsche es conocida: por debajo de los buenos sentimientos de la moral cristiana —por debajo de la exhortación cristiana a la compasión, por debajo del igualitarismo cristiano— anida el rencor, la envidia, el resentimiento, en definitiva, el odio hacia todo cuanto es superior. El débil no puede soportar la superioridad de la existencia noble. Por eso necesita denigrarla. Por eso necesita decirse a sí mismo que la superioridad del noble es una máscara, que, en el fondo, él es como cualquiera: un pobre hombre. La moral cristiana es, según Nietzsche, una moral de esclavos, una moral de rebaño. El mecanismo psicológico es parecido al que se activa cuando, en una fiesta, entra la mujer más bella del mundo. Todas las mujeres se ponen a murmurar. Todas se ponen a buscarle algún defecto: que si es pote, que si no tiene dos dedos de frente, que si es un tío… En cualquier caso, ella no puede ser en modo alguno lo que parece. Es por esto que Nietzsche sostiene que por debajo de la verdad —en este caso de la verdad cristiana— hay siempre un interés, una voluntad de dominación. La verdad de la verdad moral no reside en lo que dice, sino en lo que oculta. Y lo que oculta no es amoral, como dirían los psicólogos ingleses, sino propiamente inmoral: el odio, la envidia, el rencor. Así, de lo que se trata con respecto a la verdad no es propiamente de la verdad, sino de quién gana con la verdad. Así, ante una verdad, la pregunta es a qué propósito —a qué interés— sirve. La verdad es un instrumento de la voluntad de poder. En definitiva, quién necesita que la verdad se imponga, precisamente, como verdad y, por tanto, como aquello que no se discute, aquello que se da por sentado. Más aún: el presupuesto incuestionable de la metafísica —la distinción entre el ser y la apariencia— no obedece a la voluntad de verdad, sino a la de necesidad del débil de reducir la superioridad del fuerte. Como acabamos de decir, el débil necesita creer que el fuerte no es lo que parece.
De ahí, que la conciencia moral sea siempre una falsa conciencia. La conciencia moral no puede admitir como propios los motivos que la constituyen. La conciencia cristiana no puede aceptar que la envidia, el odio a lo superior, sea lo que la hace posible. De hecho, constituye una expresión de esa misma voluntad de poder a la que, explícitamente, se enfrenta: del egoísmo, la impiedad, el orgullo que considera esencialmente malignos. El ideal socrático de un conocimiento de sí es, por tanto, un ideal imposible, pues, la conciencia —la cual es, de por sí, conciencia moral— no puede reconocerse en los impulsos que la originan. La sospecha sobre las mejores intenciones de los hombres apunta, pues, directamente a los fundamentos de la conciencia. El hombre no puede vivir en la verdad. Necesita ocultarla, mentirse a sí mismo. La verdad que el hombre defiende —la verdad explícita, la verdad publicitada— es siempre un encubrimiento de la verdad. Por eso, como decíamos, la conciencia es necesariamente una falsa conciencia. Más aún, una conciencia culpable. Pues, la conciencia moral es también la expresión de una negación de sí. Efectivamente, donde uno es capaz de decir yo, hay algo de uno mismo que debe ser rechazado como impuro, despreciable, maligno. La conciencia no puede admitir la integridad del cuerpo, al fin y al cabo, la desnudez. Nietzsche ve en la constitución misma de la conciencia moral el odio hacia la mera vida, la vida que no entiende la distinción entre lo puro y lo impuro, el Bien y el Mal. En este sentido, la conciencia moral siempre se encuentra fuera de juego como quien dice. Siempre tiene miedo de ser descubierta. Vive en la impostación, la ocultación de sí, el odio hacia la vida más desnuda. Y así, por debajo de la típica acción de gracias cristiana, siempre encontraremos la acusación del sacerdote —la figura arquetípica del resentimiento cristiano—, en definitiva, el sentirse mal con uno mismo: gracias por la salud, los alimentos que no merecemos… y que a otros les faltan. El sentimiento de culpa es, de hecho, la especialidad sacerdotal por excelencia, su arma preferida contra la indiferencia propia de la existencia noble. Pues el noble, de por sí, no entiende la pregunta por el hermano. El noble no entiende de prójimos. La responsabilidad hacia el que sufre le resulta naturalmente extraña. De ahí que la conversión del noble en un culpable sea propiamente el triunfo del resentimiento sacerdotal.
