desigualdad y keynesianismo (mal entendido)

mayo 12, 2021 § Deja un comentario

Como es sabido, Keynes defendió, contra los clásicos, que una economía podía quedar estancada —y por un tiempo indefinido— con altos niveles de desempleo. O lo que es lo mismo, que el equilibrio macroeconómico —el ajuste general entre producción y gasto— no garantizaba el pleno empleo. Esto era debido, según Keynes, a la tendencia al atesoramiento que se observa en períodos de crisis. En tiempos de incertidumbre, los ahorradores prefieren tener el dinero bajo el colchón, como quien dice, antes que prestarlo. Ni siquiera un tipo de interés al alza puede revertir esta situación. Y esto es lo mismo que decir que ese dinero queda fuera del flujo circular: como si se hubiera evaporado (y al evaporarse no hay modo de que regrese en forma de inversión). De ahí que propusiera que los Bancos Centrales, a través de los instrumentos de la política monetaria, inundaran el sistema con dinero creado de la nada, con el propósito de forzar la bajada del tipo de interés y, de este modo, animar el consumo y las inversiones.

Ahora bien, ese dinero —y Keynes no podía obviarlo— no es estrictamente dinero real, esto es, dinero cuyo valor nominal expresa el valor de los bienes producidos —se hayan vendido o permanezcan en stock—, sino dinero traído del futuro, por decirlo así, en última instancia una deuda —un pagaré— que funciona como medio de pago. Es como si los bancos, al conceder un préstamo, anticipasen un dinero cuyo valor aún está por ver. Pues el valor de ese dinero creado de la nada dependerá de que se produzcan los bienes cuyo valor debería respaldar, precisamente, ese dinero —en realidad, tan solo un medio de pago, pues aún no puede funcionar como depósito de valor. Si las inversiones resultasen fallidas, entonces nos encontraríamos con que el dinero-deuda no puede saldarse, con lo que se convertiría en papel mojado, por decirlo así. Traducción: al seguir circulando como medios de pago, las deudas que financiaron las inversiones fallidas provocarán, en el caso de que se sucediesen los impagos, un aumento generalizado de los precios, esto es, la caída del valor del dinero. En cualquier caso, Keynes defendió que, para salir del estancamiento, el dinero tenía que funcionar como medio de cambio y nada más. Y para estimular el gasto no hay nada mejor que la inflación (pues esta devalúa el dinero atesorado). De ahí que, a partir de Keynes, la inflación vaya asociada al crecimiento económico —o lo que viene a ser lo mismo, que mantenga una relación inversamente proporcional con el desempleo. La cuestión, sin embargo, es cuánta inflación puede soportar una economía.

Keynes fue muy consciente de los riesgos de su solución. Y es que la liquidez que proporciona una política monetaria expansiva no tiene por qué destinarse a la inversión productiva o, como suele decirse, a la economía real. Como es sabido el apalancamiento financiero es más rentable —mucho más rentable— que las inversiones financiadas con el ahorro diponible. De ahí que el dinero fresco —la deuda generada— fácilmente se destine a la especulación, a la compra de activos financieros o fácilmente liquidables, una especulación que procede conforme a un esquema muy cercano a las estafas piramidales, también denominadas Ponzi. Keynes, para evitar caer en la trampa, propuso un control del flujo internacional de capitales. Pues solo de este modo podría impedirse, según él, la creación de las temidas burbujas. Ahora bien, eso es lo que, precisamente, no se hizo en su momento (y difícilmente se hará). Y por eso estamos donde estamos: de colapso en colapso y tiro porque me toca. Es decir, en una economía burbujeante. Así, o el Estado rescata a la banca cuando haga falta —y esto significa periódicamente—, o el dinero se convierte en papel mojado (pues hoy en día el dinero en circulación es, principalmente, dinero creado de la nada).

