distancias
abril 9, 2025 § Deja un comentario
Ninguna reflexión de sí —ninguna superación del bonobo— es posible donde no tomamos una debida distancia. Sin embargo, aquí caben dos posibles distanciamientos. Aquel que se sitúa en las gradas del dios —el que da pie, precisamente, a la teoría— y la de quien vive a flor de piel el hecho de que la existencia suponga un vivir como arrancados. En ambos casos, hay extrañamiento. Pero no el mismo. En el primero, el de la mirada del entomólogo, no vamos a ver más que insectos que dicen no serlo. Y, por eso mismo, la conclusión será que, en el fondo, somos aquellos que no podemos hacernos cargo de lo que, en definitiva, somos, a saber, nada más que insectos. En el segundo, sin embargo, el insecto se enfrenta a la posibilidad de la nada —a su paradójica realidad. Ahora bien y debido a ello, el insecto será algo más que un insecto.
Sea como sea, dirimir entre ambas distancias exige plantear la cuestión de en qué consiste el haber, esto es, la cuestión de la metafísica par excellence. Pues de lo que se trata es si somos o no algo más. En definitiva, si hay algo más en relación con lo cual seamos algo más que insectos. Aunque ese algo más sea el de una nada que es no siendo nada. Sin embargo, solo formando parte de la escena podemos aventurar esto último. Al menos, porque no hay el haber sin nada —y este no hay es, en definitiva, lo que hay. Tiempo.
reflexión y parálisis
abril 8, 2025 § Deja un comentario
Un ciempiés sabe —y no simplemente cree saber— cómo mover sus cien pies a la hora de desplazarse. Pero si le preguntásemos cómo lo hace no sabría qué decirnos. Y si se entretuviera analizando su movimiento, ese nuevo conocimiento de sí tampoco le serviría a la hora de andar. Es decir, que sepa andar no depende de aplicar un conocimiento teórico. Más aún: si lo intentara, no sabría cómo moverse. Quedaría paralizado.
Algo parecido sucede con cuanto nos traemos ente manos. Y digo parecido porque no sucede exactamente lo mismo. Pues en nuestro caso, el resultado de la reflexión no es la constatación de que, antes de ponernos a reflexionar, sabíamos, por ejemplo, en qué consiste el amor o el bien , sino, más bien, que creíamos saberlo (y ahora no). Y ello porque, a diferencia del ciempiés, nos interesa la verdad… aunque prefiramos vivir de espaldas a ella.
Aparentemente, que el horizonte de la reflexión sea una saber paradójico —el solo sé que no sé nada socrático— compromete la posibilidad de un dominio de sí, en definitiva, de una tekné del alma. Sin embargo, lo cierto es que esta docta ignorancia nos eleva por encima de lo impersonal —de lo que se dice, se hace… Al menos, porque lo impersonal ha sido configurado con los materiales de lo que, comúnmente, damos por descontado… sin habernos atrevido a ponerlo en cuestión. Y donde no hay cuestionamiento de sí seguimos siendo unos bonobos, quizá más listos, pero bonobos al fin y al cabo.
De ahí que las ciencias del espíritu no terminen de congeniar con las que se ocupan de la naturaleza de las cosas. El saber del ingeniero —el resultado de haber analizado las estructuras— sirve para levantar puentes, pero no para levantarse a uno mismo. Entre otras razones, porque solo el espíritu se enfrenta a la posibilidad de la nada.
meditaciones cartesianas 22
abril 7, 2025 § Deja un comentario
La posibilidad de que nuestras representaciones mentales del mundo sean falsas, aun cuando nos parezcan indiscutiblemente verdaderas, no conduce a la certeza del cogito: la presupone. El ejercicio de la duda metódica no deja de ser un espléndido ejemplo de retórica eficaz. Un viejo chamán podría admitir, por ejemplo, que sus visiones solo son posibles durante el sueño o a través de alguna sustancia alucinógena. Pero nunca aceptaría la posibilidad de que no tengan nada que ver con el mundo al que accede, precisamente, mientras sueña o ingiere peyote. Pues está convencido de que, aunque sea necesaria una traducción, es posible la comunicación entre los mortales y el espíritu de los muertos, como quien dice. En cambio, una sospecha por defecto solo es posible donde, de algún modo, damos por sentado nuestra enajenación del mundo. Dicha sospecha presupone, de hecho, una alteración de la noción de verdad.
En el caso del chamán, lo verdadero es lo que tiene lugar o acontece en medio de cuanto sucede. Ciertamente, el chamán admite la posibilidad del error. Pero la entendería como un error de interpretación, en modo alguno como un delirio que solo estuviese en su cabeza. Esta posibilidad solo se plantea una vez la representación mental sustituye al haber del mundo como punto de partida de la aspiración a la verdad. Al partir de nuestras representaciones, la verdad solo podrá concebirse como adecuación entre estas y los hechos, la cual, al depender de un criterio de adecuación, será siempre problemática. Así, al tomar como punto de partida el contenido mental, la verdad, de haberla, únicamente podrá determinarse en relación con las condiciones de posibilidad de la experiencia y, por eso mismo, en relación con los esquemas conceptuales de la subjetividad. En este sentido, no es casual que la reflexividad moderna comience con la cuestión de la certeza, y no con la que se interroga sobre lo que tiene lugar en medio de cuanto simplemente pasa, esto es, no con la pregunta sobre lo que aparece en el aparecer. En realidad, las Meditaciones Metafísicas tienen muy poco de metafísicas. La certeza del cogito, al estar cargada de prejuicio, quizá no sea tan apodíctica como Descartes nos dio a entender.
espacios seguros
abril 5, 2025 § Deja un comentario
Hoy topamos, y de manera a menudo agresiva, con la necesidad de habilitar espacios seguros. Vale. Sin embargo, la pregunta es hasta qué punto podemos asegurar un espacio. Donde pretendemos asegurarlo normativamente hasta el final, es decir, al margen del sentido común, caemos en una especie de neurosis colectiva… como podemos constatar casi a diario. Y es que la búsqueda de un espacio seguro es lo más parecido a diseñar un espacio virtual… en donde el otro no tiene cabida. Pues que haya otros significa que pueden irrumpir molestamente, incluso dañándonos.
La cuestión, ciertamente, es en qué medida pueden molestarnos —qué cantidad de daño deberíamos poder tolerar. Pero donde la respuesta es ninguno, la convivencia deviene un infierno. Pues vivir significa rozarse. Y los roces, inevitablemente, hieren la piel… aunque el tamaño de la herida dependerá, sin duda, del tipo de piel. Más aún: porque esto es así, tenemos palabras como disculpa y perdón. La tolerancia cero con respecto a cualquier roce o insinuación es un eufemismo de intolerancia. Y donde rige la intolerancia, no hay perdón que valga. En su lugar, el peso de la dura lex. Aunque, a continuación, añadamos el sed lex.
nietzscheanas 65
abril 4, 2025 § Deja un comentario
Según Nietzsche, no hay algo así como la verdad. Todo sería perspectiva… si la palabra fuese adecuada. Pues una perspectiva es, en cualquier caso, relativa a algo que se sitúa más allá de cuanto podamos decir al respecto desde un punto de vista. Y, por eso mismo, suponemos que ese algo es un en sí al que podríamos acceder a través de un lenguaje cuya validez trascendiese, precisamente, la perspectiva. Para el racionalista este lenguaje sería, de hecho, el de la matemática. Ahora bien, según Nietzsche, al igual que para los empiristas, la matemática no dejaría de ser un artificio, una simplificación excesiva del en sí… si lo hubiese. De hecho, la idea de un en sí por debajo de las apariencias es, en última instancia, un truco del lenguaje —una ilusión lingüística.
Así, para Nietzsche no hay verdad —ni puede haberla— porque no cabe la posibilidad de hechos puros, hechos con respecto a los cuales, al estar al margen de la perspectiva, fuera posible establecer la verdad de nuestros enunciados acerca del mundo. No hay hechos que sean con independencia de los presupuestos que constituyen una cosmovisión —es decir, una perspectiva— y, por ende, un mundo. Los presupuestos que rigen, pongamos por caso, una cosmovisión religiosa —hay otro mundo por encima del que habitamos— no son los mismos que los que dibujan el perfil de nuestra actual visión científica del mundo. Por consiguiente, los hechos de la primera cosmovisión no serán los mismos que los de la segunda (y de ahí que Nietzsche dijera que hubo Dios… y que ahora en modo alguno podía haberlo). El chamán admitirá que tiene visiones del más allá porque ha ingerido peyote. Pero añadirá que no solo porque lo haya ingerido: si puede ver lo que ve es porque no cuestiona que haya otro mundo.
El ver es siempre un ver como. No hay visión que no posea una carga teórica —que no incorpore un cierto saber. Así, quien ve un martillo ve un clavo. Si no lo viese al ver un martillo, no vería un martillo, sino otra cosa —por ejemplo, un arma defectuosa o rara. El martillo sería la metáfora del clavo. La esencia del lenguaje es, por eso mismo, metafórica: cualquier cosa remite al resto. Todo es lo que no es —aunque Nietzsche, al carecer de instinto dialéctico, no llegó, ciertamente, tan lejos.
Sin embargo, qué ve aquel al que se le aparece algo incomparable —algo que, aun cuando pueda decir que es, no sabe qué es o en qué consiste. Ese algo absolutamente extraño se mostraría como un puro algo-ahí… y, por eso mismo, sería la metáfora de Dios, su símbolo o índice. Pues Dios es el nombre de lo absolutamente extraño u otro —de una pura alteridad. De asimilar a Dios —de verlo como, por ejemplo, un padre… a la hora de una idea de lo que pueda ser Dios—, Dios dejaría de ser Dios para devenir un dios a medida —a la medida, precisamente, de las condiciones de nuestra receptividad. Al fin y al cabo, lo extraño siempre se hace presente como algo relativo a unos esquemas sensoriales o mentales —y de ahí lo inevitable de la analogía: esto es como…. O dicho de otro modo, al añadir un cierto saber a la aparición de lo absolutamente extraño, Dios pasaría a formar parte del mundo. Y esto sería así aun cuando, debido a que ese saber continuaría siendo incompleto, al mismo tiempo dijéramos que pertenece a un mundo superior. En realidad, siendo más precisos, formaría parte del todo. Sin embargo, lo cierto es que lo absolutamente extraño u otro tiene que permanecer, por definición, como ab-suelto del todo, esto es, sin juicio —sin lenguaje. Nuestra necesidad de comprender a Dios expresaría, por tanto, nuestra congénita incapacidad para soportar a Dios y, en definitiva, para enfrentarnos a una alteridad sin rostro.