Nietzsche 3: el superhombre y la civilización técnica
abril 20, 2015 § Deja un comentario
La época de la muerte de Dios, decíamos, es la época en la que el hombre será superado, en tanto que la muerte de Dios supone en cierto modo la muerte del hombre. Pues los hombres no podemos vivir sin darle un sentido a la vida y Dios es, por definición, la fuente de todo posible sentido. Aquí no vale decir que los hombres, de hecho, podemos apañarnos sin Dios o, mejor dicho, sin el Dios del cristianismo. Pues, lo que único que deben preguntarse quienes prescinden del Dios de la tradición es qué Dios —qué ideal— han puesto en su lugar. Humanamente no podemos admitir una vida que no deba, de algún modo, realizar un ideal, sea, pongamos por caso, el de la transformación moral del mundo o el del amor verdadero de las películas románticas. Un Dios siempre juzga nuestra existencia desde el más allá de la mera vida. Así, fácilmente decimos que nuestra vida vale la pena, si realiza, aunque sea aproximadamente, lo que creemos que vale en verdad. Y lo que vale en verdad siempre se encuentra, de algún modo, por encima de nuestras cabezas. La época de la muerte de Dios es la época en la que Dios ya no tiene cabida como realidad incuestionable y, por eso mismo, Dios solo puede darse como ilusión, como espejismo. Y por eso nuestras ilusiones son la otra cara del nihilismo. Quien vive de sus espejismos —quien vive con ilusión— no refuta el nihilismo, sino que lo confirma. De ahí que la época de la muerte de Dios sea también la época de la transvaloración de los valores, la época en la que ya no cabe ningún valor. Nada en realidad detrás de nuestras grandes palabras.
La figura del superhombre, como es sabido, es la figura de la superación de lo humano. El superhombre no se resigna a una vida sin sentido, sino que, por decirlo así, la abraza. El superhombre quiere la nada. Es así que Nietzsche dice que el nihilismo del superhombre es positivo y no la manifestación de una vida resignada a la falta de valor. Su vida es la expresión de la vida más desnuda, la vida que se realiza como voluntad de poder. La voluntad de poder no quiere otra cosa que vencer. Un límite, para la voluntad de poder, está ahí para ser superado. Una vida no sujeta a un ideal que deba ser realizado —una vida sin metas— es una vida que avanza devorándose a sí misma, una vida que se despliega bajo el principio de que lo que puede hacerse, debe hacerse. Este principio es, de hecho, la inversa de aquel que sostiene una civilización moral, aquel que sostiene, precisamente, que no todo lo que puede hacerse, debe hacerse. El superhombre se toma la vida como un juego. Su existencia es, podríamos decir, dionisíaca. El superhombre es capaz de danzar frente a las cámaras de gas. Así, podemos imaginarlo diciéndoles a los que serán gaseados, que no importa morir ahora que de aquí diez, veiente años. Desde la óptica de un tiempo infinito, todos morimos al mismo tiempo.