Sin embargo, lo que no suele decirse es que la inflación asociada al apalancamiento financiero en modo alguno es neutral. De hecho, es una de las causas del aumento actual de la desigualdad, si no la causa. Pues la inflación, en tanto que no se produce de golpe, supone de hecho una redistribución de la renta desde las clases populares a las privilegiadas. Y aquí el privilegio consiste en acceder en primer lugar al dinero de nueva creacción. Así, quien cuenta con dicho privilego puede comprar activos cuando aún están a bajo precio… para venderlos más caros una vez suba su precio a consecuencia de la progresiva entrada de ese dinero fresco en la economía. Dado que el sistema bancario, mantenido con pinzas por la política de los Bancos Centrales, inyecta continuamente dinero de nueva creación en el flujo circular, las desigualdades no pueden sino aumentar. Se trata de un efecto lateral o, más bien, perverso de una política —la keynesiana— que, en principio, no tuvo otro propósito que el de reducir el desempleo crónico. Por eso quizá la izquierda tradicional se equivoque donde sigue pensando la desigualdad bajo los marcos téoricos que se centran en la producción de bienes y servicios; en definitiva, donde sus soluciones pasan por una legislación que obligue a una mayor responsabilidad fiscal a quienes más ganan. Y no porque no sea necesaria una redistribución más equitativa de la renta, sino porque no entendemos cuál es la raíz del problema, mientras no comprendamos la naturaleza del dinero.

estar en deuda

noviembre 19, 2020 § Deja un comentario

Actualmente, no es posible pensar la economía si antes no reflexionamos sobre lo que implica funcionar con dinero-deuda. Dicho de otro modo, el punto de partida ya no puede ser el sistema productivo —o si se prefiere, las relaciones de producción—, sino hecho de que pagamos con apuntes contables. Y quien dice pagar, dice ingresar. El dinero-mercancía —el contante y sonante, el oro en su origen— hace tiempo que ha sido reducido a un papel testimonial. Sencillamente, que haya o no dinero dependerá de que cuadre la contabilidad de los bancos —que los activos (principalmente, los créditos concedidos) cubran los pasivos (básicamente, los depósitos). La gracia del asunto es que el dinero de los depósitos también es deuda. Quizá el dinero siempre fue un apunte contable, como sostienen muchos neokeynesianos (o no tan neos). Pero en cualquier caso, hoy lo es. Y esto significa que no es verdad que tengamos dinero como quien tiene cosas. De hecho, creerlo es nuestra gran ilusión, una ilusión que al entramado financiero no le interesa desmentir.

La importancia de partir de ahí es que nos permite comprender mejor la causa de la creciente desigualdad que hoy en día se constata en las economías prósperas. Por no hablar de la posibilidad, sin duda mareante, de que tu dinero desaparezca de un día para otro. Aunque podemos apostar a que no desaparecerá para todos por igual. Consecuentemente, la cuestión principal quizá no sea cómo redistribuir las rentas generadas por el sistema productivo —aunque a corto plazo sea una cuestión ineludible—, sino cómo limitar el inmenso poder de quién produce el dinero… sin que ello implique el colapso de la producción de bienes.

burbujas

septiembre 1, 2020 § Deja un comentario

El capitalismo, hoy en día, es un sistema burbujeante. Crecer a punta de burbuja. Es lo que tiene una economía basada en el dinero-deuda: que el dinero fluye inevitablemente hacia la especulación. Los gobiernos no saben qué hacer ante las burbujas… porque no hay nada que hacer. Pues no hay ley sin resquicios. De hecho, una burbuja como la inmobiliaria da trabajo a muchos (y a muchos que, difícilmente, encontrarían otro empleo). Luego pinchar y morir. El hecho es la solución.

de la izquierda y el poder (y 3)

