nietzscheanas 52
abril 12, 2019 Comentarios desactivados en nietzscheanas 52
O bien un árbol sagrado no es más que un árbol en el que algunos creen ver la presencia de un dios, o bien un árbol sagrado es más que un árbol y no solo nos lo parece. Entre una cosa y otra anda la disputa entre los tiempos antiguos y la modernidad. Es sabido que Nietzsche sostuvo que no podemos decidir entre ambas posibilidades. Pues no hay algo así como hechos puros (y, por consiguiente, no hay algo así como la verdad). Nadie ve lo que quiere, sino lo que puede, según el prejuicio que configura una época o cultura, en definitiva, un mundo. De ahí que Nietzsche dijera que Dios había muerto y no solo que ahora nos hemos dado cuenta de que la vieja creencia en Dios no era más que una falsa creencia, un malentendido. Y es que no vamos a ver lo mismo donde partamos del supuesto de que hay otro mundo, ontológica y normativamente superior, que donde damos por sentado que no lo hay. Dios ha muerto porque, ciertamente, hubo Dios. Todo hecho es visto desde un cierto saber de antemano. O por decirlo con otras palabras, no hay visión que no posea una carga teórica. Así, donde vemos un martillo, pongamos por caso, vemos un clavo. Quien no ve el clavo al ver un martillo no ve propiamente un martillo, sino un hacha defectuosa o algo por el estilo. Sin embargo, Nietzsche no se limitó a decirnos lo anterior. La mirada no solo arrastra una interpretación, sino que también obedece a un interés. De este modo, el interés que preside nuestra fe en la objetividad científica, como quien dice, responde en el fondo a la voluntad de dominar técnicamente el mundo. Sencillamente, un árbol sagrado no puede ser talado para hacer muebles. Es por eso que el científico necesite decirse, a la hora de ejercer como tal, que no hay nada que sea intrínsecamente sagrado o valioso. Las cosas, desde la óptica de la ciencia, solo son en tanto que pueden ser cuantificadas. Pero esto está lejos de ser evidente. Al fin y al cabo, nuestra preocupación por la verdad no es por la verdad, sino por la verdad como instrumento de la voluntad de dominio. Vence quien convence apelando a la verdad. De ahí que, según Nietzsche, la pregunta fundamental acerca de la verdad no sea la que se interroga por su criterio —por aquellas condiciones que, de satisfacerse, nos permitan asegurar que estamos en lo cierto—, sino la que intenta descubrir a quién le interesa que lo afirmado sea, precisamente, indiscutible.
No obstante, podríamos preguntarnos, hasta qué punto Nietzsche tiene razón. Sin duda, donde la verdad es entendida como adecuación entre nuestras ideas o representaciones mentales y los hechos no podemos ir más allá de lo que nos parece que es. Pues la adecuación siempre se da en relación con lo que damos, interesadamente, por sentado. Pero la verdad es, antes que adecuación, un tener lugar. Es decir, la verdad originariamente se da con respecto a lo genuinamente otro —a una alteridad insoslayable o, si se prefiere, irreductible a la representación—. Como supo ver Platón, el único modo de trascendender las apariencias es reconociendo que lo real solo puede mostrarse donde su carácter de algo absolutamente otro desaparece del campo de visión en el momento, precisamente, de ofrecerse a una sensibilidad o modo de ver. Hay más realidad en el fue que en la presencia. La verdad sería, en este sentido, el resto invisible de lo visible, el continuo retroceso de lo absoluto —de lo enteramente otro—. De ahí que estén más cerca de la verdad aquellos padres que, habiendo perdido a su hijo, conservan el balón con el que jugaba como sagrado que en aquellos que, por estar mal situados, no ven más que un balón al que esos padres le dan un valor… que, en sí mismo, no posee. Ciertamente, el reconocimiento de lo sagrado exige encontrarse en una determinada posición. Pero de ahí no se sigue que cualquier visión valga por igual. Podríamos decir que al pensamiento de Nietzsche, a pesar de sus logros, le faltan unas cuantas dosis de dialéctica para que podamos tomárnoslo definitivamente en serio.