En este sentido, podemos decir que la muerte de Dios supone la desaparación de aquellos límites que, en tanto que sagrados, circunscriben la vida humana. De hecho, la humanidad del hombre se define en relación con dichos límites. El hombre no puede traspasarlos sin poner en juego su humanidad. Es por eso que fácilmente comprendemos dichos límites como trascendentes, mejor dicho, como aquellos impuestos por la voluntad de Dios. Así, la muerte, pongamos por caso, sería no solo un límite físico, sino también, y quizá deberíamos decir sobre todo, moral. Pues el hombre es el animal que se enfrenta a su propia muerte, el animal que sabe que va a morir. En tanto que impuesta por Dios, la muerte constituye un límite infranqueable, un non plus ultra que el hombre en modo alguno debe traspasar… aunque pudiera. Por eso, donde Dios ya no tiene cabida —donde ya no hay temor de Dios—, el hombre difícilmente podrá resistir la tentación de cruzar el umbral que lo define, delimita. En el momento en que se dé la posibilidad de hacerlo —y hoy en día esta posibilidad está técnicamente a nuestro alcance—, lo hará. La época de la muerte de Dios es, en definitiva, la época en la que el principio de la vida moral —no todo lo que puede hacerse, debe hacerse— es sustituido por el principio que rige una vida sin metas: lo que puede hacerse, debe hacerse. Pues, como decíamos, un límite es, desde la óptica de la voluntad de poder, aquello que debe ser superado. Es así que la verdad científica se revela como la otra cara del nihilismo. La verdad científica, en tanto que presupone que no hay nada esencialmente sagrado o intocable, comprende cuanto existe como susceptible de ser modificado. Desde el punto de vista de la verdad científica, todo —incluso el cuerpo del hombre— deviene un simple objeto, algo susceptible de ser manipulado técnicamente. Por consiguiente, si es posible por ejemplo, retrasar indefinidamente el envejecimiento celular —si es posible diferir el momento de la muerte—, entonces tarde o temprano se retrasará. Más allá de la figura retórica del superhombre, Nietzsche tiene razón. Y es que si es posible diseñar un hombre no sujeto al límite de la muerte, se diseñará. Ahora bien, un hombre «inmortal», ciertamente, ya no será uno de los nuestros. El hombre sin Dios —el hombre no sujeto al temor de Dios— difícilmente podrá seguir siendo simplemente un hombre. En este sentido, no es casual que el mito de Drácula —o el de Fausto— sea el mito por excelencia de nuestra época. Pues el precio que Drácula o Fausto tuvieron que pagar para ser inmortales es, precisamente, el de la pérdida del alma. De ahí que Nietzsche afirme que la muerte de Dios va con la del hombre.
Nietzsche 2: perspectiva y verdad
abril 13, 2015 § Deja un comentario
La crítica de Nietzsche a la religión, a pesar de las apariencias, no sigue el patrón de una crítica ilustrada. Nietzsche no proclama la muerte de Dios como si dijera que ahora nos hemos dado cuenta de que Dios nunca existió o que Dios no era más que una proyección del hombre. Nietzsche no dice que los antiguos se equivocaban cuando creían ver la presencia de un Dios en lo que, de hecho, no era más que la erupción de un volcán o un pedrusco caído del cielo. Dios no fue una entelequia del espíritu humano. Dios fue en verdad. Esto es, hubo Dios. Y por eso Nietzsche puede proclamar, más allá de la retórica, la muerte de Dios, pues solo un Dios vivo puede morir. Ahora bien ¿cómo podemos decir que Dios existió en verdad? ¿Cómo puede un Dios morir? De lo que se trata, en último término, es de la verdad, mejor dicho, de lo que entendemos por verdad. ¿De qué hablamos, pues, cuando hablamos de la verdad?
Según Nietzsche, no hay algo así como un mundo objetivo, una serie de hechos indiscutibles en relación con los cuales, nuestras ideas, nuestras representaciones del mundo, puedan ser verdaderas. De hecho, no hay un único mundo, sino múltiples mundos. Cada época —cada cultura— es un mundo. Un mundo es un sistema de representaciones, las cuales dependen en último término de lo que en ese mundo se da por descontado, esto es, de sus prejuicios. Cada mundo es una perspectiva del mundo. Ahora bien, no hay algo así —a diferencia de lo que decía Platón— un mundo en sí, un mundo objetivo con respecto al cual los diferentes mundos o culturas se revelan como perspectivas. Cada mundo tiene, pues, sus verdades. Veámoslo con un ejemplo.