agosto 27, 2020 § Deja un comentario

Es importante entender que, donde distribuimos dinero, lo que distribuimos, en último término, es deuda. Y el valor de una deuda depende, como es obvio, de la solvencia del deudor. Por eso, todo se derrumba donde se amontonan los impagos —donde la economía real no puede seguir el ritmo de la financiera–. Y esto es lo que ocurre tarde o temprano (y por lo que parece, cada vez más temprano que tarde). Podríamos decir que el capitalismo actual posee, en lo relativo a las rentas, el esquema de una estafa piramidal o, como suele decirse en el argot, un esquema Ponzi. Ahora bien, quienes pierden con el desplome de esta pirámide invertida no son aquellos que pudieron transformar rápidamente el dinero fresco en activos fiables. Son los que viven de un sueldo. Pero también de los beneficios de una pequeña o mediana empresa. Por eso una política que pretenda un mundo más justo tendría que abandonar los viejos esquemas, muy ligados al capitalismo decimonónico, para centrarse en la cuestión de la naturaleza de lo que hoy funciona como medio de cambio —en la naturaleza del dinero—. Cuando menos, porque el poder ya no se basa en acumular plusvalía, por decirlo así, sino por crear —y poseer— activos financieros, esto es, dinero cuyo respaldo en la economía real es cada vez más estrecho. El problema que plantea un dinero convertido en deuda es que el dilema al que se enfrenta la economía política ya no se plantea como una disyuntiva entre crecimiento y desigualdad, sino entre desigualdad e hiperinflación. Sencillamente, si el dinero que se mueve en la nube especulativa descendiera a la economía real —esto es, se redistribuyera—, nadie tendría el suficiente dinero como para comprar una barra de pan. Por consiguiente, no parece que se trate simplemente de aumentar los impuestos y resdistribuir la nueva renta (aunque a corto plazo deba hacerse… siempre y cuando seamos conscientes de que a mayor deuda pública, mayor cantidad de impuestos será destinada a saldar parte de la misma y, por tanto, menos dinero habrá para asuntos sociales). Pues la cuestión de fondo es con qué renta se juega. Como se ve, no estamos ante un asunto fácil. Ni de lejos.

de la izquierda y el poder (2)

agosto 10, 2020 § Deja un comentario

De momento, las izquierdas andan demasiado obsesionadas con las luchas culturales como para caer en la cuenta de cuál es el verdadero tema. La libertad política no pasa por poder elegir, pongamos por caso, el sexo como quien elige una marca de refrescos, sino por liberarse de cuanto nos somete con naturalidad. Ahora bien, esta naturalidad no es la de la naturaleza —nadie es menos libre porque no pueda elegir su sexo—, sino la del artificio que pasa por natural o inalterable. En realidad, donde la izquierda se centra en una libertad entendida a la manera del consumidor termina por bailarle el agua al sistema. Las luchas culturales, dejando a un lado su relativa legitimidad, no dejan de ser una maniobra de distracción. De ahí que, para una izquierda responsable, lo primero sea revelar el carácter invisible del poder al que estamos sometidos. Y este carácter tiene que ver actualmente con la transformación del dinero en deuda. Mientras el dinero siga siendo lo que ahora es no hay programa emancipador que valga. Pues, contra lo que aún ingenuamente suponen las izquierdas, la desigualdad no disminuirá porque distribuyamos mejor, aun cuando los parches de la distribución contribuyan, sin duda, a mejorar el nivel de vida de unos cuantos. Precisamente, porque el dinero es lo que es, las políticas del reparto están abocadas a alimentar la bestia (y de esto fue más consciente Keynes que los keynesianos). O mejor dicho, dichas políticas dependen de que la bestia siga siendo la que es. Algo no termina de funcionar donde un trabajador apenas puede pagarse una vivienda digna o ahorrar para su vejez, donde el desempleo termina viéndose como la constante gravitatoria del sistema. Por no hablar del desastre ecológico que nos viene encima. Y aquí no hay parches —o compensaciones— que valgan. Ciertamente, la modificación del dinero-mercancia en dinero-deuda hizo posible el desarrollo moderno de Occidente. Pero las condiciones de posibilidad de dicho desarrollo constituyen al mismo tiempo su non plus ultra —o por decirlo a la marxista, las condiciones de su implosión. Al personal se le pondrían los pelos de punta, por ejemplo, si supiera que el dinero que cree tener en el banco en realidad no lo tiene… a pesar de que los mecanismos del sistema le permitan creer que lo tiene. Las crisis económicas que nos azotan últimamente tienen que ver, no tanto con una distribución desigual, sino con el hecho de que el dinero que corre por ahí hace tiempo que dejó de ser contante y sonante. O mejor dicho, la desigualdad hoy en día no encuentra su origen en la acumulación de capital —en la apropiación indebida de la pluvalía—, sino en el hecho de que los medios de cambio circulantes —el dinero— es creado de la nada a través, en última instancia, de la intervención de los bancos centrales. La paradoja de las políticas expansivas —aquellas que intentan salir de la crisis con un aumento significativo del gasto público y, por extensión, de la deuda pública— es que constribuyen a aumentar la desigualdad donde pretenden reducirla. Pues el aumento del gasto público solo será posible trayendo al presente, por decirlo así, dinero del futuro —dinero que aún no es tal… porque aún está pendiente de que lo sea. Y que lo termine siendo o no dependerá de que con el dinero” creado de la nada se produzcan aquellos bienes que, por defecto, deben respaldarlo. De no ser así, el sistema terminará colapsando. Y colapsa cuando el nuevo dinero desaparece en la nada de la que nació. Ciertamente, aquí no todos pierden. De hecho, pierden los que viven de su sueldo —o de los beneficios de una pequeña empresa. En cambio, ganan los que, por estar mejor situados, se anticipan al desastre convirtendo su dinero en bienes de alta liquidez. El sistema pende de un hilo donde el dinero contante y sonante —o en técnico, el dinero-mercancía— se transforma en un pagaré, esto es, donde sistemáticamente se emite deuda como medio de cambio.