Es cierto que llegados a este punto, alguien podría objetar que los humanos seríamos absolutamente extraños para los ácaros del polvo, si fueran conscientes, y no por ello seríamos dioses. Sin duda, esta —que fuéramos dioses— sería su impresión. Pero se equivocarían. Pues no somos dioses. Como tampoco un dios es Dios.
Ahora bien, quien plantease dicha objeción no tendría en cuenta que esto es así tan solo con respecto a cualquier objeto insólito, no con respecto a la nada. Al menos, porque la nada es, de hecho, lo que en modo alguno cabe asimilar. Y por eso mismo, es lo único que puede comprenderse como lo absolutamente extraño. En modo alguno, la nada se hace presente como tal. Ninguna metáfora ontológica vale para la nada… salvo el todo, lo que no implica que la nada sea asimilable. Pues el todo tampoco lo es. Ciertamente, podríamos creer que la nada remite a, por ejemplo, el vacío. Pero esta remisión sería meramente literaria o epistemológica, en modo alguno ontológica. El martillo remite al clavo —y esta remisión es entre cosas (y por eso mismo, hablamos de una remisión ontológica: no se trata simplemente de hacerse una idea de la naturaleza de un martillo… como cuando comparamos la nada con el vacío). Ontológicamente, la nada solo puede remitir al todo. Pues hay el todo porque la nada no es. Es decir, porque la nada es en su negación de sí, hay el todo. Y aquí topamos, de nuevo, con Dios —con el acto creador que es Dios en sí. Pues Dios crea el mundo retirándose —o por decirlo en cristiano, vaciándose de sí mismo. Sin embargo, esto no deberíamos entenderlo como si primero hubiera Dios y, posteriormente, se vaciase de sí mismo. Nada hay antes del acto creador. Dios, en sí, es el acto de negación de sí en pos de lo otro de sí —en filosófico, el no es nada de un puro haber. En esto consiste el amor de Dios. Y nadie dijo que el amor no fuese excesivo, sin medida,terrible. Por el amor de Dios, hay Dios como el eterno por-venir de Dios. Y, consecuentemente, por este mismo amor hay el todo.
Evidentemente, lo anterior no es Nietzsche. Pero conecta con Nietzsche. O mejor, es lo que acaso hubiera dicho Nietzsche de poseer, como decía, un instinto dialéctico más afilado. Con todo, lo que sí intuyó Nietzsche es la profunda conexión entre nihilismo y el monoteísmo cristiano. Y esto es lo que cuesta, religiosamente, de tragar.
nietzscheanas 64
abril 3, 2025 § Deja un comentario
En Nietzsche podemos rastrear dos críticas al cristianismo. Una es explícita —y es la que figura en los manuales. La otra es subyacente y tira de ironía. Bastante. La primera se dirige directamente a la cristiandad —y podríamos decir que tiene que ver con la transformación del cristianismo en un platonismo para el pueblo, una vez se impone como la religión oficial de Occidente. La segunda es, según mi parecer, la más interesante. Pues se sirve del cristianismo para dinamitar la cristiandad. Pero aquí hay que leer entre líneas. En este sentido, es posible que Nietzsche entendiera el cristianismo mejor que muchos cristianos.
Conforme a la primera, el cristianismo, en tanto que platonismo popular, proporciona una sentido a la existencia —un hacia donde— desde las alturas, por decirlo de algún modo. Así, la vida posee un significado únicamente en la medida que encarna el ideal, lo que debe ser, en definitiva, lo que realmente vale… aun cuando sea hasta cierto punto. La vida, por consiguiente, no posee valor en sí misma. Ahora bien, lo que esto implica es que, desde la perspectiva cristiano-platónica, la vida, en cuanto tal, queda devaluada. Hasta aquí nada que no sepa quien haya leído a Nietzsche con un mínimo de interés.
En cambio, según la segunda, el ateísmo moderno es un hijo bastardo de la proclamación cristiana. Nietzsche, como decía, no lo afirma explícitamente (y por eso, hay que leer entre líneas). Pero es imposible, debido a su sólida formación teológica, que Nietzsche ignorase que los primeros en proclamar la muerte de Dios fueron, precisamente, los cristianos. Me cuesta imaginar que Nietzsche no tuviera en mente, al escribir y nosotros lo hemos matado tras proclamar la muerte de Dios, las resonancias cristianas de este nosotros. Y es que, conforme a la confesión creyente, quien colgó de una cruz no fue simplemente el enviado de Dios, sino el quién de Dios, aquel con el que Padre se identifica, —el Hijo—… y sin el cual Dios aún no es nadie.
Para el cristianismo, Dios tiene cuerpo. Al margen de su cuerpo, el haber de Dios anda rozando el del un nadie. Pues la encarnación no debe entenderse como si Dios adoptase un aspecto humano. De hecho, esta lectura del hacerse cuerpo de Dios fue condenada —y ferozmente— por la Iglesia, desde casi el principio. La presencia de Dios, al margen de la corporalidad, es la de un eterno ausente o en falta. Es decir, Dios no tiene otra entidad que la del cuerpo de quien acabó muriendo como un perro bajo el implacable silencio de Dios, aunque también abandonándose a Dios… lo que para Nietzsche sería, ciertamente, absurdo. Por consiguiente, según la confesión creyente, el único aspecto de Dios —su forma, esencia o modo de ser— es el de un crucificado en nombre de Dios… esto es, en su lugar. Desconcertante —muy desconcertante— para los que poseen una típica sensibilidad religiosa. Pues esta da por descontado que Dios existe en una especie de dimensión desconocida a la manera de un ente superior —o, si se prefiere, supremo—, tutelando, de manera a menudo incomprensible, la vida de sus criaturas. Y digo desconcertante, por no decir escandaloso o, sencillamente, inaceptable… para quien necesita decirse a sí mismo que goza del amparo de un poder sobrehumano.
En este sentido, podríamos sostener que, en tanto que aún no es nadie sin la adhesión incondicional del hombre de Dios, el Dios cristiano nos libera de la dependencia de lo divino, en definitiva, de lo gigantesco. Y nos libera porque la cruz revela la impotencia de Dios, al fin y al cabo, el envés del poder de la nada. Pues el poder que puede con el todo —el todopoderoso— es el de una nada que permanece agazapada en su negación de sí —y en esto consiste el amor de Dios— más allá del todo (y por eso mismo, de los tiempos). En realidad, el horizonte del amor siempre fue la inmolación.
Evidentemente, para el cristianismo el asunto no termina con la cruz. Pues hubo resurrección. Esta proporcionaría, por tanto, un hacia donde a la existencia. Sin embargo, probablemente Nietzsche nos diría que hay que aprender a leer. Pues que la resurrección de los muertos —ese imposible— se venda como la solución es como decir que no hay solución. En este sentido, el cristianismo, bien leído, sería un brutal ejercicio de ironía.
Así, en nombre de este Dios, estamos solos. Y por eso caben dos opciones. O bien, asumimos que somos hermanos debido a una común orfandad (y actuamos en consecuencia… esperando lo imposible). O bien, y esta sería la propuesta de Nietzsche, nos ponemos a bailar. Y da igual si lo hacemos rodeados de amapolas o encima de la pira de los gaseados. Todo vale. Y por eso mismo, nada vale. O al revés. Sin embargo, en el caso de emular a Dioniso, el dios bailongode la Antigüedad, lo que dejaríamos atrás sería, precisamente, lo que hasta el momento había constituido nuestra humanidad. No secundariamente, Nietzsche entendió el dilema de la existencia como un tener que apostar por Cristo o por Dioniso.
Con todo, la cuestión es quién será capaz de bailar de este modo. Pues este baile no es, ciertamente, para el hombre.
recursividad
abril 1, 2025 § Deja un comentario
Podemos preguntarnos en qué consiste la realidad de Dios. Pero también en qué consiste la creencia en Dios. De hecho, la reflexión es recursividad, la posibilidad de desplazar la interrogación sobre el objeto a la interrogación misma. Ahora bien, el efecto lateral de este desplazamiento es, precisamente, el extrañamiento del sujeto de su creencia. Pues no es lo mismos dirigirse a Dios —invocarlo— que inspeccionar el sentido de esa invocación.
Ahora bien, esta interrogación de segundo orden tiene también sus presupuestos. Pues no es lo mismo pensar la creencia en Dios donde Dios se da por descontado que donde no. Agustín, Anselmo, Tomás de Aquino… no dudaron. O mejor: a pesar de sus dudas, nunca se pusieron en el lugar de Dios. Así, no es que la sospecha moderna conduzca a la increencia, sino que esta —al fin y al cabo, la negación de Dios— precede al ejercicio de la sospecha.
Aunque, en realidad, cristianamente, el gran extrañamiento tuvo lugar sobre el Gólgota. No es el mismo extrañamiento que el del filósofo. A pesar del aire de familia.
cambio climático
marzo 29, 2025 § Deja un comentario
Una vez las escuelas renuncian a educar en la cultura del esfuerzo —una vez, la mentalidad del maestro de primaria se impone en las etapas posteriores—, la escuela renuncia a la formación del carácter. Y esto es así, incluso, en aquellas que, por tradición, siempre han tenido esto último como objetivo principal. Ciertamente, no es esto lo que se dice. Pero es lo que sucede. Normal, cuando se nos insiste en que el alumno es el centro. Y lo que hay que hacer es cuidarlo como una madre cuida de sus polluelos. Sobre todo, que no se frustre —que esté satisfecho emocionalmente.
Nadie niega que hay que tener en cuenta dónde se encuentran los chicos —cuál es su punto de partida. Pero una cosa es esta y otra, muy distinta, adaptar los programas a su nivel. Pues el centro no es el alumno, sino el asunto —lo que hay que aprender. Y nada interesante se aprende donde se presupone que no hay que picar piedra. Es lo que tiene lo interesante: que en un momento u otro se pone cuesta arriba.
Una escuela seria debería tener muy en cuenta que el mundo no juega a su favor. Que, al menos en Occidente, tiende a infantilizarnos. Y donde la escuela se encarga de prolongar la infancia, con la aquiescencia de tantos padres helicóptero, el resultado será, inevitablemente, el de hombres y mujeres que no tendrán munición suficiente para afrontar la realidad. Es lo que tiene el rechazo de la figura paterna. Ciertamente, esta tiene su lado oscuro. Pero lo que no deberíamos comprar es que su contraparte, la figura materna, carezca de sombras. De hecho, son las que ahora cubren el panorama escolar como si fuesen una niebla espesa. Y asfixiante.
retrasada verdad
marzo 27, 2025 § Deja un comentario
El estar en deuda con alguien, en el sentido no monetario de la expresión, es uno de los vínculos más estrechos que podemos llegar a tener. Así, por ejemplo, estamos en deuda con nuestros padres, con el amigo… con nuestros hijos. En el fondo, la pregunta es a quién le debemos la vida que vivimos.