Supongamos que ponemos un billete de cien euros sobre la mesa. Es obvio que eso es, para nosotros, un billete de cien euros. No vemos un papel al que le damos una especial importancia, sino dinero contante y sonante. Sin duda, sabemos que ese billete esta hecho con papel. Pero no es un simple papel. O, por decirlo de otro modo, nosotros no podemos ver ese billete como un simple papel. Supongamos ahora que un aborígen del Mato Grosso, uno que aún no hubiera entrado en contacto con el «hombre blanco», estuviera junto a nosotros. ¿Qué vería? Evidentemente, no podría ver un billete de cien euros, sino simplemente un trozo de papel. A medida que se fuera familiarizando con nuestra cultura, llegaría a saber que se trata de un trozo de papel al que nosotros le damos una gran importancia. Pero seguiría sin poder ver dinero encima de la mesa. Más aún, probablemente vería nuestra relación con ese trozo de papel como una relación supersticiosa. En efecto, nosotros creemos que ese trozo de papel posee determinados poderes, pues, entre otras cosas, es capaz de doblegar la voluntad de los hombres. Vería que nosotros dedicamos buena parte de nuestra vida a acumular papeles. Que depende de cuántos papeles tengamos, somos más o menos felices. Que enloquecemos cuando dejamos de tenerlos o, como suele decirse, nos quedamos sin blanca. Vería, en definitiva, que nosotros adoramos el dinero. Ese aborígen podría decir, perfectamente, que nosotros vivimos en el error: que tomamos lo que no es más que un trozo de papel como si poseyera propiedades mágicas o espirituales. Ahora bien, lo cierto es que nosotros no estamos equivocados (aunque el aborígen tampoco, al ver ese billete de cien euros como un simple trozo de papel). Eso que hay encima de la mesa es, en verdad, dinero. Pues bien, lo que acabamos de decir con respecto al billete de cien euros podemos trasladarlo a la antigua creencia en dioses. De hecho, los antiguos no creían en Dios, sino que lo daban por descontado como nosotros damos por sentada la existencia de dinero. Así, quien hoy en día dijera que cree en la existencia del dinero, regaría, como suele decirse, fuera del tiesto. Los antiguos, por tanto, no creían equivocadamente que todo estaba llenos de dioses, por decirlo a la manera de Tales de Mileto. Veían la presencia del dios de turno del mismo modo que nosotros vemos un billete de cien euros encima de la mesa y no un simple trozo de papel. Que nosotros digamos que los antiguos eran unos supersticiosos —que nosotros no podamos ver su visión de otro modo que como una superstición— es un síntoma, no de que estemos más cerca de la verdad que ellos, sino de que nuestro mundo no es el suyo.
Por eso, según Nietzsche, la cuestión de la verdad no es simplemente la cuestión de qué hechos pueden hacer verdaderas nuestras visiones o afirmaciones sobre lo que es el caso, sino la cuestión de para qué mundo es tal o cual afirmación verdadera. Ciertamente, desde la óptica de un determinado mundo, sigue siendo pertinente la distinción entre lo verdadero y lo falso. En la Antigüedad, uno podía estar equivocado a atribuir a un dios lo que no era más que casualidad. Ahora bien, cualquier distinción entre lo verdadero y lo falso se apoya sobre una serie de verdades indiscutibles, aquellas que constituyen los prejuicios, los presupuestos que, en tanto que se dan por descontado, definen una perspectiva del mundo o, lo que viene a ser lo mismo, un mundo. Y en la Antigüedad lo que se daba por descontado —lo que no era objeto de discusión— era, precisamente, que había un más allá, una trascendencia. Todo era visto desde esta óptica. Por eso, cuando veían caer un meteorito no veían simplemente la caída de una piedra, sino un signo del cielo. No podían ver otra cosa. Y eso era en verdad un signo del cielo. Ahora bien, lo que se deduce de lo anterior es que no hay algo así como un progreso con respecto a la verdad. Hay tanta verdad hoy en día que antiguamente, por decirlo así. Ciertamente, cabe el error. Es posible que, dentro de una determinada cosmovisión —dentro de una determinado sistema de creencias—, nos equivoquemos. Podemos creer que el billete que hay encima de la mesa es dinero, cuando en realidad es un billete del Monopoly. Ahora bien, reparar el error no supone necesariamente cambiar la perspectiva desde la cual se observa el mundo. Así, los antiguos podían equivocarse con respecto a un determinado oráculo. Cabía la posibilidad de que el oráculo no hubiera acertado a la hora de interpretar los signos del más allá. Pero ese error no ponía en cuestión la verdad fundamental del mundo antiguo, a saber, que existían los dioses y que estos se comunicaban con los hombres. AsÍ, podemos progresar en nuestro conocimiento del mundo, sin duda, pero siempre dentro de un determinado sistema de creencias. De ningún modo podemos decir que nuestro sistema de creencias —nuestro mundo— esté más cerca de la verdad que el sistema de creencias del mundo antiguo.