Para ver las costuras del sistema simplemente hay que tener presente qué es lo que el sistema presenta como sólido… no siéndolo en absoluto. En definitiva, cuál es la ficción que se nos ofrece como obviedad. Y actualmente, esta no es otra que las que hace posible la ilusión de tener dinero… donde solo poseemos deuda. Por eso los grandes bancos no pueden quebrar. Si quebrasen, caeríamos en la cuenta de que, en realidad, nunca tuvimos el dinero que habíamos depositado en ellos tan tranquilamente. Una cuenta corriente no es un recibo, aunque lo parezca, sino una deuda que el banco contrae con el depositante (aunque, estrictamente, estaríamos hablando de una deuda sobre otra, una deuda tranferida, pues el dinero que depositamos ya es hoy en día dinero-deuda). Cuando alguien abre una cuenta bancaria, le presta su dinero al banco. Ahora bien, el banco, como sabemos, utiliza ese dinero para prestarlo a un cierto interés. Estrictamente hablando, una vez lo depositamos, dejamos de tenerlo: lo tiene otro, aquel al que el banco, precisamente, le concedió un crédito. Cuando pagamos en una tienda el banco salda parte de su deuda con el depositante. Y esto es posible porque el banco posee la suficiente liquidez o, en técnico, reservas (y si no, se las facilita el Banco Central). De ahí la ilusión de que el dinero que depositamos está a buen recaudo: como si estuviera en una caja fuerte. Pero no es así. No hay liquidez suficiente como para que la banca pueda saldar a la vez la totalidad de sus deudas. El riesgo del negocio bancario es, por tanto, sistémico. Pues consiste en contraer deudas a corto —un cuenta corriente puede ser liquidada en cualquier momento— contra activos a largo (los créditos que se cancelan). Y un activo a largo está por ver. En realidad, es una apuesta: se apuesta a que el prestatario será solvente. Un banco no tiene nada de sólido. Su solidez, como la de los antiguos dioses, posee los pies de barro.

de la izquierda y el poder (1)

agosto 8, 2020 § Deja un comentario

Desde el lado de las izquierdas, el compromiso político de la ciudadanía se concibe como presión —y una presión avalada moralmente. Se trata de apretar en la dirección de una sociedad más justa o, si se prefiere, de algún proyecto emancipador. Como si la pugna política fuera como el juego de la soga en donde gana el equipo que tira de un extremo con más fuerza. Sin embargo, uno podría preguntarse si la comparación es adecuada, esto es, si quienes ejercen un verdadero poder están, de hecho, jugando al mismo juego que quienes se encuentran por debajo. Pues llama la atención que, cuando las izquierdas consiguen gobernar, difícilmente pueden llevar a cabo su programa… más allá de lo cosmético. Tarde o temprano, topan con un no es posible, un no que se pronuncia desde el exterior del juego político. Tomarse en serio el poder supone tomar en serio la naturaleza de esta imposibilidad. Y es que el ejercicio del poder no consiste tanto en doblegar como en situar al vencido en la impotencia. El poder, sencillamente, establece los límites de lo posible. Es dentro de estos límites que se despliega el juego de lo político… como si fuera una lucha por el poder. Pero el verdadero ejercicio del poder es anterior a dicho juego. El poderoso no juega, sino que establece las reglas de juego. En este sentido, todo poder es divino. Las leyes democráticas, como sabemos, se justifican como una limitación o distribución del poder. Sin embargo, el poder, por defecto, se sirve de la leyes que, en principio, pretenden limitarlo. De ahí que un pensamiento político que pretenda estar del lado de los que apenas cuentan tenga que comenzar reflexionando sobre aquello de lo que depende, hoy en día, el poder que divide el mundo entre los que valen y los que sobran. Dicho con otras palabras, las izquierdas seguirán dando palos de ciego donde no tengan en cuenta que el tema ya no es tanto la distribución de las rentas generadas por la producción de bienes y servicios como los factores que determinan lo que va a ser aceptado como dinero (y, de paso, su producción). Y no porque quien posee mucho dinero posea mucho poder, aunque también, sino porque el verdadero poder consiste en decidir qué va a emplearse como medio de cambio. Pues el dinero ya no es lo que fue (y aún espontáneamente diríamos que es). Y si hablamos aquí de decisión es porque en modo alguno es obvio que se trate, precisamente, de una decisión. No tiene nada de anecdótico que Facebook quisiera —y siga queriendo— emitir su propia moneda.