Ahora bien, podemos estar en deuda y no sentirlo. Y este es, precisamente, el asunto. De hecho, por ahí van los tiros de la escisión que nos apartó del chimpancé —la que divide cuerpo y alma, por decirlo a la manera tradicional. Sin embargo, no hay que haber leído a Hume para constatar que los motivos que nos impulsan son siempre corporales. Así, aun cuando sepamos que estamos en deuda con aquel o aquella a quien le debemos la vida, podemos vivir como si no lo estuviéramos. Y más, con el paso del tiempo. Pues el tiempo erosiona cuanto alcanza. El mundo nos obliga al trato. Y cualquier trato no deja de ser un contrato, un intercambio comercial (y por eso mismo, un maltrato). Existimos, por tanto, como los que fueron apartados de lo verdadero.
Con todo, hay momentos epifánicos en donde el cuerpo sigue a la visión. Es decir, momentos en los que lo verdadero —lo que es o tiene lugar en cuanto simplemente pasa— es incorporado. Se trata de un caer en la cuenta de lo que quizá ya sabíamos o dábamos por descontado, en este caso que nos hallamos en deuda. No obstante, estos momentos suelen ser terminales. Quiero decir que suelen presentarse cuando el otro ya no está —una vez deviene el ausente. Será cierto que hay verdad, pero no para nosotros. Para nosotros, su eco —su espíritu, su hálito. Y lo que acaso constituya su envés: la penitencia, la responsabilidad, la obediencia.
Kant, en plan práctico (y 4)
marzo 26, 2025 § Deja un comentario
Esta es la pregunta que rige la ética kantiana: ¿qué nos interesa a todos, seamos de aquí o de allí —que queremos, en el fondo, por el simple hecho de ser algo más que simios? Según Kant, como mujeres y hombres —aunque Kant diría como seres racionales… pues admite la posibilidad de racionales que no sean humanos—, no queremos otra cosa que libertad, no depender de nada que se nos imponga desde fuera, es decir, heterónomamente. Y esto por las razones que ya expusimos en su momento, la cuales apuntan, en definitiva, al hecho de que, espontáneamente, condenamos, pongamos por caso, a quien, cumpliendo con lo que exige una amistad, no tiene otro interés que servirse de ella para su propio beneficio, aunque este sea únicamente el de sentirse bien.
Sin embargo, la respuesta a nuestra pregunta inicial ¿no debería ser felicidad? Hume es lo que hubiera dicho. Y probablemente cualquiera de nosotros. Al fin y al cabo, no pretendemos nada que no sea sentirnos bien. Para Hume, y con respecto a los fines, no cabe ir más allá del sentimiento, las emociones, las pasiones. Toda intención —interés, propósito, fin— arraiga en la sensibilidad. De ahí que haya una multiplicidad de intereses. Y es que, aun cuando todos buscamos la felicidad, no tenemos tan claro qué es lo que nos hace particularmente felices.
Los tiros de Kant no irán, como sabemos, por ahí. Kant traza su pensamiento con punta fina. Pues hay que prescindir del rotulador grueso a la hora de distinguir entre las inclinaciones propias de las apetencias o deseos y la propia del querer —o en palabras de Kant, la propia de la voluntad—… lo que Hume, ciertamente, no hace. Esta distinción, en el fondo, corre pareja a la que media entre el sujeto trascendental y el empírico. Y, ciertamente, el sujeto empírico, aquella parte de nosotros que se encuentra sujeta a lo que de hecho prefiere —a inclinaciones heterónomas, sean biológicas o el producto de nuestra pertenencia a una determinada cultura— no pretende otra cosa que sentirse bien, esto es, felicidad. Hume se detiene aquí. Pues no encuentra razones para afirmar que seamos algo más que cuerpos que buscan, aunque conscientemente, su satisfacción.
Kant es, sin duda, más perspicaz. Y es que nuestra resistencia feroz a ser utilizados como medios de propósitos ajenos —al fin y al cabo, nuestra resistencia a la esclavitud—, para Kant, no expresa simplemente que, de hecho, ello nos disgusta enormemente. Pues si fuese solo que de hecho nos disgusta, podría darse la situación en la que no nos disgustase. Ciertamente, expresa un interés, pero un interés en modo alguno contingente —esto es, un interés que pueda darse… o no. Al contrario. Estamos ante un interés universal y necesario o inevitable. Esto es, ante un interés racional, independiente de nuestro particular modo de ser o de cómo hayamos sido educados. Pues tanto la universalidad como la necesidad son rasgos de la razón. De hecho, los rasgos. Kant se refiere, en definitiva, al interés que constituye nuestra dignidad y, por eso mismo, presente en cualquier hombre o mujer… aunque también en Yoda, por así decirlo.
Es verdad que podemos sentirnos muy a gusto siendo utilizados. Por ejemplo, cuando conseguimos ese objeto que tanto deseamos… debido a una campaña publicitaria eficaz. Pero una cosa no quita la otra. Pues lo que significaría este encontrarse tan a gusto siendo manipulados es que, al identificarnos con el deseo —al creer, aunque en falso, que es nuestro—, ignoramos que estamos siendo, precisamente, manipulados (y que, por eso mismo, no es nuestro). De hecho, basta con que nos digan que, sin ser conscientes de ello, hemos formado parte de un experimento que consiste en irnos inyectando deseos durante una temporada… para que nos extrañemos de lo que, hasta el momento, hemos considerado nuestro. Y si nos extrañamos —si vemos esos deseos como extraños— es porque, al fin y al cabo, lo más nuestro es el interés de no tener otro interés que el de hacer lo que queremos, es decir, querer —y aquí, para comprender lo que pretende decirnos Kant, no hay que ponerse demasiado románticos. Y es que uno solo quiere lo que se manda incondicionalmente a sí mismo, a saber, hacer lo debido por hacer lo debido, libremente, sin otro motivo que no sea el del respeto absoluto que el otro exige. Al fin y al cabo, somos, en el ámbito de lo práctico o moral, este obligarnos a nosotros mismos a la libertad. Más aún: en esto consiste la libertad, en un querer querer.
Con todo, la cuestión que, seguidamente, se planteará Kant es qué relación mantienen entre sí la integridad moral —la autonomía— y la felicidad. De hecho, no parece que vayan de la mano. Pues, lo habitual, es que, en este mundo que nos ha tocado en suerte, las personas moralmente íntegras no tengan las de ganar. Sin embargo, sería absurdo que integridad moral y felicidad no terminasen yendo de la mano. Deberían ir de la mano. De ahí que Kant remita al reino de los fines —esta es su expresión—, aquel en el que una será el envés de la otra. Evidentemente, Kant tiene en mente un reino post mortem. Pues nuestro mundo no puede garantizar que integridad y felicidad anden a la par. Tan solo, Dios en su reino. Por eso Kant sostendrá que Dios es el postulado de la razón práctica.
¿Se trata de una mera creencia? No, exactamente. Pues la base de este postulado no es la necesidad de que la película termine bien —de que tenga un final feliz—, sino el absurdo que supondría que, de hecho, no fuese así. La esperanza de que libertad y felicidad vayan de la mano reposa, por tanto, en que lo contrario, de darse definitivamente, sería inconsistente, no ya con nuestra persistente inclinación a la felicidad —al sentirse bien—, sino con nuestra naturaleza racional. Pues la libertad solo se ejerce en relación con lo bueno —con la máxima moral. Y, dado que también somos seres sensibles, el otro lado de la realización de lo bueno es el sentirse bien. Si de hecho integridad moral y felicidad no van a la par es porque el mundo, sencillamente, no lo admite. No porque no tenga que ser así. Por eso Kant dirá que, en relación con la felicidad, de lo que se trata, mientras sigamos en este mundo, no es de buscarla a cualquier precio —pues, en ese caso, renunciaríamos al ejercicio de la libertad—, sino de hacernos dignos de ser felices.
intereses dispares
marzo 26, 2025 § Deja un comentario
¿Qué le interesa genéticamente a una mujer? Intimar. Esto es, que el hombre forme parte de ella… aunque para esto suceda, salvo que su carácter sea tóxico, ella ha de de formar parte de él. En definitiva, poder decirse a sí misma que ese hombre no la abandonará. Pues este es su temor fundamental.
¿Qué le interesa genéticamente al hombre? No formar parte de ninguna mujer. En cualquier caso, tenerlas a su disposición. Su campo es el campo abierto, allí donde se caza y pelea. Ciertamente, a la mujer también le interesa que el hombre sea capaz de salir al campo. Pero siempre con una correa. Para tirar de ella si hiciera falta.
¿No es posible, por tanto, el encuentro? No, si se entiende como coincidencia. Sin embargo, sí… de entenderlo como salto sobre el hiato, en definitiva, como reconciliación. Y quizá, por eso mismo, los amantes —es decir, los que se aman— se encuentran, en el instante. verdadero, “fuera del mundo”. Como escribiera Rimbaud.
Kant, en plan práctico (3)
marzo 23, 2025 § Deja un comentario
Llama la atención que Kant considere la voluntad como razón práctica. Pues ¿de qué modo la voluntad podría presentarse como racional? Para entender qué es lo que pretende decirnos Kant al respecto, hay que tener en cuenta que, como sujetos, estamos sujetos a diferentes demandas —pues de no estar sujetos a nada no seríamos nadie. Sin embargo, no todas son racionales, es decir, incondicionales. La razón manda —y manda sin que sea posible plantear objeción alguna (y en esto consiste su carácter incondicional). En tanto que seres racionales somos quienes se hallan sujetos al mandato de la razón. Así, en el terreno del saber, la razón exige pensar conforme a las reglas de la lógica. Pues no hay mundo que no se ajuste a dichas reglas. Sencillamente, no pueden haber hechos contradictorios. Necesariamente, si A es mayor que B, y B mayor que C, entonces A será mayor que C. No puede ser de otro modo. Es decir, la validez de este principio no depende de que se cumplan ciertas condiciones, por ejemplo, que el mundo no sea el de los Orcos. La pregunta sería, por tanto, qué manda la razón en el ámbito de la moral. Ahora bien, el territorio de lo práctico es, en términos de Kant, el del interés. De ahí que la pregunta sobre el mandato de la razón práctica equivalga a la que se interroga sobre la posibilidad de un interés —una motivación— racional… es decir, incondicional. ¿Qué es lo que queremos “sí o sí”, esto es, incondicionalmente?