En cualquier caso, la cuestión de la verdad es la cuestión de a quién sirve la verdad, qué interés representa. No hay, por tanto, verdad inocente. En efecto, un mundo —una cultura— no es solo un sistema de representaciones, sino un sistema de representaciones que constituye la expresión de una relaciones de dominio. Recordemos que para Nietzsche, la vida como tal no es más que pura voluntad de poder. Así, el mundo antiguo, el mundo que dividía el cosmos en dos ámbitos, el del más acá y el del más allá, era un mundo al servicio, por decirlo así, de la casta sacerdotal. En cambio, el mundo objetivo de nuestros días, el mundo en donde las cosas no son más que cosas a nuestra disposición, el mundo en el que ya no hay nada sagrado o intocable, es un mundo al servicio de la manipulación técnica de lo dado, el mundo de la tecnocracia. El mundo, en definitiva, de la superación de lo humano. Pero este será el tema de una próxima entrega.
Nietzsche 1: nihilismo y muerte de Dios
abril 8, 2015 § Deja un comentario
¿Cómo leer la declaración nietzscheana sobre la muerte de Dios? No como si simplemente se nos dijera que Dios no existe y nunca existió. Nietzsche no es un ilustrado como puedan serlo Hume o Voltaire. Nietzsche no dice, por tanto, que hoy nos hemos dado cuenta de que los antiguos dioses no son más que una personificación de fuerzas naturales. Nietzsche no dice que los reyes son los padres —y que siempre lo han sido. Proclamar la muerte de Dios solo es posible con respecto a un Dios vivo. Por tanto, hubo Dios y hoy ese Dios está muerto. Es decir, se trata, en última instancia, de un diagnóstico epocal: nuestra época es la época de la muerte de Dios. Y esto es lo mismo que decir, entre otras cosas, que hoy en día ya no nos es posible creer en Dios. Así pues, no refutamos a Nietzsche donde señalamos a quienes aún hoy en día dicen creer. Pues, ni siquiera los denominados creyentes pueden creer. En cualquier caso, creen que creen. Modernamente, la fe solo puede ser mala fe. Estamos, pues, ante una imposibilidad que afecta a todos los que vivimos aquí y ahora. Y es que nosotros, los modernos, somos quienes en modo alguno nos encontramos en la posición de la criatura. Un creyente es, por definición, aquel que da por descontado que su existencia depende por entero del poder de Dios y nadie, por el simple hecho de ser moderno, puede creer que su vida depende por entero de dicho poder. Lo dicho: nuestra situación no es la de la criatura. Y esto significa que Dios ya no puede valer como Dios. La cuestión no es, por tanto, si Dios existe o no, sino si, de existir, podríamos aún admitirlo como Dios. Pues, supongamos que, efectivamente, existiera una mente superior. Supongamos que, efectivamente, el mundo hubiera sido diseñado por esa mente. Y supongamos también que llegáramos a descubrirla. En ese caso, nos situaríamos ante esa mente como si fuera Matrix, pero poco más. Es decir, nuestra relación con ella no podría ya ser la que los antiguos hombres tuvieron con Dios. Para nosotros, una mente superior no es más —aunque tampoco menos— que una mente superior. Para nosotros, Dios no vale como Dios. No puede valer. Ocurre aquí como con papá. Papá, durante nuestra infancia, es como Dios. Estamos en sus manos. Todo cuanto hace y dice va a misa, como quien dice. Ahora bien, lo cierto es que, con el tiempo, nuestro padre fácilmente se nos mostrará como un hombre cualquiera, con sus virtudes y defectos, su debilidad, sus sombras. La relación que podemos tener con nuestro padre, una vez hemos madurado, ya no puede ser la misma que cuando éramos unas criaturas. Papá se ha hecho hombre. Pero eso no quita que, en su momento, papá fuera como Dios. Pues en verdad lo era. Por eso decíamos que la cuestión no es si Dios existe o no, sino si aún podemos reconocerlo, de existir, como Dios. Papá puede seguir en pie. Pero lo cierto es que el papá de la infancia muere, una vez hemos alcanzado una edad. Así no cabe creer hoy en día como no cabe, siendo adultos, creer que papá siga siendo divino.