desenmascarar a la banca

marzo 22, 2020 § Deja un comentario

Si el dinero es deuda —y hoy en día, lo es—, entonces la deuda tiene que saldarse para que, sencillamente, el dinero no se volatilice. O por decirlo en plata, para que la gente de un día para otro no se encuentren con las cuentas corrientes vacías. Esto es lo que aún no ha entendido la izquierda, cuyos esquemas mentales siguen anclados en el marxismo o, de haberse renovado, en las luchas culturales. La izquierda aún no comprende que un depósito bancario no es dinero en la caja fuerte, sino una inversión. Literalmente. Y en una inversión, el retorno puede ser cero (y esto es lo que ocurre, grosso modo, cuando una banco quiebra). Por tanto, la izquierda haría bien en entender que, en las crisis financieras, no se trató de salvar a los banqueros, sino de salvar nuestro dinero.

Ciertamente, a la banca ya le va bien (y en este sentido, podríamos decir que el Estado es rehén de la banca). Es como si los bancos jugaran en un casino que les permitiese quedarse con las ganancias y, por contra, transferir las pérdidas a la sociedad (vía rescate). Injusto, sin duda. Pero es lo que tiene que el dinero haya pasado a ser un apunte contable —que los medios de cambio se creen concediendo créditos. Esta —y no la plusvalía— es la verdadera raíz de la injusticia hoy en día. La creciente desigualdad nace de que no todos acceden a la vez al dinero fresco, el que emiten los bancos centrales al comprar, a través principalmente de la banca, los títulos de deuda pública con la que se financian actualmente los Estados. Y es que quien accede en primer lugar al dinero fresco puede comprar activos —desde fincas hasta productos financieros— cuando aún están baratos. Pues la inyección de dinero hará que de dichos activos suban de precio. Una jugada redonda… hasta que el castillo de naipes se desmorona.

De ahí que la solución pase por que la creación del dinero no esté en manos de la banca; que los depósitos de la gente estén en el Banco Central. Es lo que defienden algunos de los economistas más lúcidos en estos momentos (y que no son, precisamente, de izquierdas, como Joseph Huber o Michael Kumhof). La banca podría dedicarse transparentemente a lo que se dedican hoy en día los fondos de inversión y sus variantes. De momento, ofrecen productos de riesgo haciéndonos creer que simplemente los depositamos en una caja fuerte. Aun cuando no ignoremos que aprovechan nuestros depósitos para conceder créditos, seguimos ignorando cómo lo hacen y qué implica. La izquierda, por tanto, tiene el deber de desenmascarar a la banca. Y esto supone ir más allá de la subida de impuestos o de la demagogia que consiste en demonizar a los banqueros —o en gritar con el megáfono en mano que la deuda injusta no se paga. No hay deuda injusta, sino en cualquier caso, un uso injusto de la deuda. Por no decir que un banquero puede ser ambicioso o perverso —como también buena gente—, pero que la perversión reside en el sistema. Hoy en día, como siempre, el poder reside en quien tiene el poder de crear dinero. Y actualmente dicho poder reside en la banca.

¿Dónde estoy?

Actualmente estás explorando la categoría ECO en la modificación.