La respuesta no puede apuntar, como es obvio, a un interés en concreto. Pues que nos interese esto o aquello dependerá de cuál sea nuestra circunstancia. De hecho, difícilmente nos interesaría lo que ahora nos interesa en particular —el nuevo iPhone, trabajar en una empresa de marketing, una casa en la Cerdanya…— si hubiéramos nacido, pongamos por caso, en la Mongolia más rural. En el caso de que hubiese un interés racional, este tendría que pertenecer a cualquier sujeto racional, sea europeo, indio… o extraterrestre. Esto es, no tendría que expresar un determinado carácter o psicología. Teniendo en cuenta que este interés es lo que somos en tanto que nos hallamos sujetos a la razón —y teniendo en que un interés exige, por definición, ser satisfecho —, el mandato con el que se expresa el interés racional debe comprenderse como un mandarse a uno mismo, y en definitiva, como voluntad. A este mandarse a uno mismo, Kant lo denomina autonomía (y aquí conviene recordar que este mandarse a uno mismo no se entiende si no tenemos en cuenta la escisión, en terminología kantiana, entre el sujeto trascendental y el empírico). Este mandato, en tanto que nos constituye como seres racionales, es categórico. O por decirlo de otro modo, no admite excusas.
La autonomía no debe entenderse, consecuentemente, como un obligarme a realizar un interés particular, por ejemplo, a terminar los estudios de medicina. Esto último tendría que ver con la fuerza de voluntad y, por extensión, con un particular modo de ser. Pues no todo el mundo posee la misma fuerza de voluntad o firmeza a la hora de llevar a cabo lo que se propone. En cambio, todos los seres racionales se encuentran sujetos al interés de no depender de nada ajeno a ellos mismos, de nada que no pertenezca intrínsecamente a lo que, en definitiva, son, a saber, sujetos racionales. A este interés, como decía, Kant lo denomina voluntad. Por eso, Kant sostiene que tan solo es buena la buena voluntad, esto es, la voluntad en su sentido más universal, la que se expresa a través del imperativo categórico, aquel que exige hacer lo debido —el mandato de la máxima moral: dirás la verdad, no robarás…— con el único interés o propósito de hacer lo debido, al fin y al cabo, por el otro. La mala voluntad sería, por tanto, aquella cuyo propósito o interés obedece principalmente al temor a ciertas consecuencias o a la búsqueda de la aprobación de los demás. Así, la mala voluntad, al centrarse en un interés particular, no podría evitar que tratásemos al otro como medio y no como un fin en sí mismo. En este sentido, la mala voluntad no sería más que reacción a los estímulos del entorno. Como las bestias. De ahí que la buena voluntad sea sinónimo de libertad. Otro asunto es que, además, el cumplimiento del deber por puro sentido del deber nos haga sentirnos bien con nosotros mismo. Pero la genuina libertad no tiene nada que ver con el sentirnos bien… aun cuando, a menudo, confundamos la libertad con el sentirse libre —y por eso mismo, bien— ante la posibilidad de conseguir cuanto deseamos.
Consecuentemente, Kant distingue el imperativo categórico de los que denomina imperativos hipotéticos, aquellos cuya obligación depende de que admitamos una determinada condición. Por ejemplo, no debes robar… si no quieres ir a la cárcel o sentirte a disgusto contigo mismo. Resulta evidente que los imperativos hipotéticos no nos obligan incondicionalmente. En este sentido, son, en palabras de Kant, heterónomos. Su obligación se nos impone desde fuera, por así decirlo. Incluso cuando esta procede de nuestro cuerpo… como cuando tememos las consecuencias o buscamos una compensación. Pues el cuerpo, en tanto que conscientes de nosotros mismos, siempre se encuentra, en cierto sentido, enfrente. En cambio, el imperativo categórico es al que nos encontramos sujetos… en tanto que sujetos racionales, al margen de cuál pueda ser nuestro carácter particular. Al fin y al cabo, hablamos de un imperativo universal, el que nos manda, precisamente, ser libres. Este es el único interés de los seres racionales (y como racionales).
Así, conforme al imperativo categórico, no basta con cumplir solo con la máxima —no robarás, dirás siempre la verdad…—, sino cumplir con la máxima sin otra intención, propósito, o interés… que el de cumplir con la máxima. Es decir, sin otra voluntad. Según Kant, no somos buenos, moralmente hablando, solo porque cumplamos con la máxima. Pues cabe hacerlo impulsados solo por el miedo o la necesidad de agradar. En cualquier caso, seríamos simplemente legales , pero no moralmente íntegros. Ahora bien, esto no es así porque lo dijera Kant —no es una opinión de Kant—, sino que Kant lo dice… porque es así. De hecho, nadie, sea de dónde sea, diría de alguien que da de comer al hambriento que es bueno, moralmente hablando, porque lo hace para mostrarse como individuo ejemplar. O, por poner otro ejemplo, Incluso un esquimal condenaría al amigo interesado, aquel que es fiel movido únicamente por una fin particular, esto es, utilizando al amigo como medio para conseguir ese fin. Quien comprende lo que quiso decirnos Kant, comprende, por tanto, que la voluntad que, en definitiva, somos exige cumplir con el deber por puro sentido del deber —la expresión es de Kant. Es decir, nuestro interés racional exige —e incondicionalmente— hacer lo debido por hacer lo debido, esto es, con buena voluntad.
Con el fin de clarificar el imperativo categórico, Kant ofrece, principalmente, tres formulaciones. La primera dice más o menos lo siguiente: que, a la hora de cumplir con la máxima, tu interés pueda ser el de cualquiera. Es decir, que tu único interés sea el de cumplir con la máxima desinteresadamente, esto es, sin un interés particular.
La segunda formulación —que tu máxima pueda entenderse como una ley universal— constituye una vuelta de tuerca. Pues se trata de evitar caer en la tentación de procurarse una máxima a medida. No cualquier máxima puede presentarse como máxima que podamos obedecer con buena voluntad. Tan solo aquellas que puedan valer para cualquiera. Por ejemplo, no podríamos mentir por mentir como si podemos decir la verdad por decirla. Pues sería contradictorio obligarse a uno mismo a mentir siempre. Esta máxima no puede, lógicamente, convertirse en ley universal sin bloquear el uso del lenguaje. De ahí que la libertad solo puede realizarse en relación con la máxima moral. La verdadera autonomía —el darse a uno mismo la ley— no debe entenderse, por tanto, como darse a uno mismo la máxima.
La tercera —trata al otro como un fin en sí mismo, y no como un medio— es, diría, la más reveladora. Pues expresa lo que está en juego con el hacer lo debido por hacer lo debido, a saber, el ser fiel por serte fiel, el decir la verdad por decirte la verdad. En definitiva, por ti. Kant, en este contexto, hace referencia al sentimiento de respeto que acompaña a la buena voluntad, un sentimiento que Kant considera… racional. Esto último resulta un tanto extraño, si se piensa bien. Pues no parece que los sentimientos casen con la razón. Ahora bien, si Kant utiliza el adjetivo racional en relación con el sentimiento de respeto es porque se revela, una vez comprendemos qué significa estar sujetos al imperativo categórico, como el envés del interés racional. En cualquier caso, para comprender mejor el carácter racional del sentimiento de respeto, podemos leer las entradas tituladas el ego de Kant (1 y 2).
Sea como sea, lo que Kant viene a decirnos es que no hay otra libertad que la del querer por querer. Y uno solo puede querer honestamente el bien. Preguntarse por la existencia de un interés racional equivale a preguntarse por lo que queremos incondicionalmente. Por eso mismo, no deberíamos confundir el querer con el desear o el apetecer. Al menos, porque todo deseo o apetencia son, de hecho, un implante —o, en términos de Kant, demandas heterónomas. Aun cuando nos resulte gratificante el que podamos realizar cuanto nos apetece o deseamos. Por contra, la demanda de la voluntad se nos impone a priori —pues de entrada,somos este estar sujetos al mandato racional. Esto es, su exigencia no depende de nuestra educación o de la cultura a la que pertenezcamos.
Ciertamente, nunca podremos determinar hasta qué punto de hecho nuestro interés es inmaculado. Pues, humanamente, no hay interés —intención, propósito…— que sea químicamente puro. Al fin al cabo, no solo estamos sujetos a las exigencias de la razón. En el terreno de lo humano, todo es mezcla. Pero esto no impide que ignoremos en qué consiste la integridad moral. Pues lo que queremos, en el fondo, es querer. Es decir, libertad. Otro asunto es que creamos, equivocadamente, que la libertad va de la mano de sentirse libres porque podemos hacer cuanto deseamos.
nihilismo común
marzo 19, 2025 § Deja un comentario
Dice el nihilista: no hay sentido. La vida no es más que ruido y furia —un cuento narrado por un idiota. Ningún hacia dónde —un final que resuelva nuestras incógnitas. ¿La respuesta? Puede que haya un final —una finalidad, un propósito. Pero en ningún caso, lo habrá para nosotros, los desplazados de cualquier presente. El todo —el final— nunca puede ser el todo para quien se encuentra más allá de sí mismo. El sentido es, en cualquier caso, un porvenir incierto. Y debe ser así: nunca como presente.
Hay sentido, precisamente, porque la vida no tiene sentido. Ni podrá tenerlo. Está es, en el fondo, la moraleja de la resurrección de los muertos. La esperanza creyente, a diferencia de la mera expectativa, apunta a lo imposible —a aquello que el mundo no puede admitir como posibilidad. Y lo imposible en modo alguno es una ficción. Aunque se exprese con el lenguaje del mito. O por eso mismo.
paradojas creyentes
marzo 17, 2025 § Deja un comentario
El devoto cree que Dios existe… a la manera de un ente superior y de naturaleza algo así como espectral. Pero, a la vez, cree —o al menos, hoy en día— que no puede creer en ello, aun cuando esta segunda creencia sea implícita. Pues si se le apareciese Dios mismo tras haberle invocado… creería que se la ha aparecido, precisamente, un fantasma. O que se encuentra bajo los efectos de una alucinación. En realidad, Dios, en tanto que desmesurado, no puede aparecer… como tal. Pues cualquier aparición implica una reducción a la medida humana, esto es, a las condiciones de posibilidad de la recepción.