Por otra parte, proclamar la muerte de Dios es lo mismo que declarar que no hay valor que valga. La época de la muerte de Dios es la época del nihilismo. Pues nihilismo significa precisamente esto: que nada vale en verdad. Desde la óptica del nihilismo, una masacre equivale al abrazo de los amantes. Desde la óptica de un tiempo sin final —sin meta que realizar— todo vale por igual (y, por consiguiente, nada vale). Desde la óptica de un cosmos indiferente, un genocidio no es más que un episodio entre otros. Puede que no nos lo acabemos de creer —que no podamos tomarnos un genocidio como si fuera un día de lluvia. Puede que Auschwitz siga siendo aquello que en modo alguno cabe tolerar. Pero eso solo tendrá que ver con nosotros, no con la naturaleza de las cosas. Según Nietzsche no hay hechos morales —no hay ni bien ni mal—, sino en cualquier caso una lectura moral de los hechos. Si Dios ha muerto, no hay nada sobre lo que pueda reposar un valor. Pues Dios —el más allá— es la fuente de todo posible sentido. La vida no debe realizar ningún valor, ningún designio divino. De hecho, la experiencia del sentido depende de que podamos distinguir entre dos planos o dimensiones. Así, por un lado tendríamos el plano —el mundo— de lo que vale en verdad. Este plano se situaría, por defecto, por encima de nuestras cabezas. Es el plano del mundo ideal, el plano del más allá. Por otro, tendríamos el plano de las cosas que solo valen en tanto que participan de lo que vale en verdad. Es decir, el plano o dimensión de las cosas que no valen por sí mismas, sino solo si pueden de algún modo representar lo que vale en verdad. Aquí conviene subrayar que esto no depende de que seamos explícitamente religiosos. Cualquier experiencia de sentido reposa sobre esta distinción entre dos planos o mundos. Así, por ejemplo, si los amantes creen que su relación tiene sentido o significa algo es porque creen que su relación representa la relación arquetípica, aquella que han visto ejemplificada, pongamos por caso, en las películas románticas. La relación va bien si, de algún modo, encarna lo que debe ser un amor verdadero. Si falla la representación —si la relación fuera, pongamos por caso, meramente contractual—, falla el sentido. Es por esto que decimos que la experiencia del sentido depende de que podamos creer que hay algo así como un mundo —o un plano o una dimensión— en el que se realiza lo que vale en verdad. De ahí que la muerte de Dios —el derrumbe del cielo sobre nuestras cabezas, literalmente, una catástrofe— suponga la imposibilidad de un sentido.
Ahora bien, donde muere Dios, muere también el hombre. Pues el hombre, como tal, no es capaz de soportar una vida sin sentido. Por eso el hombre no puede admitir una vida sin Dios. Donde un Dios deja de servir como Dios —donde deja de ser culturalmente útil—, otro Dios ocupa su lugar. Ahora bien, que Dios haya muerto significa que en realidad ya no cabe Dios alguno. Por eso, según Nietzsche, la época de la muerte de Dios es también la época de la superación de lo humano. La noción misma de superhombre —noción central en el pensamiento de Nietzsche— no debe entenderse, por tanto, como si hablásemos de la máxima expresión de lo humano. Al contrario, el superhombre es la figura de la superación de lo humano. La diferencia entre el hombre y el superhombre es análoga a la que media entre, pongamos por caso, el hombre y el mono.
