nietzscheanas 22

abril 23, 2012 § Deja un comentario

Es sabido que para Nietzsche, no hay conciencia que no sea una mala conciencia, que no repose, de hecho, sobre un esencial odio de sí. Y es que ¿cómo podría un animal distanciarse de sí mismo, dirigirse a sí mismo como si fuera otro, ser un extraño para sí mismo, en definitiva, cómo podría buscarse, si no hubiera recibido de buen comienzo una condena, un juicio de valor inapelable en donde no cabe otro dictamen que la propia falta de valor? ¿Acaso puede haber conciencia donde uno no es más que su buena salud, donde lo incuestionable es que lo bueno es lo que me hace más fuerte y lo malo, lo que me debilita? ¿Acaso no es cierto que la conciencia nace de una corrupción de los valores originarios, aquellos que van con la vida misma y que no tienen otro horizonte que el de superar cualquier limitación? ¿Acaso la inocencia primordial, aquélla que ignora al Dios que se encuentra por encima de la vida, no es, por eso mismo, tan juguetona como cruel? Toda conciencia es conciencia moral y, en consecuencia, mala conciencia, pues, la conciencia de sí no tiene otro apoyo que el resentimiento de los cojos. La conciencia es el índice de la vida deficiente, del defecto, de la tara, pues únicamente quien lleva sobre sí las huellas de una vida en falta percibe el mandato de la integridad. Uno nace para sí mismo, se afirma en su debilidad, en el momento en que acepta el juicio de Dios sobre sí —en el día en que admite un indiscutible tú no vales—. A partir de entonces ya no hay escapatoria: uno ya es lo que Dios hizo de él, un sometido a Dios, un creyente, alguien que necesitará del dictamen divino para seguir siendo él mismo, para ir en pos de sí, para trascenderse. Sin embargo, no termina aquí la vida de la conciencia. Un creyente necesita también que el juicio de Dios constituya la especificidad de lo humano. Un creyente no está en paz consigo mismo, no aceptará su irreparable falta de integridad, hasta que no logra universalizarla, hasta que no haya convertido al noble en una bestia. Cuando lo cierto es que la existencia noble es tan bestial como divina.

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