De hecho, su aparición —su hacerse presente—, cristianamente hablando, fue colgando de un madero como un apestado de Dios.
el miedo a la sensación perturbadora
marzo 15, 2025 § Deja un comentario
Cuando tenía unos seis o siete años, llegó a la escuela donde estudiaba música una niña protestante. También recuerdo que la sensación fue muy perturbadora. No podía evitar verla como extraña. ¿Podía haber alguien así? Luego, al irnos conociendo, esa sensación fue disolviéndose como azúcar en el café. Pero, con ella, la adhesión a la propia creencia. Con el tiempo, fue perdiendo vigor identitario, familiar, tribal. La identidad fue rehaciéndose con materiales menos duros, más sofisticados o sutiles. Sin embargo, podía haberme enrocado en mi rechazo inicial. Es decir, podía haber permanecido en la infancia.
Ana Arendt dejó escrito que el origen del mal —un origen, según ella, transido de banalidad— tiene que ver con la ausencia de reflexión, en el sentido socrático de la expresión, aquel que remite a la capacidad de cuestionarse a un mismo y, por extensión, a lo que damos por descontado. Sin embargo, lo que vale para el individuo no vale para los grupos —y menos, para la masa. La polis nunca fue la suma de las máscaras.
vesper
marzo 14, 2025 § Deja un comentario
Vesper es una película distópica, muy bien filmada. El ambiente, acaso el protagonista principal, es irrespirable, aunque hay algún que otro apunte de belleza, eso sí terminal. No hay atisbo de Dios. ¿Esto demuestra algo? Quizá que no hay Dios porque ya no quedan creyentes. Y no porque Dios sea una proyección, sino por aquello que podemos leer en el Talmud: si crees en mí, Yo soy; si no crees, no soy. O por la escandalosa declaración cristiana. Pues encarnación significa que sin su quien —un crucificado—, Dios no es aún nadie.
sinceridad
marzo 12, 2025 § Deja un comentario
No tengo secretos para él —dice ella. Confío plenamente.
Sin embargo, ¿podría estar con quien fuera capaz de leer su mente? No me atrevería a decirlo. ¿Por qué? ¿Quizá porqué siempre mantenemos una reserva con respecto a nuestra sinceridad? De hecho, no podemos evitarlo… en tanto que somos un continuo diferir de nosotros mismos —un no terminar de ser lo que somos. Este es nuestro secreto —aquel que no podemos confesar sin interrumpir, precisamente, la relación de confianza. ¿Impostura? No. En cualquier caso, un saber de qué va el juego.
Es como si un hombre le declarase su amor a una mujer diciéndole que la ama, pero añadiendo a continuación que no acaba de estar por entero en ese compromiso. Y ello aun cuando se ate a ese compromiso. De hecho, porque no termina de coincidir consigo mismo, debe atarse si quiere seguir con esa mujer, mejor dicho, amarla hasta el final. Sin embargo, ninguna mujer aceptará que la quieran así. Es decir, ninguna mujer admitirá la fidelidad de quien ya no siente por ella lo mismo de antes, salvo acaso el cariño. Y puede que este fuera su error.
Kant, en plan práctico (2)
marzo 11, 2025 § Deja un comentario
NB:
Alguien podría preguntarse —y sirva este comentario como nota al pie— qué significa decir que somos “ambos sujetos” —el sujeto empírico y el trascendental. ¿Quién está sujeto, por un lado, a las exigencias de lo empírico y, por otro, a las de lo trascendental? No parece que haya un quien al margen de este estar sujeto a ambas exigencias. Pues el quien —el hecho de ser alguien— va, precisamente, con este hallarse sujeto a. Sin embargo, es igualmente obvio que tiene que haber algo así como un sustrato que esté sujetado por. ¿Cuál sería su naturaleza? Si por naturaleza entendemos modo de ser, ese sustrato, en sí mismo, carecería de naturaleza… en tanto que el modo de ser es determinado por un estar sujeto a. Hablamos, por tanto, de una realidad sin naturaleza, la de una pura conciencia de sí, del estado que consiste, precisamente, en un continuo diferir de sí mismo, es decir, de la serie de rasgos, demandas, expectativas… con las que nos identificamos y, por extensión, hacen posible el alguien —el quien.
Ahora bien, el peso de la exigencias que constituyen al sujeto trascendental no es el mismo que el de aquellas que conforman al sujeto empírico. Y ello porque el que seamos conscientes depende de la racionalidad, esto es, de su mandato, el que nos obliga, en definitiva, a la libertad. Como veremos, el que, en el fondo, no queramos otra cosa que la independencia de las contingencias que nos atan o someten, por muy gratificantes que sean —al fin y al cabo, que en lo más íntimo queramos ser libres— es el envés de la conciencia de sí. Pues esta conciencia es, como decía, un continuo diferir —un continuo hallarse más allá— de cuanto, estando en nosotros, nos obliga simplemente a reaccionar. Y ello a pesar, como decía, de que estas reacciones nos resulten satisfactorias.
Kant, en plan práctico (1)
marzo 11, 2025 § Deja un comentario
- Kant se pregunta si la razón tiene un interés práctico. Es decir: si la razón, en lo relativo a la moral —práctico, en Kant, es sinónimo de moral—, posee fuerza motivadora, un interés propio. La cuestión se plantea frente a Hume, el cual, como sabemos, sostuvo la tesis de que la razón es esclava de las pasiones. Así, esta podrá indicarnos cuál es el mejor medio para alcanzar un determinado fin, pero en modo alguno puede señalarnos cuál tiene que ser, precisamente, ese fin. Para Hume, son las emociones —las pasiones— las que determinan la finalidad de cuanto hacemos o dejamos de hacer. Por tanto, la pregunta sería si el deber de respetar a nuestro semejante, pongamos por caso, se nos impone simplemente porque nos hace sentir bien o si, por el contrario, se trata de un deber exigido por la razón… al margen de cómo nos podamos sentir al respecto
- Conviene tener presente que cuando Kant se refiere a la razón práctica, la palabra razón no arrastra las connotaciones habituales, a saber, aquellas que remiten a la lógica, la matemática…, en definitiva, al conocimiento. En este contexto, lo que Kant tiene en mente es, sobre todo, el carácter coercitivo de la razón, el hecho de que la razón manda —y manda categóricamente, es decir, sin posibilidad de objeción. Ahora bien, el mandato racional no es extrínseco o, por emplear el término de Kant, heterónomo —esto es, no se nos implanta desde fuera, como podría ser, por ejemplo, una buena costumbre—, sino que nos pertenece como aquello más íntimo. Y nos pertenece en tanto que sujetos racionales. La subjetividad —el que seamos alguien para nosotros mismos— es indisociable de estar sujetos a obligaciones, mandatos, exigencias que van más allá del instinto. De lo contrario, seguiríamos siendo unos bonobos más o menos satisfechos. Por consiguiente, que seamos sujetos racionales significa que somos los que se encuentran sujetos a los requerimientos de la razón (y no solo a los del instinto). La pregunta es, por tanto, qué es lo que manda la razón en el territorio de la moral, en definitiva, qué es lo que nos exigimos a nosotros mismos en tanto que seres racionales.
- Entender lo anterior supone entender que la razón, moralmente hablando, es sinónimo de voluntad. Pues la voluntad, en tanto que supone un obligarse a uno mismo, es imperativa. Ciertamente, la apetencia o el deseo poseen también un carácter imperativo. Así, cuando algo nos apetece o es deseado nos sentimos empujados —y a menudo fuertemente— a poseerlo. Pero esta obligación, como decía, siempre se nos impone desde fuera. Nos apetece, por ejemplo, tomarnos un trozo de pastel porque el cuerpo necesita azúcar. O deseamos esa camiseta fosforito… porque es la que llevaba Taylor Swift en su último concierto. Toda apetencia o deseo son un implante externo. Si creemos que el deseo es nuestroes únicamente porque nos identificamos con él —porque damos por descontado que nuestra identidad o, incluso, felicidad dependen de que podamos realizarlo. Pero nadie elige su deseo o apetencia. Más aún —y por eso mismo, según Kant—: nadie es su deseo o apetencia, aun cuando nadie pueda desembarazarse de ellos.
- Es verdad que cuando nos proponemos alcanzar un objetivo cueste lo que cueste —cuando le ponemos voluntad a algo— el fin nos viene inicialmente dado. Es decir, que tampoco lo elegimos. Quienes estudian medicina, por ejemplo, comenzaron sus estudios porque fueron previamente motivados por su entorno. No hay nada racional en ese fin. Pero que esto sea así no quita que tenga sentido decir que eligieron estudiar medicina cuando, sintiendo la tentación de abandonar, perseveraron en su propósito inicial. Sin embargo, según Kant, los tiros de la razón práctica —de la voluntad como razón— no van por ahí. En Kant, el término voluntad no es sinónimo de fuerza de voluntad… a pesar del aire de familia. La fuerza de voluntad sería, más bien, un rasgo del carácter, mientras que cualquier sujeto racional, sea cual sea su carácter, se encuentra, precisamente, sujeto al mandato de la voluntad —de la razón práctica—, el cual, como veremos, se caracteriza por su incondicionalidad. La voluntad, más allá de la fuerza de voluntad, es un querer querer. O por decirlo en kantiano, autonomía, una darse a uno mismo la ley, en definitiva, un mandarse que no admite excusas o condiciones. Pero esto lo explicaremos con calma más adelante.
- De ahí que Kant distinga entre el sujeto empírico y el trascendental. Y es que, si no fuese posible distinguirlos, la expresión darse a uno mismo carecería de sentido. Somos ambos sujetos —y quizá por eso esta distinción nos recuerde, aunque sin coincidir, a la que establecieron en su momento Platón y Descartes entre cuerpo y alma, cada uno a su modo. El sujeto empírico sería nuestro particular modo de ser —nuestra psicología o carácter—, siendo en buena medida el resultado de cómo reaccionamos, tanto intelectual como emotivamente, a los estímulos de nuestra circunstancia. El sujeto trascendental, en cambio, está por entero sujeto al dictado de la razón… con independencia del contexto histórico o cultural del que de hecho —empíricamente— forme parte. En realidad, es este hallarse sujeto. Podríamos decir que se encuentra por encima del sujeto empírico. Esto es, lo trasciende. Al fin y al cabo, no hay modo de comprender la subjetividad donde nos ahorramos la escisión que la constituye. Recordemos lo que hemos dicho tantas veces sobre el chimpancé, a saber, que, a diferencia de los humanos, no tiene cuerpo, sino que es cuerpo. Esta distinción entre el sujeto empírico y el trascendental corre paralela a la que media entre la apetencia o el deseo, por un lado, y el querer, por otro. Aun cuando a menudo no distingamos entre apetecer, desear y querer, no se trata exactamente de lo mismo.
caballo de hierro
marzo 9, 2025 § Deja un comentario
La analogia entis tiene dos lados. El primero tiene que ver con el modo en que afrontamos lo desconocido, a saber, por medio de lo conocido: esto es como si fuera… Es el lado más espontáneo. El segundo es el que denunció Feuerbach —y mucho antes, Jenófanes: la analogia entis no deja de ser una proyección.