Sin embargo, Nietzsche no solo proclama que Dios ha muerto, sino también que nosotros, los hombres, lo hemos matado. La declaración, aunque no lo parezca, posee una honda raíz cristiana. Podríamos decir que Nietzsche no hace otra cosa que sacarle punta a una de las grandes proclamaciones del cristianismo, a saber: que Dios ha muerto en la crucifixión de Jesús de Nazareth. Literalmente, los hombres al clavar a Jesús en una cruz, clavaron a Dios en un madero. De hecho, el primero en hablar en estos términos fue Tertuliano, uno de los padres de la Iglesia. Para el cristianismo no hay otro Dios que el Dios crucificado. Pues bien, lo que hace Nietzsche es tomarse en serio esta proclamación. O, por decirlo con otras palabras, coge el cristianismo para dirigirlo contra la misma fe cristiana. Pues, efectivamente, donde Dios se hace hombre no puede seguir siendo un Dios al uso —no puede valer como Dios. Como decíamos antes, papá se ha hecho hombre. O, por decirlo en cristiano, la Cruz revela a un Dios que se pone, como quien dice, en manos de los hombres. Ciertamente, el cristianismo va más allá. Pues sostiene que Dios se pone en manos de los hombres, para que los hombres puedan vivir en el espíritu de Dios. Así, desde el punto de vista cristiano, los hombres no dependen tanto de Dios como Dios, de los hombres. Que pueda haber Dios —que Dios pueda tener lugar, hacerse presente como espíritu de Dios— dependerá, por consiguiente, de que los hombres puedan cumplir con el mandato de Dios, en definitiva, vivir como hermanos. Pero Nietzsche se queda solo con lo primero, con la idea de que el Dios cristiano muere como un crucificado en nombre de Dios. Y es que lo segundo —que los hombres puedan vivir en el espíritu de Dios gracias al sacrificio de Dios— sería, desde la óptica de Nietzsche una salida en falso, un intento desesperado de seguir con Dios, ahí donde ya no es posible seguir con Dios. En cualquier caso, Dios no sobrevive —esto es, no vive por encima— de la Cruz. De ahí que Nietzsche entienda que la semilla del nihilismo actual se encuentre, de hecho, en la cruz cristiana. O, por decirlo de otro modo, que la decadencia de Occidente —su desprecio por la vida más desnuda, esa vida que se encuentra del lado de Dioniso, el dios danzarín, el dios de la ebriedad— arraiga en el dogma de la Encarnación, el que confiesa, precisamente, que Dios se ha hecho hombre. Pues si el sentido depende de que haya efectivamente un Dios por encima de nuestras cabezas, esto es, si las cosas que nos traemos entre manos no valen nada por sí mismas, sino solo si participan de lo que vale en realidad —si, de algún modo, lo representan—, entonces donde crucificamos a Dios nada puede ya valer. La crucifixión es, literalmente, una catástrofe. Es cierto que el cristianismo desplaza el más allá al final de la historia. Es cierto que el cristianismo comprende el cielo no como el mundo de arriba, sino como meta de la historia. Pero Nietzsche cree que este desplazamiento es, estrictamente hablando, increíble. Que la idea de un progreso hacia el reino de Dios es, sencillamente, una ilusión de quienes ya no pueden seguir creyendo en Dios. Un Dios cuya presencia es desplazada a un futuro absoluto —un Dios que es tan solo promesa de sí mismo— es un Dios sin entidad, un Dios que no puede valer como Dios, salvo ilusoriamente. La vida es lo que siempre ha sido: pura voluntad de poder, la lucha del fuerte contra el débil. No hay, por tanto, nada qué realizar.