Ciertamente, la Iglesia siempre ha subrayado aquello de que mayor es la desemejanza. Y en cierta manera, es así. Pues la analogia entis de perder de vista el carácter, precisamente, analógico, corre el riesgo de acabar siendo una reducción y, en definitiva, una forma, pastoralmente tolerable, de idolatría… en tanto que la idolatría consiste en hacerse un dios a medida. Pero el problema —que no suprime el añadido ad hoc— reside en el entis. Y es que si uno se toma en serio lo de que mayor es la desemejanza difícilmente el entis se mantiene en pie. Y una vez sucede esto, sobran las analogías. En su lugar, las historias de quienes han visto a Dios cara a cara.
Píndaro
marzo 8, 2025 § Deja un comentario
Hay cosas que nunca te han interesado… pero no lo supiste hasta más tarde. Mucho más tarde. Por ejemplo, el éxito. O abrazar sin mirar a los ojos. De ahí la sentencia de Píndaro, aparentemente absurda y que posteriormente adoptó Goethe: llega a ser lo que eres. Pues, mientras tanto, hay que soltar mucho lastre, el de aquellas pretensiones con las que inicialmente te identificaste, pero que nunca te pertenecieron. Al fin y al cabo, se trata de obedecer. Y la obediencia fue siempre una ascesis, un irse desnudando. Como Ulises, que no fue Ulises hasta que no anduvo como un mendigo.
Como dejó escrito la Dickinson: joven de Atenas, sé fiel a ti mismo/ el resto es perjurio. Sin embargo, el ti mismo —la voz más íntima— se encuentra fuera de ti. El problema es que hay demasiadas voces alrededor reclamando nuestra sumisión. No es fácil reconocer a nuestro verdadero padre.
desde la óptica de la excepción
marzo 7, 2025 § Deja un comentario
Lo real es insólito —la excepción a la norma. Pues vivimos bajo la regla, la inercia, lo previsible. Esto es, de espaldas al carácter singular de lo dado, a su significación, la cual, sin embargo, no se nos ofrece como una representación más o menos aproximada del paradigma —de lo que debería ser—, sino como un destello de luz en medio de la más completa oscuridad: presencia. En este sentido, significación es alteridad Y alteridad, redención. Hay salida, un más allá de la oscuridad. Aun cuando este más allá —la aparición— tampoco sea inevitablemente un final. En realidad, es un comienzo. Esto es: de momento, escapamos; luego ya veremos.
Es así que, desde una nada de fondo, el que tengas a tu hijo en brazos es, sencillamente, extra-ordinario. Tal cual. Aun cuando, de hecho, se nos presente como algo ordinario, normal.
Hay quienes saben ver el milagro bajo las capas de la costumbre. Son los poetas. Sin embargo, la poesía, a diferencia del ripio, siempre maneja un lenguaje extraño. Es el recurso del poeta para conectarnos de nuevo con el sesgo anómalo de la existencia. Por eso, una vez comprendemos la división entre la excepción y lo habitual, resulta difícil no pensar en la antigua escisión entre cuerpo y alma. Pues el alma es capaz de ver aún lo que perdimos de vista por el simple hecho de haber sido arrojados a un afuera. Es un decir. Sin embargo, el cuerpo siempre atiende a la mosca en la nariz —a la necesidad de cambiar los pañales. A lo necesario —lo útil— y, por eso mismo, irrelevante. Todo cuerpo vive de la distracción, de cuanto lo aleja de la aparición.
El problema de la Modernidad —o, más bien, uno de los principales— es que, al desactivar la carga de profundidad del simbolismo religioso —al ser incapaz de entenderlo como algo distinguible de la superstición—, se no pone muy cuesta arriba la posibilidad de conectar ambos mundos —lo excepcional y la norma. Y donde esto sucede, el alma se adelgaza. No habría ningún problema si este adelgazamiento no fuese el envés de un permanecer sujetos al dictado de lo impersonal. Pero no parece que haya alternativa: o esclavitud, o extrañamiento. Aun cuando este deba adoptar la forma de un cuidar de lo que nos ha sido dado.
temer a Dios
marzo 6, 2025 § Deja un comentario
Temor significa respeto, es decir, preservar la distancia de la alteridad. Y en relación con este asunto, hay un dicho judío que dice que todo está en manos de Dios, salvo el temor de Dios. Probablemente, sea así.
Ahora bien, respeto significa tomarse en serio la posibilidad de la aniquilación, al fin y al cabo, el poder de la nada de Dios. Quizá sea por esto que Dios nos exija una respuesta. De hecho, la convicción de Israel fue que ante Dios los hombres no pueden dejar de responder. Y la respuesta del hombre a la desmesura del Altísimo fue, según Israel, la de Moisés descendiendo del Sinaí con la Ley. Es lo que tiene el cara a cara con Dios, esto es, el haberse enfrentado a Dios. Hacer de Dios un amigo invisible supone de algún modo falsificarlo. Por muy cercana que nos resulte su insobornable trascendencia. Aunque la idolatría —el hacer de Dios un dios a medida— siempre fue más gratificante que la verdad.
otra de Soren
marzo 5, 2025 § Deja un comentario
Puede que Kierkegaard fuese más perspicaz que Hegel al comprender que la individualidad —su protesta, su diferir, su clamor— es aún más absoluta que lo absoluto. O por expresarlo en cristiano: que la genuina relación con Dios se decide enfrentándose a Dios a la manera de Job. O Abraham. Aunque este enfrentamiento no se resuelva cristianamente a la griega, esto es, manteniéndose orgullosamente en pie ante la impiedad del dios, sino obedeciendo el imperativo divino —el que se expresa desnudamente en Mt 25—… donde Dios se revela, aparentemente, como un Dios que pasa de los hombres. Es decir, como un Dios impasible. Ahora bien, impasible —y en esto consiste la revelación del Gólgota— porque no puede hacer nada sin la fidelidad del hombre. Sin cuerpo, Dios no es aún nadie.
No obstante, lo que acaso se le escapó a Kierkegaard —y, probablemente, también a Hegel al sostener que los hombres son los siervos de la historia— es que el carácter absoluto de la individual —de su resistencia a la totalidad— es la expresión misma de lo absoluto. Pues lo absoluto —y aquí Hegel fue un filósofo, ciertamente, cristiano— es la negación de lo absoluto en pos del presente histórico.
Nadie dijo que la verdad fuese fácil. Aun cuando una vez llegamos a rozarla, lo difícil es volver. Pero esto ya lo dijo el de las anchas espaldas.
sentido
marzo 4, 2025 § Deja un comentario
Podemos preguntarnos si la existencia tiene o no un sentido. Pero la pregunta decisiva es si, de haberlo, podríamos admitirlo. Pues supongamos que, efectivamente, nuestra paso por este mundo tuviese una finalidad. Supongamos que, efectivamente, el mundo fuese como una matriz y la muerte, una puerta a una más allá. Supongamos, en definitiva, que se tratase de madurar, de hacernos capaces de ese más allá. O la muerte sería como un aborto —el feto no fue viable—, o un nacimiento. Pues bien, en ese caso, de seguir siendo conscientes, tarde o temprano nos preguntaríamos si eso es todo. Y es que el todo no puede ser el todo para quien es alguien para sí mismo. Al menos, porque el sello de la conciencia de sí es la inquietud, esto es, el no terminar de encontrarse en donde uno está. Así, puede que haya un sentido. Pero de ningún modo lo habrá para nosotros.
perspectivas
marzo 3, 2025 § Deja un comentario
Sub specie aeternitatis, un genocidio se muestra en el mismo plano que la sonrisa del hijo. Pero ¿es así? Para las víctimas de las masacres de la historia fue obvio que nunca estuvieron a la par. La experiencia del valor —la vida vale más que la muerte— en modo alguno admite la indiferencia del espectador imparcial. Sin embargo, la pregunta es desde qué situación —desde que posición— se decide lo verdadero. ¿Dónde hallar lo inalterable? ¿En el impulso de la madre o en la impasibilidad del dios? ¿Qué revela la perspectiva?
Por defecto, lo real. Sin embargo, lo real en sí mismo no es nada en concreto, sino absoluta posibilidad. Esto es, contradicción. Pues lo real en cuanto tal —es decir, un puro haber— es no siendo nada. Al margen de su hacerse presente como el haber de las cosas, el haber no es nada más que oscuridad y silencio impenetrables —y por eso mismo, insoportables, el motivo de la angustia más profunda. De ahí que el puro haber solo se haga presente como . lo que fue dejado atrás —como lo que tuvo que desaparecer— con el haber del mundo. Hay el haber del mundo. Y no hay otro haber. Pero si hay mundo es porque lo que hay —la constante gravitatoria de cuanto aparece— es que no hay el haber en cuanto tal. Este no permanece agazapado en el sí que lo supera —en la afirmación del mundo. Al menos, en tanto que este sí es el efecto de una doble negación: el no haber del puro haber es, precisamente, no siendo nada. Hay el todo porque el todo no lo es todo.
El mundo se encuentra sometido, por tanto, al poder de la nada —al poder de la contradicción. Pues poder es posibilidad. El mundo es, ciertamente, la concreción del haber —su manifestación—… pero al precio de caer en la contingencia, el tiempo, la perspectiva. Y es que todo es posible desde la contradicción. Como no ignora el lógico, de la contradicción se deriva cualquier cosa. Esto es, el todo. Pero, por eso mismo, la afirmación está infectada de negación. Y viceversa. En el amor de una madre también se halla presente la negación de ese amor, la pulsión de retener al hijo, de devolverlo a la matriz. La cuestión es en qué medida. Y con respecto a la medida no terminamos de acertar. Es decir, de saber.
Para el nihilismo no cabe salir de la perspectiva, salvo en dirección a la nada. Las operaciones de exterminio y el abrazo de una madre son las dos caras de una misma moneda. Esto es lo que hay. Pues lo que hay es que no hay nada —no hay más. En la existencia, nada hay por decidir —nada que esperar que no sea la eterna repetición.
Sin embargo, la respuesta creyente está lejos de ser una ingenuidad infantil. Pues, a diferencia del nihilista —ese primo hermano—, el creyente es consciente, aunque sea a través de la imaginación, de que en el seno de la nada de Dios habita, precisamente, la negación de sí. Esto es, el Sí. De ahí que, teniendo en cuenta la indecisión —la ambivalencia— de cuanto nos traemos entre manos, todo esté por decidir. Así, frente al sub specie aeternitatis, el sub iudice. Quien separa este sub iudice de la esperanza, tal y como se suele hacer en las canchas del cristianismo woke, ignora lo que está en juego con respecto a Dios.
Aunque, por ignorarlo, no pasa nada. Literalmente. Es decir, la nada no pasa.
paseando de la mano de Yavhé
marzo 2, 2025 § Deja un comentario
Job, como es sabido, terminó su escaramuza con Yavhé dando un paseo. ¿El resultado? Tú no importas. Ahora bien, esto supone que tampoco importan tus preguntas —tu inquietud por el sentido o por la vida que puedan esperar las víctimas de la historia. El horizonte es el opuesto al de cualquier gnosis. Nada sabemos… ni podremos saber. Tras la revelación, el gnosticismo se presenta como ridículo.
Sin embargo, las preguntas que apuntan a lo que podemos esperar van con la existencia. De ahí su carácter desgarrador. Ante Dios, el clamor. La invocación más honesta no es, así, la que se dirige al amigo invisible, sino la del cuerpo arrodillado. Y no por formalismo. Que Dios esté de nuestro lado no es algo que podamos dar por obvio. A lo sumo, esperamos que lo esté.
En cualquier caso y con respecto a Dios, lo obvio es su desproporción. El estar ante Dios, por tanto, tiene mucho de estar frente a Dios. Esto es, enfrentados. Al menos, para quien sabe —y lo sabe por pasiva— qué significa la palabra Dios.
Con todo, este enfrentamiento, aun cuando ande rozando el nihilismo, en modo alguno deviene hostil. Pues es creyente. Ahora bien, el creyente espera lo inconcebible… mientras, como respuesta a Yavhé —y frente al mismo—, da de comer al hambriento. Acaso porque no pueda soportar su hambre ante tanta ocultación. Inhumano, ciertamente. O mejor, sobrehumano. Al fin y al cabo, en esto consiste la obediencia al Altísimo.
Puede que no terminemos de comprender de qué va la fe que nace de Israel mientras andemos alejados de su visceralidad.
300 tipos de queso
marzo 1, 2025 § Deja un comentario
¿Cómo es que todo tiende a la singularidad? En el mismo árbol, no hay dos hojas exactamente iguales. La humanidad inventa el queso… y con el tiempo tenemos tropecientas mil variedades. Como viera el último Platón no hay modo de descender de la idea a la singularidad. En su momento, se produce el salto, la discontinuidad, algo así como un hiato insalvable. La singularidad, por eso mismo, tiene algo de irreductible. Como si lo más real fuese la individualidad desgajada. ¿Quizá porque el diferir —la negación de sí— se encuentra inscrito en el absoluto haber?
de qué va todo esto
febrero 28, 2025 § Deja un comentario
A medida que pasan los años, aumentan los cráteres a tu alrededor. Son los que dejan los que se van. ¿Cómo verlo —qué significa, qué es? ¿Parten o, simplemente, cesan? Teniendo en cuenta que la vida solo puede comprenderse como aparición—y comprender es abrazar con el entendimiento— , quizá resulte inevitable que su muerte nos parezca un cruzar la puerta.
Sin embargo, nada sabemos. Ningún mapa vale ante un silencio de fondo. Y por eso, en lugar de un saber, un esperar… lo que en modo alguno podemos imaginar. Pues incluso con respecto a la esperanza cabe la idolatría.
milagro: dos perspectivas
febrero 26, 2025 § Deja un comentario
O prodigio paranormal, o estado de excepción. Prodigio paranormal: que los ciegos recuperen la vista con un poco de saliva. Estado de excepción: el todo frente a la nada. Al situarnos frente a lo que nos supera por entero, lo primero podría simbolizar lo segundo. Pero no lo sustituye. Pues el prodigio paranormal presupone un dios que todavía pertenece al todo, al fin y al cabo, algo así como un demiurgo. Sin embargo, en el segundo caso, Dios está más allá del todo como solo puede estarlo la nada. Y por eso mismo es la imposible raíz de cuanto es, casi una completa oscuridad y silencio. Y digo casi porque la nada de Dios es no siendo nada. Traducción: porque la nada de Dios es en su negación de sí.
El problema: que el demiurgo no le deje ningún espacio a Dios.
el origen de la ley sin piedad
febrero 24, 2025 § Deja un comentario
Si todos fuésemos sin tara, el valor se reflejaría en el precio. Pero los hombres mienten. De ahí el control de precios. Y, sin embargo, la situación termina siendo peor que donde, habiendo libertad de precios, como necios nos movemos dando palos de ciego al confundir valor y precio. Peccata mundi.
O también: porque algunos alumnos mienten al poner excusas que justificarían la excepción a la norma, no habrá excepción a la norma. Por tanto, la norma, al no admitir excepción, acaba aplicándose sin piedad.
el niño y el no tan niño
febrero 23, 2025 § Deja un comentario
Tanto el niño como el ha dejado de serlo pueden vislumbrar lo verdadero. El niño por medio de la imaginación. El adulto, a través de la interrogación de sí. O del sufrimiento. Pues lo que en verdad acontece —y nada acontece si no procede de (la) nada— es el carácter dado de la existencia. El niño se imagina, y siente, que el don —la gracia— viene del papá que está en los cielos, el que siempre le acompaña. Quien dejó atrás infancia, en cambio, sabe que ya no puede imaginar lo que imaginó durante tanto tiempo. Que la verdad —lo que en verdad acontece— no admite las imágenes de la fantasía. Sin embargo, si aún es capaz de permanecer abierto al misterio es porque el niño, de algún modo, sigue ahí. Y quizá por eso mismo su vida apunte a un porvenir que ni siquiera se atreve a soñar.
El Jesús de Galilea fue un niño. No pudo seguir siéndolo en Jerusalén. Mejor dicho, en Jerusalén ya no pudo seguir siendo tan solo un niño. Pues si no abjuró fue porque, de algún modo, el niño sobrevivió al desmentido del mundo. Esos sí, sin sus dibujitos.
El problema de seguir siendo unos niños cuando ya no deberíamos serlo es que, al tomarnos al pie de la letra las imágenes de la infancia, la realidad deja de perturbarnos. Y así, nos volvemos insensibles al realismo de las historias que hay tras las declaraciones de la fe. Aun cuando las sigamos oyendo en las reuniones dominicales. Ahora bien, la tradición bíblica posee una palabra para esta situación: idolatría.
Mozart
febrero 22, 2025 § 2 comentarios
No es un problema técnico. Pero hoy en día ningún músico puede componer como Mozart. O Haydn, CPE Bach…. Como tampoco nadie puede concebir un canto como la Iliada. Me refiero al estilo. O mejor, a la relación entre estilo y sinceridad. Y no porque los compositores o los escritores sean peores, genios al margen. Paralelamente, ¿podríamos decir que tampoco hay quien puede escribir un libro como el del Apocalipsis, esto es, poniendo sobre el papel la palabra justa… y por eso mismo, necesaria? Escribirlo, quizá sí. Pero no nos sonará igual. La época no lo permite. Cuestión de honestidad.
Sin embargo… otro asunto es escuchar a Mozart. Pues me atrevería a decir que solo podemos escucharlo hoy en día. En su época, Mozart fue admirable, preferible, genial, hasta discutible. Hoy, nos deja en estado de suspensión. No es exactamente lo mismo. Algo parecido podríamos decir de los textos bíblicos. Es lo que tiene nuestra relación con lo que en verdad acontece: que, con un poco de suerte, nos alcanzará su eco. Y es que lo verdadero siempre se hace presente —al igual que el Mesías— como lo que tuvo lugar y no fuimos capaces de reconocer. De ahí que es posible que solo en los tiempos en los que la divinidad religiosa dejó de parecernos una obviedad quepa caer en la cuenta de lo que quisieron decirnos los escribas bíblicos. Incluso más allá de su primera intención. Homero fue útil en la antigua Grecia. Pues fue un buen artesano. Pero solo encontró lectores en los tiempos modernos.
En cualquier caso, también es cierto que la verdad en primera línea siempre estuvo disponible para los que sufren. Y acaso esta esa sea la única clave hermenéutica. También para escuchar a Mozart.
máquinas autoconcientes
febrero 19, 2025 § Deja un comentario
La pregunta sobre si la IA podría llegar a la autoconciencia se presta a malentendidos… donde no tenemos en cuenta que la conciencia de sí tiene como base lo traumático. Una IA ¿podría temblar donde irrumpe el fantasma, esa figura de la alteridad? ¿Podría sentir la posibilidad de ser devorada? ¿Podría temer a un padre? ¿Sentirse culpable? Es verdad que cabría programarla para que pudiera simularlo. Incluso a la perfección. Pero sin cuerpo no es posible que experimente ningún trauma. Pues el origen de la conciencia es un disentir del propio cuerpo —ese no terminar de ser aquello con lo que nos identificamos. Y por vergüenza de sí. Puede haber máquinas que funcionen mal. Pero no taradas. Tampoco ningún simio tienen tara. Aunque algunos nazcan con defectos. La tara nos pertenece… hasta el punto de que somos los que son un problema para sí mismos —aquellos que deben resolverse. Así, una IA nunca podrá desarrollar una conciencia porque, sencillamente, en modo alguno tendrá que batallar con un inconsciente. O al menos, eso es lo que me atrevería a decir. Al fin y al cabo, no hay mente sin cuerpo.
Otro asunto es que, de darse la posibilidad de fabricar replicantes, no lográsemos, prácticamente, distinguirlos de los humanos. En el fondo, se trataría de la cuestión que planteó Leibniz sobre la identidad de los indiscernibles. Pero una cosa no quita la otra. El test de Turing, al centrarse en la conversación, quizá resulte insuficiente.
el ego de Kant (y 2)
febrero 17, 2025 § Deja un comentario
La idea de que no hay hechos morales, sino, en su lugar, una interpretación moral de los hechos —la tesis de que el bien y el mal no residen en la naturaleza de las cosas, sino que surgen de nuestra capacidad para ponernos en la piel del semejante—, se apoya en la suposición de que una inteligencia netamente superior —una inteligencia extraterrestre— que no pudiera identificarse con nosotros, tampoco vería el mal en, pongamos por caso, las duchas de Auschwitz.