top Wilson
octubre 7, 2014 § Deja un comentario
nietzscheanas 38
mayo 17, 2014 § Deja un comentario
Nietzsche dejó escrito que Dios no podía existir, pues de lo contrario él no podría soportar no ser Dios. La frase suele ser comentada como una ocurrencia —una más— de Nietzsche. Pero como suele pasar, detrás de las boutades de Nietzsche hay más miga de la que parece. Y es que aquí el tema no es la limitación de Nietzsche, sino la del sujeto moderno. La cuestión de fondo es si un sujeto que se concibe a sí mismo como el lugar en donde se decide la noción misma de lo real, puede situarse en la posición de la criatura. Ahora bien, si el sujeto no puede comprenderse a sí mismo como criatura, entonces no hay Dios que valga. Esto es: la cuestión que plantea el aforismo de Nietzsche es si el sujeto moderno puede admitir a Dios como Dios. Dios no existe, no porque no exista, sino porque de existir ya no podríamos aceptarlo como Dios.
nietzscheanas 37
abril 8, 2014 § Deja un comentario
Cuando Nietzsche declara la muerte de Dios no dice simplemente que ahora nos hemos dado cuenta de que Dios no existe ni nunca existió. Que la fe de los antiguos era simplemente una superstición. No dice ahora nos hemos dado cuenta de que los reyes son los padres. Esto es lo que diría un ilustrado y Nietzsche no es un ilustrado. Dios ha muerto porque nosotros lo hemos matado y solo lo que estuvo vivo puede morir. ¿Cómo, sin embargo, fue esto posible? Cómo pudimos bebernos el mar. Aunque no lo parezca, aquí Nietzsche está extrayendo las consecuencias últimas de la fe cristiana. O, por decirlo de otro modo, dirigiendo el cristianismo contra la cristiandad, ese malentendido. Pues fue el cristianismo el primero en declarar que solo el sacrificio de Dios puede reconciliar a los hombres con Dios. Nietzsche recupera el escándalo que supone que un Dios muera en la cruz. Se trata, efectivamente, de algo que no puede en modo alguno darse, tratándose de un Dios. Y, sin embargo, esto es lo que ocurrió, según declaran, aunque no sin ambigüedades, los primeros cristianos. El cristianismo es, desde sus orígenes, una catástrofe. Literalmente, el derrumbe del cielo sobre nuestras cabezas. Dios no sobre-vive a la Cruz, no vive por encima de ella, más allá. De ahí que, para Nietzsche, el destino del cristianismo sea el nihilismo. Para la Antigüedad, un dios era una evidencia, una dato (sobre)natural. El mundo divino constituía la medida de lo real. Para el hombre antiguo, todo cuanto nos traemos entre manos tiene sentido en tanto que representa de algún modo lo que vale en verdad, la vida del dios. Pero esto es, precisamente, lo que salta hecho pedazos con el advenimiento del cristianismo. El cielo se queda sin Dios una vez Dios decide compartir hasta el final el destino de los hombres. Ya no hay cielo que pueda servir de meta. El cielo, el mundo de los dioses, se revela como ficción. El cielo deja de valer y si el cielo no vale, nada de aquí puede tener valor. El nihilismo es, pues, la consecuencia directa de la muerte de Dios. Aunque cristianamente acaso se diga lo contrario: que el hombre, ese huérfano de Dios, alcanza un valor infinito debido, precisamente, al sacrificio de Dios. Pero esta ya es otra historia.
nietzscheanas 36
abril 8, 2014 § Deja un comentario
¿En qué se convierte un hombre cuando nadie le juzga? Un hombre encuentra su valor fuera de sí mismo. Uno vale en tanto que se ajusta a lo que vale en verdad. Pero, si nada vale en verdad, si cualquier meta es una ilusión, si cualquier Padre no es más que un fantasma, entonces ¿cómo reconocerse como alguien? ¿Cómo ir verdaderamente más allá de uno mismo? ¿Cómo dejar de ser un Mowgli? Un invisible no es, así, nadie. El yo se ha disuelto como azúcar en el café donde el sujeto no es más que el soporte físico de un amasijo de impulsos, sometido a la lógica del si puede hacerse, debe hacerse.