Sin embargo, con respecto a lo anterior, podríamos plantear la siguiente objeción: si hablamos de una inteligencia, aunque netamente superior, entonces es imposible que no llegara identificarse con nosotros, aunque solo fuese hasta cierto punto. Por consiguiente, podría empatizar con los gaseados y, por consiguiente, podría creer estar viendo la encarnación del Mal en los lager… al igual que nosotros creemos verlo en los combates sin piedad entre chimpancés. Aun así, también podría vernos como despreciables, como ratas, como la tara que no puede soportar para sí mismo y que necesita externalizar. Pues la identificación posee dos lados, uno de los cuales no es, precisamente, agradable.
Por tanto, el experimento mental de una inteligencia inconmensurablemente superior no sirve como argumento para demostrar que no hay ni bien ni mal en la naturaleza de las cosas. El único argumento sería que una descripción científica del mundo no contempla ni el bien, ni el mal. Tan solo reacciones. Pero aquí cabría preguntarse si el sentido de lo real se decide exclusivamente en relación con los hechos a los que apunta dicha descripción. Sin embargo, este es otro asunto.
Kant no regó fuera de tiesto cuando se propuso fundamentar racionalmente nuestro sentido del deber moral. Pues si la razón careciese de poder motivador —si lo único que nos impulsara fuesen las emociones más o menos elementales—, entonces nunca podríamos liberarnos del poder de las apariencias. Y aquí hay que tener en cuenta que las apariencias, por lo que decíamos antes, tanto nos mueven a abrazar al que sufre como a abrir la espita de las cámaras de gas.
Sin embargo, dicho fundamento obliga a reconocer el carácter impracticable del otro en cuanto tal. La alteridad del semejante impone un respeto innegociable. Y ello al margen de la experiencia. De hecho, sensiblemente no cabe ningún respeto. A lo sumo, un trato amable. Pues el carácter absolutamente otro del semejante solo es accesible a la inteligencia. Es lo que tiene que haya cuerpos de por medio.
rehusar la oferta
febrero 16, 2025 § Deja un comentario
No renuncias porque ames. Amas porque renuncias.
Aunque aquí también podríamos hallar alguna que otra excepción. Al final, tampoco es que sepamos gran cosa.
up&down
febrero 14, 2025 § Deja un comentario
La pregunta acerca de cómo vivir se presta a malentendidos. Como si hubiera una receta. Es verdad que siempre hay algo qué decir al respecto. Pues hay mucha sabiduría acumulada. Así, por ejemplo, podemos decir que debemos reducir nuestras necesidades, para no depender de ellas. O que la vida no vale la pena si no se ama lo que se hace. Y eso está bien.
Sin embargo, perderíamos de vista el alcance de la pregunta si nos limitásemos a entenderla como si su horizonte fuese el estar continuamente bien con uno mismo. O como si nos interrogásemos acerca de qué ruta seguir para llegar a buen puerto. Pues en ningún buen puerto, de haberlo, se puede permanecer. Sea en forma de vacío o bajo el aspecto de la desgracia, tarde o temprano irrumpirá el No —el desmentido, la nada en medio, el naufragio.
De ahí que la pregunta decisiva no sea cómo vivir, sino cómo seguir con vida tras morir en vida. Y aquí me atrevería a decir que la respuesta no saldrá de uno mismo. Pues sería como si, a la manera del barón, intentásemos salir del mar tirando de los propios cabellos.
para despertar del sueño dogmático: una de Hume
febrero 13, 2025 § Deja un comentario
Ni el bien, ni el mal están presentes en cuanto nos rodea. Es decir, no hay hechos que sean buenos o malos, desde una óptica moral, sino en cualquier caso sucesos, acciones, gestos… que nos parecen buenos o malos. Una inteligencia extraterrestre que no pudiera identificarse con nuestra especie vería nuestras guerras como un mirmecólogo observa el combate entre las hormigas rojas y las negras: cuestión de supervivencia. Que el lobo se coma a la oveja no es algo injusto de por sí… aun cuando la escena pudiera resultarnos desagradable. Como tampoco es injusto que la oveja se alimente de hierba. Es lo que hay, sin más. De hecho, la vida avanza devorándose a sí misma. Y tiene que seguir siendo así… para que, precisamente, continue habiendo vida.
Es verdad que, de manera espontánea, condenamos el asesinato del inocente. Pero solo porque emocionalmente nos perturba. Y nos perturba porque, en el fondo, nos identificamos con la víctima. Ahora bien, de lo anterior se desprende que las distinciones morales no obedecen a razones que se impongan universalmente. En realidad, los motivos de dichas distinciones no andan tan lejos de aquellos por los que nos sentimos inclinados hacia lo que nos gusta o repudiamos lo que nos disgusta. Así, condenar el crimen sería, en definitiva, como hacerle ascos a una paella saturada de kétchup. Al fin y al cabo, la diferencia entre censurar el crimen y rechazar la paella con kétchup sería una diferencia de grado o intensidad, en modo alguno de naturaleza.
el ego de Kant —o vámonos arriba
febrero 12, 2025 § Deja un comentario
Según Kant, la raíz del imperativo moral —el hacer lo debido con el único interés de hacer lo debido— es el sentimiento de respeto. Pues, al fin y al cabo, hacer lo debido por puro sentido del deber equivale a un por ti. Que el otro no sirva como medio de nuestros intereses particulares. El otro es, sencillamente, un fin en sí mismo.
Sin embargo, a pesar de la palabra elegida —sentimiento— no estamos ante una asunto sentimental. Aquí el temor o la admiración no juegan ningún papel. De hecho, Kant apunta a una especie de oxímoron, es decir, a un sentimiento racional. ¿Cómo puede ser racional un sentimiento? ¿Acaso la razón no se ejerce fríamente?
La expresión se aclara, no obstante, si tenemos en cuenta que respeto significa, estrictamente, preservar la distancia de la alteridad. Así, lo que viene a decirnos Kant es que, si lo pensamos bien, esta distancia es infranqueable. Y digo si lo pensamos bien porque el reconocimiento del carácter otro de aquellos con quienes tratamos únicamente es accesible a la razón. Quiero decir que, dicho carácter, solo puede ser pensado. Pues la realidad del yo es la de un continuo diferir de sí mismo —en concreto, del cuerpo, el carácter… con el que se identifica. Y por esta razón el yo siempre se encontrará más allá de sí mismo. Por eso decimos que el yo es invisible… y, por extensión, intratable. En cualquier caso, trataremos con su cuerpo, pero nunca con el yo como tal —el yo que hay detrás. De hecho, en sí mismo, el yo no es nadie sin su cuerpo y, en definitiva, sin su modo de ser o carácter. Pero llega a ser real en el momento —un momento, de hecho, avergonzante— en el que la conciencia se enfrenta al propio cuerpo… como si fuera el de otro (y por eso mismo el cuerpo deviene propio). Hay yo porque, al fin y al cabo, el cuerpo es problemático. No hay cuerpo humano sin tara. Por eso, los chimpancés no tienen cuerpo. Son cuerpo.
Pues bien, si hemos entendido lo anterior, habremos entendido que debemos respetar al otro… porque no podemos hacer otra cosa que respetarlo. Y es que el yo en cuanto tal es un inútil. En tanto que siempre se encuentra, como tal, más allá de su corporalidad, no es posible utilizarlo. Y no porque sea, precisamente, una cosa que permanezca oculta tras el ropaje de la personalidad. En sí mismo —esto es, al margen de su relación con el cuerpo o el carácter con el que se identifica—, no es nadie. O mejor dicho, es no siendo nadie en sí. Es un continuo diferir de sí mismo. Así, el yo se dice a sí mismo: soy el no ser por entero lo que soy. De hecho, en esto consiste su profundidad —su densidad.
Con todo, aquí podríamos preguntarnos cómo es posible que debamos respetar al otro… si no cabe otra opción —si no podemos hacer otra cosa que respetarlo. Ciertamente, decimos que debemos, pongamos por caso, compadecernos del que sufre. Pero al decirlo damos por sentado que podemos no hacerlo. No es este, sin embargo, el sentido de la palabra deber cuando nos decimos que debemos respetar al otro. Aquí, ciertamente, no podemos no hacerlo. El otro —conviene insistir en ello— es un inútil. Pero no podemos no hacerlo… porque el deber de respetarlo va con su yo. Serían como las dos caras de una misma moneda. Al igual que con el agua va el que sacie nuestra sed. Ahora bien, si en ningún caso podemos hacer otra cosa, ¿por qué hablamos de un deber moral?
La respuesta es porque, precisamente, el yo en cuanto tal no es nadie. No solo somos yo, sino un yo con cuerpo. Sin cuerpo no hay yo. Así, por un lado —el lado racional— sabemos que la distancia que nos separa del otro yo es infranqueable —y que, por eso mismo, no podemos hacer otra cosa que mantenernos a distancia, es decir, respetarlo. Pero, en tanto que también tenemos un cuerpo, estamos condicionados —enormemente condicionados— por sus inclinaciones. El cuerpo, por decirlo en breve, va a su bola. Y los cuerpos siempre se servirán de otros cuerpos para satisfacer sus necesidades. Los cuerpos solo saben de cuerpos. Tan solo un cuerpo puede satisfacer otro cuerpo. Traducción: porque también somos cuerpo podemos tratar al otro como si solo fuera un cuerpo. Tan solo hace falta que nos dejemos llevar. Ahora bien, cuando nos dejamos llevar por el cuerpo —cuando tratamos al otro como un medio y no como un fin en sí mismo— no estamos a la altura, como quien dice, de lo que el otro exige por lo que es. Es como si no tuviéramos en cuenta lo que debemos —o deberíamos— tener en cuenta. De ahí el carácter racional del sentimiento de respeto.
Neptuno
febrero 12, 2025 § Deja un comentario
La espiritualidad apunta por definición a lo profundo de la existencia. Hay, por tanto, dos planos: el de la superficie y el abisal. En la superficie todo es inercia, mapa mental, reacción, sombras. Esclavitud. El trayecto hacia la profundidad —toda elevación— comienza con un desmentido, una objeción a la totalidad, en definitiva, con una caída del caballo.
La cuestión es qué hallamos en lo profundo. Muchos, hoy en día, creen que algo así como una energía nutricia o incluso un océano. Pero de ser así se trataría de un saber —de una gnosis—, aunque hipotético. En cambio, los tiros de la tradición cristiana apuntan en otra dirección. Pues lo más profundo no es la afirmación sorprendente, la iluminación, sino la interrogación, aquella que nos mantiene en suspenso y aguardando: qué vida pueden esperar quienes no pudieron seguir con vida debido a nuestra impiedad. En el primer caso, la respuesta pasa por un aprendizaje. En el segundo, por un clamar en el desierto. En el primero, la solución es la sustancia. En el segundo, lo imposible. No da la impresión de que se trate de lo mismo.